Creo que nevaba. Los vagos ruidos de la calle apenas turbaban el silencio. No parecía sino que estuviésemos en el campo, durante las plácidas noches de otoño en que también duermen las hojas de las arboledas. Habíamos charlado, charlado interminablemente tomado el té. Friolera, Maggy se apelotonaba ante el fuego de la chimenea, al suave resplandor amarillo de la lámpara, parecían más rubios sus cabellos.
Miró maquinalmente el péndulo. Las agujas iban señalar media noche.
- ¡Ah, qué malo eres! - murmuró-. Has hecho que olvidase la misa del gallo.
Y apoyando en mi hombro su gentil cabeza, cerrados los párpados como si intentase renovar la impresión de un viejo ensueño, repuso lentamente:
-¿Te acuerdas, el año pasado, cuando hubimos de interrumpir nuestras confidencias en el canapé rojo, para acompañar a mamá al oficio?
¡Si me acordaba yo!... y de la iglesia invadida de sombra, y de las viejas devotas leyendo sus plegarias con el cabo de vela encendido en la mano! Sentámonos en un rincón obscuro. Las sillas bajas se tocaban. Sentiala contra mí, algo estremecida bajo sus pieles, más dueño ella en medio de la muchedumbre. Los órganos salmodiaban a la sordina añejos motetes, los villancicos olidos en la niñez, de frescura pastoral conmovedora. Y como si hubiésemos vagado solos entre las olmedas de un parque, aplicábamos amorosas palabras a aquella música ingenua y repetíamos la única oración que nos era familiar...
***
Maggy levantose suspirando.
- ¿Dónde está la cena de Noche Buena que aquel día me prometiste para esta noche? ¡Ah, ya no piensas en ella!
No supe qué responder. Estaba acostada la servidumbre. Reinaba en la casa quietud completa.
- ¡Y si pusiésemos nosotros mismos el cubierto!
Corrimos al comedor. Extendimos el mantel en la mesa, colocamos los platos. Y huroneando a la ventura, chanceándonos, derribando tazas y copas, desvalijamos el armario. Salió un tarro de foie-gras, bananas, melocotones en almíbar, y en el fondo, en el mismo fondo, apareció una botella de champagne, coronada con su casco de oro.
Gozosa en extremo, Maggy palmoteó.
- ¡Maridito, maridito! Vamos a chisparnos!
¡Oh qué cena exquisita! ¡Oh paz profunda, en la que sólo vibraba su voz argentina al suave calor del nido amado..., desparramados los cubiertos como para una comidita de muñecas, tocándose ambos platos...
Nos abrazábamos más que comíamos. De pronto advertimos la falta de copas. Mi adorada Maggy, vivaracha lista¡ quitose uno de sus zapatos de raso blanco, lo llenó de champagne y ofreciómelo...
¡Y unimos nuestros labios para vaciarlo juntos!
Los dorados rizos de su frente jugueteaban por ella trazando como una aureola de rayos de sol. Sus ojos tenían transparencias de agua misteriosa, que en la serena noche refleja fulgores de estrellas.
Sentose en mis rodillas y enlazó mi cuello con sus brazos mórbidos
- ¡Te amo, te amo! exclamó apasionadamente¡ ¡y nunca dejaré de amarte!
Y entre besos locos, mordía yo sus labios, repitiendo:
-¡Te amo, te amo!... ¡a nadie amé, ni puedo amar sino ti!...
***
Adorado zapatito blanco, ayer te hallé entre amarillentas esquelas residuos de amor olvidados, y mis labios se apoyaron devota, dolorosamente en tu ajada seda como en una reliquia, ¡una reliquia que ha conservado algo de la felicidad desvanecida!
Publicado en la revista "París alegre" el 1 de julio de 1902