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Concha Espina

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Oro de ley

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Se murió aquella abuelita de muchos nietos.

Dos, entre todos, habían sido postergados injustamente por la anciana, eran los herederos del malogrado hijo a quien nunca amó, por una aberración sentimental, por una antipatía inconcebible en el corazón de una madre.

Ello fue que la señora desairó siempre a los dos hermanitos. Inútilmente la interrogaron con la mirada llena de asombro, dolidos de aquel desamor con que la vieja les presentaba una mano que jamás tuvo para ellos las caricias espontáneas y dulces.

Hasta que cierto día sucedió una cosa singular. Pasando los niños bajo el mirador de la abuela, supo la mano fría, nunca alzada en halago para ellos, hacerles una señal amistosa.

Dóciles se detuvieron los chiquillos, con una emoción de sorpresa y de placer... ¿Qué les quería aquella mano?

Quería arrojar una moneda para cada uno. Era de cobre, muy chiquita y humilde. Pero los muchachos, más humildes que las monedas, las recogieron con alegría y las besaron.

Después siguieron su camino por la vida adelante sin volver a pasar bajo aquel mirador. La lucha del mundo les llamaba, y luchando y sufriendo guardaron siempre la única moneda que tuvo para ellos la abuelita.

* * *

Dejó la anciana muchos caudales al morir, cuando los dos hermanos peregrinaban lejos del solar, y por malas artes de la torpe ambición no lograron ningún beneficio de la herencia.

Los que la disfrutaban, gozosos de su buena fortuna, dieron ingratamente en olvidar a la abuelita; tanto se holgaban en las dulzuras de la prosperidad, tanto se cuidaban de encender las pasiones del lujo, que dejaron apagarse el cirio mortuorio, enhiesto en la parroquia aldeana, frente al altar mayor.

Y cuando el sacerdote bajaba del presbiterio a cantar los responsos, el cirio, oscuro y pálido, semejaba una interrogación perdida en la sombra de la nave, un brazo marchito que levantaba la abuela desde la tumba para maldecir a sus ingratos herederos...

Una mañana, los asistentes a la iglesia parroquial tuvieron un gran asombro delante del blandón encendido, presidido por dos mozos gallardos.

Eran los niños andadores, convertidos en personas cabales.

No volvían a su país con intención de recoger la herencia paternal. Habían luchado con denuedo en los caminos del mundo y traían su honrado tesoro.

Venían a encender la olvidada memoria de la abuelita, a pagar en buena moneda, con oro de ley, con el noble oro del perdón y la caridad, aquel don que una sola vez les hizo la mano fría de la anciana.

Después de la misa, cuando el oficiante bajó del presbiterio a cantar los responsos, la llama dorada del cirial se meció en la sombra del templo con una suave ondulación de caricia, y dos monedas, rubias como aquella lumbre del cirio, cayeron macizas en la bandeja de las limosnas, quebrando el silencio augusto de la nave eon un eco de extraordinaria solemnidad.

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