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Miguel Sawa

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Un gran artista

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Tiró el buril al suelo con ademán de loca desesperación, y dirigiéndose a la modelo, que continuaba aún de pie sobre la plataforma:

—Hemos terminado por hoy. Puedes retirarte.

La muchacha no se hizo repetir la orden, y corriendo a saltitos como los pájaros, el pelo suelto sobre la desnuda espalda, fuese a vestir detrás de un biombo, muy satisfecha con aquella determinación del maestro.

—Bueno, pues hasta mañana. Tempranito, ¿eh?

Eran las siete de la tarde y comenzaba a faltar luz en el estudio.

El pobre artista quedose unos momentos parado delante de su obra, y golpeándose la cabeza con rabia, los ojos llenos de lágrimas:

—Decididamente yo no puedo decir como Andrés Chenier: «¡Aquí hay algo!»

Después, algo más tranquilo:

—Ha terminado mi vida artística. Estoy harto de luchar inútilmente. Me he convencido de que soy un pobre diablo. En el arte no debe haber términos medios: ó todo o nada. No creas que me hallo en una de esas malas horas de desanimación, que padecemos todos. Estoy tranquilo y sereno. Antes tenía una venda sobre los ojos que me impedía ver... Ahora veo claro. No quiero ser un cualquiera, un artista más. ¡Aspiro a la gloria! Y ya ves qué desgracia; ¡tengo la cabeza vacía!

Y con voz irritada, los ojos febriles, pálido, convulsionado, llena la cara de gestos.

—No tengo otro remedio sino retirarme a la vida privada. Me declaro vencido. ¡Qué diablo, todos no hemos de nacer genios!

Y amenazando al cielo con los puños:

—¡Pero ser impotente!...

No me fue posible calmarle. El pobre artista estaba bien convencido de su nulidad.

— ¡Bah! es inútil que trates de engañarme.

Y apretándome las manos nerviosamente:

—¡Gracias, amigo mío!

* * *

Pasó mucho tiempo sin que volviese a ver al pobre Álvarez. Acaso se habría marchado al extranjero a ocultar su derrota.

Y fue una gran satisfacción para mí el día aquel en que le hallé en el Retiro, llevando de la mano a un precioso chiquitín de unos tres años de edad.

—Sí; soy yo. Álvarez, el escultor. ¡Ah! Te extraña verme tan gordo y sanote. ¡Qué quieres, chico, la buena vida! El arte me mataba... Ahora, ya ves, estoy fuerte como un roble.

Y sonriéndose, con voz que hacía temblar la emoción:

—Voy a enseñarte mi mejor obra.

Agarró el pequeño en brazos.

—Mi hijo... ¡Ya ves que soy un gran escultor!

Era aquel niño, en verdad, un admirable ejemplar humano. Recordaba a los ángeles de Murillo. Tenía el pelo rubio y rizado y los ojos azules. Reía...

—Sí, amigo mío—añadió Álvarez con tono de triunfo—la Naturaleza es superior al Arte.

Y besando a su hijo en los ojos:

—¡A ver si hay ahora quien se atreve a asegurar que yo no soy un gran artista!

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