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1861

Hartzenbusch

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La alacena

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Caminando un relator
del Consejo de Ultramar,
hizo noche en un lugar
en casa de un labrador.

Acompañaba al viajero
un tal Ayerbe de Ruiz,
mozo de experta nariz,
pero insigne majadero.

Cenaron en paz de Dios,
trataron de madrugar
y hubieronse de acostar
en una alcoba los dos.

Veíanse en los costados
de la estancia, frente a frente,
iguales perfectamente,
cuatro postigos cerrados.

El un par era un balcón,
el otro correspondía
a una alacena en que había
seis quesos de Villalón.

Cogió el sueño tarde y mal
el relator, y durmiendo
soñó sentir el estruendo
de un turbión descomunal.

Cerca de la madrugada
le dijo al Fulano Ayerbe:
—Levántese usted y observe
si huele a tierra mojada.

Saltó Ayerbe de su lecho,
y a tientas de mano y pie,
por ir al balcón, se fue
a la alacena derecho.

Abrió, zampó la cabeza,
y aunque miró y remiró,
tan negro el boquete halló
como el resto de la pieza.

Pero un olor en seguida
percibió en aquel recinto,
que le pareció distinto
del de tierra humedecida.

Y entonces dijo el camueso
con mucha formalidad:
—No hay en el aire humedad;
está oscuro y huele a queso.

Así ciega y tontamente
críticas hacen famosas
los que no miran las cosas
desde el punto conveniente.

Tacha de oscuro y condena
tal concepto Santillana,
y es que huye de la ventana
y se asoma a la alacena.

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