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Julia de Asensi

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La cometa

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Aquel día, sin que el maestro supiera por qué no había acudido casi ninguno de los chicos a la escuela. Estaban únicamente aquellos pequeñuelos a los que acompañaban sus padres hasta allí, pero los mayorcitos, los que iban solos porque vivían cerca o porque sus familias, fiándose de su formalidad, dejaban que fueran sin ningún individuo de ella que pudiera asegurar que los niños habían quedado en clase, de esos no se veía ninguno, cual si hubiesen obedecido a una consigna para no llegar hasta el colegio.

Como los muchachos que se educaban en él eran bastantes, claro está que al maestro no se le ocurrió siquiera ir de casa en casa para averiguar lo que en cada una de ellas ocurría; lo achacó a alguna travesura de los chicos para la que fácilmente se habrían puesto de acuerdo la víspera. Hacía un tiempo muy hermoso que convidó seguramente aquellos holgazanes a pasear.

Si se hubiera dirigido hacia el campo hubiese podido ver a los muchachos entretenidos con una cometa muy grande que habían regalado a Carlos el día antes, precisamente un domingo por la tarde, y ni él ni sus compañeros de clase habían tenido la paciencia de esperar a otra fiesta para ver cómo se remontaba aquella. Carlos, a pesar de su mal carácter, tenía algunos amigos que le adulaban, principalmente porque estaba en buena posición y poseía muchos juguetes; así es que era el jefe de aquella banda, que le obedecía sin replicar.

- Mañana, había dicho el lunes a los chicos, voy al camino de Villaflor a echar la cometa; el que quiera divertirse que esté allí a las nueve de la mañana.

- ¿Y la clase?, preguntaron algunos muchachos, entre ellos Alfonso, un niño muy dócil muy aplicado y muy bueno.

- A clase se irá pasado mañana, respondió Carlos, y con una noche más para estudiar sabremos mejor la lección.

Nadie había replicado, y a la hora fijada estaban en el lugar de la cita los muchachos, admirando la cometa, que era magnífica, según decían ellos, y de varios colores. Pensaban todos en que sus padres les hicieran o compraran otras, aunque fuesen menos lujosas; lo esencial era que subiesen mucho.

La mañana era deliciosa, uno de los primeros días de junio y el campo estaba esmaltado de flores y los árboles cubiertos de ramaje. A lo lejos se veían elevadas montañas y a sus pies el pueblo de Villaflor con su alto campanario y sus casitas desiguales. Corría a la izquierda un riachuelo que se perdía en un valle encantador y a la derecha había una extensa huerta bien cultivada que tenía algunos árboles frutales y alrededor una cerca de piedras poco elevada.

Como no hacía viento la cometa no subía, lo que ponía de mal humor a Carlos, que se irritaba fácilmente, aunque no hubiera grave motivo para ello. Él había dejado de ir a clase para divertirse, no por no estudiar, y he aquí que ni había dado la lección, ni se distraía. Se exponía a un castigo de sus padres y del maestro sin hallar compensación a su travesura. Pero ya que habían faltado a la escuela algo habían de hacer para pasar el rato y a Paquito, un chico vivo y simpático, buen amigo de todos, se le ocurrió saltar la cerca de la huerta para buscar nidos en los árboles. A Carlos le pareció aquello muy bien, pero la cometa le estorbaba.

- Que uno de los mas pequeños la tenga, dijo Paco, ellos no pueden pasar ahí con tanta facilidad como nosotros.

El menor de los niños era Alfonso que no tenía más que ocho años. Se le puso en la mano el bramante a que estaba unida la cometa, recomendándole que no lo dejara, y todos los demás saltaron con agilidad la cerca y penetraron en la huerta donde, al parecer, no había nadie.

Unos se subieron a los árboles, otros corrieron por los sembrados, algunos se apoderaron de la fruta no bien madura aún y casi todos pisotearon las hortalizas. Allí estuvieron largo rato, sin acordarse del pobre Alfonso que no compartía sus juegos.

Entre tanto, el tiempo había cambiado; el cielo, antes de un azul transparente, lo empañaban algunas pardas nubes, a la suave brisa había reemplazado un viento impetuoso, sin que a los muchachos les preocupase aquello, porque estaban acostumbrados en aquel pueblo, casi rodeado de montañas, a tan bruscas variaciones atmosféricas.

Lo que sí les hizo suspender sus juegos fue un grito lanzado por Alfonso. Mientras unos corrían para saltar la cerca Carlos entre ellos vieron como la cometa se iba elevando rápidamente hasta perderse de vista. El dueño de ella se había bien que no tenía la cuerda tan larga y que no era por lo tanto posible que subiese hasta aquella altura. Saltó a su vez la cerca y vio Alfonso llorando rodeado ya de varios chicos.

Lo que había pasado era muy sencillo y fácil de prever. Alfonso se había cansado de estar tan largo tiempo quieto y había procurado que la cometa subiese un poco. Al principio no había logrado nada, pero al desencadenarse el viento se había elevado muy deprisa, sin que Alfonso pudiera sujetarla ni detenerla. Una ráfaga, más violenta que las otras, hizo que algunos granos de arena azotasen su rostro, y al querer librar sus ojos de aquella molestia, llevó a ellos su mano derecha y el bramante, mal cogido con la izquierda, se soltó perdiéndose la cometa en el espacio. Entonces el niño gritó y lloró pero ninguno de los chicos podía remediar ya nada.

La ira de Carlos no conoció límites, se arrojó sobre el pobre Alfonso, causa involuntaria de lo que había ocurrido, y le golpeó sin piedad.

- Alto ahí, dijo Paco, separando con fuerza al uno del otro, eso de pegar a un chico tan pequeño es de cobardes y nosotros no podemos consentirlo; ¿no es verdad compañeros?

- No, no, contestaron los otros, Alfonso lo ha hecho sin querer.

- No se le impondrá más penitencia que la de no ir a jugar con nosotros el domingo, prosiguió Paco. En cuanto a la cometa ya aparecerá, y si no, tu padre, que es rico, que te compre otra.

Carlos tuvo que ceder, pero al pasar junto Alfonso le dijo en voz baja:

-Tú me las pagarás, cuando no haya tanto imbécil que te defienda.

Así terminó aquella fiesta y Carlos volvió a su casa muy enfadado con los que llamaba sus malos amigos.

Al día siguiente el maestro los castigó a estar hasta las ocho de la noche en la escuela, castigo que fue también para él, que ninguna falta había cometido y que no pudo salir en toda la tarde.

El padre de Carlos tampoco quiso perdonar al niño y lo tuvo encerrado apenas volvió a su casa, en un cuarto oscuro hasta muy tarde y le mandó que se acostara sin cenar. En aquellas horas, el muchacho no cesó de dar golpes en la puerta y en las paredes, llorando de rabia, no de pena por no haber sido bueno, e ideando las mayores venganzas para todos los que no le habían dejado hacer su gusto. El jueves ya solo él se acordaba de lo que había sucedido. Los chicos iban a la escuela a dar la lección sin que el maestro aludiese a la escapatoria del lunes. Algunos habían conseguido que sus padres les compraran cometas con las que pensaban divertirse en grande el domingo y todos se proponían ser juiciosos y esperar con calma la llegada del día festivo. Alfonso había preguntado una vez a Paco si la cometa de Carlos había aparecido a lo que el otro contestó negativamente.

El sábado se citaron para la siguiente mañana en el camino de un pueblo situado al lado opuesto de Villaflor. Cuando Alfonso iba a retirarse a su casa, se acercó Carlos a él y le dijo con amabilidad: -Me ha encargado Paco que te advierta que se ha cambiado el lugar de la cita, que iremos al mismo sitio que el lunes. A las nueve te esperaremos allí, pues se te ha levantado el castigo que se te impuso.

El niño le dio las gracias por el aviso con una sonrisa y volvió a su casa, de la que no salió hasta las seis de la mañana siguiente, hora en que fue a misa con su madre y su hermana mayor. A las ocho se hallaba en la plaza extrañando no encontrar en ella a los otros muchachos para ir en su compañía. Preguntó a un hombre que estaba sentado a la puerta de una tienda y este le contestó que hacía más de media hora que una docena de niños llevando tres o cuatro cometas habían pasado por allí, pero que no sabía hacia dónde habían ido.

-Eso ya lo sé yo, exclamó Alfonso, y voy a buscar ahora mismo a mis compañeros. Mil gracias por la noticia.

Echó a correr en dirección a Villaflor y antes de las nueve llegó junto a la huerta. Allí no había nadie. Alfonso, algo asombrado, se propuso esperar un poco. Se sentó en una piedra de la que quitó la tierra con su pañuelo para que no se estropeara su vestido de los días de fiesta, un trajecito gris que su madre le había hecho primorosamente y sabe Dios a costa de cuantos sacrificios. Un instante después Carlos saltó la cerca de la huerta, pues estaba dentro de ella, y se presentó delante de Alfonso llevando un grueso bastón en la mano.

-¡Ah, estabas ahí!, dijo el pequeño alegremente.

- Sí, he venido solo por ti, contestó Carlos. ¿Te acuerdas de lo que te dije el otro día? Para cumplir lo ofrecido he traído este bastón de mi padre. Nuestros compañeros están lejos y no te defenderán esta vez.

- ¿Conque me has engañado?, murmuró Alfonso.

- ¡Como que si no no hubieras venido!

Carlos pareció vacilar un momento al ver la mirada triste, pero tranquila, que le dirigió el muchacho, pero se acordó del motivo de su rencor y por realizar su mezquina venganza descargó varios palos sobre la pobre criatura, que no se podía defender. Ciego por la ira pegaba cada vez con más fuerza, pero de repente sitió un golpe terrible en su hombre derecho que le obligó a soltar el bastón.

- Así me gusta a mí los chicos, dijo una voz ruda con sarcasmo, bien por los grandones armados que maltratan a los chiquitines indefensos.

El que hablaba era el tío Blas, el dueño de la cercana huerta, un hombre bueno y honrado que había saltado la cerca al ver que Carlos pegaba sin piedad a Alfonso. Lo primero que hizo fue dar una paliza al culpable, luego cogió al inocente en sus brazos y dio la vuelta al camino para llegar a la entrada del huerto, donde estaba su modesta casa, sin tener que saltar de nuevo.

Carlos castigado de aquella manera, se sentó en el banco que antes ocupara Alfonso, y cuando el dolor se fue mitigando, volvió muy mohíno a su pueblo. No se atrevió a decir nada a su familia. El rencor que había sentido hacia Alfonso se convirtió en una profunda lástima para el pobre niño, pero lo hecho no tenía remedio ya.

Del que quería vengarse era del tío Blas, que se había mezclado en aquel asunto que, a su juicio, nada le importaba.

En los días siguientes Alfonso no fue al colegio aumentando con esto las angustias de Carlos que temía haber llevado demasiado lejos su crueldad. Le parecía que el maestro y los muchachos condiscípulos suyos le miraban con enojo, en particular Paco, que no había vuelto a dirigirle la palabra desde le sábado por la tarde. Carlos iba solo a paseo después de la clase, y un día al regresar al pueblo, al anochecer, vio que un campo de mieses que debían segar a la mañana siguiente había empezado a arder.

Aquel campo pertenecía al tío Blas, y Carlos, en vez de avisar para que acudiesen a cortar el incendio que él solo había visto, se calló para vengarse del buen labrador. El fuego destruyó rápidamente aquella hermosa cosecha.

Por la noche notó la tristeza de su padre, que le dijo:

- He hecho un mal negocio. Apenas hace tres días que compré al tío Blas todo el terreno sembrado que se ha quemado hoy; el excelente hombre necesitaba dinero para librar de las quintas a su hijo mayor. Mucho valía lo que se ha perdido por algún descuido sin duda. Y tú, hijo mío, has sido el más perjudicado porque con la venta de ese trigo había pensado comprarte el caballito que me has pedido tantas veces.

Carlos, arrepentido de su falta, juró no dejarse vencer más por la ira, que hace nacer crueles deseos de venganza.

El castigo había sido para él; le habían dado una paliza, se había quedado sin cometa y sin caballo, y los que antes eran sus amigos lo trataban con el más frío desprecio.

Lo primero que hizo el día siguiente fue ir a la huerta del tío Blas. Allí lo encontró trabajando, y el buen hombre, que no le quería mal, lo recibió perfectamente. Lo hizo pasar a su casita donde encontró a Alfonso comiendo la mejor fruta que allí se cogía y que el labrador le había dado. El niño tenía marcadas las señales de los palos recibidos, y Carlos, al verle, no pudo menos de avergonzarse.

- Esta fruta, dijo el tío Blas, es de la poca que se salvó el día en que asaltasteis mis huerta; por una vez pase, pero ¡ay de vosotros si volvéis!

- Perdone usted, tío Blas, murmuró Carlos; y tú, Alfonso, perdóname también.

- Con todo mi corazón, exclamó el generosos niño abrazándole.

En un rincón vio una cometa que le pareció la suya.

- Eso, dijo el tío Blas que adivinó su pensamiento, me lo ha traído tu padre.

- Sabe mi padre acaso...

- Ayer se lo he contado todo y me ha entregado dinero para Alfonso y su madre, que han sido tan buenos que no te han querido denunciar; y también esa cometa que, si no es la tuya, debe de ser igual a la que tenías y que h causado tantos males. La cometa es ya de Alfonso.

Carlos, tan justamente castigado, tuvo bastante fuerza de voluntad para vencer en lo sucesivo su ira, llegando a ser un niño bueno, amigo y protector de Alfonso y un excelente compañero de Paco y de los otros muchachos del lugar.

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