Nadie en el mundo sabe contar tantos cuentos como Fernandillo. Los cuenta admirablemento. Al anochecer, cuando los niños están tranquilamente sentados en la mesa o en sus banquetas, llega poco a poco Fernandillo, por mal nombre El Sueño. No se le oye subir la escalera, porque sus pies son tan ligeros que parece que gasta zapatillas de pluma: abre suavemente la puerta, y echa unos polvitos en los ojos de los niños con mucha delicadeza, pero siempre en cantidad bastante para que no los puedan tener abiertos, y por consiguiente para que no le puedan ver. Se desliza por detrás de ellos, les sopla en el cuello, lo cual les pone la cabeza pesada sí, pero no les hace daño, porque Fernandillo es muy amable con los niños; procura solamente que se estén quietos, y sabido es que no lo están sino cuando duermen.
Quiere que se estén quietos, para que escuchen sus preciosos cuentos.
Apenas se han dormido los niños, Fernandillo se sienta en su cama. Tiene un vestido precioso: lleva un traje de seda, que tiene reflejos verdes, rojos, azules y amarillos, según el lado de que se vuelve. Debajo de cada brazo lleva un paraguas: uno de ellos está adornado con bonitas estampas, y éste le abre por irima de los niños que son buenos, y entonces sueñan toda la noche con historias muy agradables.
El otro paraguas, que es de color plomizo, lo abre sobre la cabeza de los niños que son malos, los cuales duermen de una manera estúpida, y al otro día, cuando despiertan, no han soñado nada. A los que ya se pasan de malos, les hace soñar con pesadillas angustiosas y terroríficas.
Veamos ahora cómo Fernandillo viene tpdas las noches, durante una semana, a visitar a un niño que se llama Rataelito, y oigamos las siete historias que le cuenta, una cada noche, en el espacio de una semana.
DOMINGO
—Escucha un momento, dijo Fernandillo a Rafaelito esta noche, después que éste se había acostado: vas a ver una cosa que te llamará la atención.
Rafaelito observó que todas las flores que estaban en sus tiestos empezaron a crecer hasta que se convirtieron en grandes árboles que extendían sus largas ramas hasta la alfombra y hasta lo largo de las paredes, de manera que la habitación se parecía a un magnífico bosque; todas las ramas estaban cubiertas de grandes flores de enorme tamaño y de los más delicados matices. Exhalaban un perfume delicioso. Rafaelito se llevó a la boca una de sus hojas, y al saborearla la encontró un gusto más exquisito que el de las más delicadas confituras. Los frutos brillaban como el oro y como el cristal más transparente, y había también en las ramas pasteles llenos de cremas y de dulces sabrosísimos. Eran de una belleza incomparable. Al mismo tiempo, sin eiv.bargo, salieron del baúl que encerraba los libros de Rafaelito unos gruñidos extraños.
—Voy a ver qué bay allí, dijo Rafaelito.
Y se acercó a la mesa y abrió el cajón. Algo se agitaba y removía de una manera terrible en la pizarra. Era que al hacer Rafaelito sus cuentas en la tarde anterior en la pizarra, Había equivocado un número, y éste parecía que iba a dislocarse; de tal modo quería saltar entre los otros.
Tanta fuerza hacía, que el lápiz saltó con la cuerdecita que le retenía en la pizarra, como si fuera un perrillo y quisiera rehacer la operación; pero no podía.
Un instante después se oyeron gritos lastimosos en el cuaderno de escritura de Rafaelito. Aquello era desastroso. De arriba abajo, en cada página se veían grandes letras que cada una tenía a su lado otra más pequeña: habían servido como modelos, e inmediatas a ellas había otras letras chiquitas que hubieran estado muy bien hechas si Rafaelito hubiera puesto más cuidado; pero las había hecho muy deprisa, y estaban ¿umbadas como si las hubieran dejado caer en la línea en que debían de estar derechas.
—¡Ea! poneos así, como es debido, dijo el modelo, y haced como yo un movimiento vigoroso y elegante.
—Eso querríamos, dijeron las letras deRafaelito, pero no podemos; estamos muy enfermas.
—Entonces os administraré un remedio.
—No, eso no, exclamaron, enderezándose tan vivamente, que era muy divertido verlas.
—Ahora, dijo Fernandillo, voy a enseñar el ejercicio a estas gallardas letras. Una, dos; una, dos.
Y de esta manera ejercitó a las letras, que concluyeron por tomar una posición tan derecha y tan graciosa como las del modelo mismo.
Fernandillo se marchó; pero cuando Eafaelito examinó las letras a la mañana siguiente, estaban tan mal liechas como el día antes.
LUNES
Aquel día, en cuanto Rafaelito se acostó, Fernandillo tocó con uno de sus paraguas los muebles de las habitaciones, y todos en seguida se pusieron a charlar, hablando cada uno de sí mismo, cosa que también suelen hacer las personas. La escupidera fue la única que se quedó sola' muy incomodada de que los otros muebles tuviesen bastante vanidad para no hablar más que de sí mismos, sin prestarla a ella la menor atención, y eso que se mantení i modestamente en un rincón y tenía la honra de recibir salivazos de una porción de personas notables.
Encima de la consola estaba colgado un gran cuadro con marco dorado, que representaba un lindo paisaje. Había en él árboles lozanos y árboles viejos, pequeños y grandes, de corteza lisa y de tronco rugoso, flores en la hierba, y un ancho río, que, rodeando el bosque, lamía las faldas de algunos cerros, pasaba por delante de muchos castillos e iba a perderse después en el mar.
Tocó Fernandillo con su paraguas, y al momento adquirid todo animación y vida: los pájaros principiaron a cantar, las ramas a moverse y las nubes a continuar su camino: hasta se podía ver su sombra adelantarse y eubrir el paisaje, que había crecido hasta presentar tamaño natural.
Entonces Fernandillo levantó a su amigo Rafaelito hasta el marco, le hizo poner los pies en el cuadro en medio de la alta hierba, y le dejó allí.
El niño sentía que el sol le inundaba con sus rayos al través de las ramas de los árboles. Corrió hacia el agua, y entró en una barquilla que se balanceaba en ella y que estaba pintada de encarnado y blanco. Las velas brillaban como plata; y una media docena de cisnes, con coronas de oro alrededor del cuello y una estrella azul reluciente sobre su cabeza, tiraron de la barca y la llevaron dulcemente hacia el frondoso bosque, donde los árboles se contaban historias de ladrones y hechiceros, y las flores preciosas aventuras de hadas encantadoras y otras cosas bonitas que les habían referido las mariposas, que, como tienen treinta y seis mil ojos, ven muchas cosas que nosotros no podemos adivinar.
Tras el barco nadaban hermosos pescados cubiertos de escamas de oró y plata; de vez en cuando saltaban , y el agua salpicaba con ruido, y detrás de ellos volaban bandadas de aves rojas y azules, grandes y pequeñas. Los mosquitos danzaban y entonaban alegres músicas, los saltamontes zumbaban, y daban enormes saltos: todos querían acompañar a Rafaelito, y todos tenían historias que contarle.
El niño observó una cosa curiosísima. Cuanto más poblados y sombríos estaban los bosques en el cuadro, tanto más se parecía ahora a un jardín soberbio lleno de flores e iluminado por el sol. Por doquiera se veían grandes castillos de cristal, oro, plata y mármol; princesas bellísimas se asomaban a los balcones, y todas eran niñas conocidas de Rafaelito, y con las cuales había jugado muchas veces.
Le extendían las manos, y le presentaban un pastelito en forma de corazón, y de un dulce tan delicioso, como jamás se ha vendido en pastelería alguna. Rafaelito, al pasar cerca de una niña muy hermosa, cogió el corazón por uno de los lados; pero la niña apretó los dedos tan bien , que se quedó cada uno con un pedazo, aunque el de Rafaelillo fue el mayor, y le supo a gloria.
En la puerta de cada castillo daban la guardia guerreros vestidos con armaduras de plata, los cuales le saludaron con su sable de oro, dándole frutas, soldados de plomo y hermosos juguetes.
Así navegó Rafaelito unas veces al través de los bosques, otras en medio de desfiladeros sombríos, otras por cerca de una ciudad. Al fin pasó también por donde vivía la niñera a quien siempre había querido mucho; le saludó y le hizo una señal con la cabeza, mandándole con la mano besos que él sentía sobre sus mejillas.
Detrás del niño seguían volando aves preciosas; las flores parecían bailar en sus tallos, y los árboles viejos inclinaban la cabeza, absolutnmonte lo mismo que si Fernándillo, o sea El Sueño, les hubiera contado también una historia divertida.
MARTES.
Aquella noche llovía de una manera espantosa. Rafaelito lo oía dormitando, y cuando Fernandillo abrió la ventana, el agua llegaba casi hasta el piso tercero. Claro está que todo esto se lo figuraba Rafaelito. Por fuera era todo un gran lago, y cerca de la casa estaba amarrado un gran navío.
—¿Quieres venir conmigo? le dijo Fernandillo; podrás visitar esta noche una porción de países y estar de vuelta aquí mañana.
Pronto Rafaelito, con su hermoso traje de los domingos, se encontró en medio del barco: tan luego como el tiempo se puso mejor, atravesaron las calles, dieron vuelta a la iglesia y entraron en un gran lago. Marcharon mucho tiempo, hasta que perdieron de vista la tierra y vieron una bandada de cigüeñas que dejafean también su domicilio para ir en busca de los países cálidos.
Seguían volando siempre una detrás de otra, y ya llevaban recorrido un gran espacio de camino. Había entre ellas una tan fatigada, que sus alas no podían ya sostenerla: era la última de la banda, y en breve se quedó detrás a una gran distancia. Al fin bajó con las alas extendidas, y su vuelo fue disminuyendo cada vez más; hizo algunos esfuerzos, pero inútilmente.
Sus pies tocaron bien pronto las cuerdas del buque, se escurrió por debajo de las velas, y al fin cayó en la cubierta.
La cogió un grumete, y la metió en el gallinero, entre la gallinas, los patos y los pavos; la pobre cigüeña se encontraba molestada hallándose en medio de estas aves.
—¡Vaya un tipo raro! dijeron las gallinas.
El gallo de Indias se inñó tanto como podía, y preguntó quién era. Y los patos retrocedieron gruñendo: »¿Que es esto? ¿qué es esto?, ¿qué es esto?»
La cigüeña les habló del África, de la ardiente África, de las pirámides, del avestruz, que parece un caballo salvaje que recorre el desierto. Pero los patos no comprendieron una palabra y continuaron gruñendo más.
— Todos estamos de acuerdo, decían, en que es una estúpida. —No cabe duda, es extraordinariamente necia, dijo el gallo de Indias: y se estiró gritando: ¡glu-u-u-u!
La cigüeña se calló entonces, y pensó en África, su patria.
—Tenéis allí las pantorrillas demasiado delgadas, dijo el pavo. ¿A cómo ha pagado usted la vara?
—¡Kuac, kuac, kuac! dijeron los patos burlándose; pero la cigüeña se encogió de hombros sin hacerles caso.
¿Por qué no te ríes como nosotros? la preguntó el pavo. ¿Es que no te parece ingeniosa mi pregunta? Quizá va más allá de tu inteligencia. ¡Oh, qué talento tan limitado! ¡Vaya! dejemos a esa tonta y no nos ocupemos sino de nosotros.
Enseguida hizo ¡glú, glú, glú-u! y los patos hicieron ¡kuac, kuac!
Entonces empezaron a divertirse en grande. Rafaelito fue al gallinero, abrió la puerta y llamó a la cigüeña, que saltó hacia él en la cubierta. Había descansado, y parecía hacer señales a Rafaelito para darle las gracias por su amabilidad. Después desplegó sus alas y voló hacia los países cálidos.
Entonces las gallinas cloquearon, los patos charlaron en su lengua, el gallo de Indias lanzó un ¡ki ki ri ki! y su cresta se puso roja como el fuego.
—Mañana liaremos una buena pepitoria con vosotros, pensó Rafaelito: pero se despertó muy admirado de encontrarse en su camita. ¡Qué extraño viaje le había obligado a hacer aquella noche Fernandillo!
MIÉRCOLES.
—Escucha, dijo aquella noche Fernandillo, y no tengas miedo; voy a enseñarte un ratoncito; y le enseñó un gracioso animalito que tenía en la mano. Ha venido para invitarte a una boda; dos ratoncitos van a casarse esta noche; viven bajo el escalón de la ventana del comedor y tienen una habitación muy bonita.
—¿Y cómo me arreglaré para entrar en ella por un agujero tan pequeño?
—No tengas miedo, dijo Fernandillo, que yo te pondré tan delgado que puedas pasar.
Y tocó a Rafaelito con su varita de virtudes, y empezó a disminuir de tamaño, continuando de esta manera disminuyendo hasta que se redujo a la altura de una pulgada.
— Pídele ahora prestados sus vestidos a uno de los soldados de plomo; te sentarán muy bien, y además es muy bonito llevar un uniforme cuando se va de sociedad.
—Tienes mucha razón, dijo Rafaelito; y en breve se encontró vestido como un bonito soldado de plomo.
—¿Quiere usted tener la bondad de sentarse en el dedal de su mamá, dijo la ratita, y tendré el honor de llevarle?
—¡Cómo, señorita! ¿vá usted a tomarse este trabajo?
Y así, con estos mutuos cumplimientos, llegaron a la boda de los ratones. Atravesaron primero, bajo el escalón, un largo pasillo, que era bastante alto para dejarles pasar, y estaba iluminado con madera podrida que brillaba como el fósforo.
—Creo que esta habitación le parecerá a usted muy elegante, dijo la ratita, que le iba guiando, Todo el pasillo acaba de ser frotado con grasa. Es muy lujoso todo esto.
Después entraron en el salón. A la derecha estaban las ratitas, que murmuraban y cuchicheaban como si cada cual se burlase de su vecina, de igual modo que sucede entre las personas; a la izquierda estaban los caballeros atusándose el bigote con ía pata. En medio del salón estaban los futuros esposos en pie, colocados en una corteza de queso de bola como se verificase su matrimonio, y los días felices que veían en lontananza, después de verificar su enlace.
Seguían llegando nuevos invitados; la multitud era tan grande, que una señora estuvo a punto de espachurrar a otra; los novios estaban en medio de la puerta, de modo que era tan imposible entrar como salir. La habitación, así como el pasillo, había sido frotada de grasa, y este agradable olor parecía a las ratas y ratones el colmo de la elegancia. A guisa de postres había algunos guisantes verdes, en uno de los cuales un ratón había labrado con sus dientes las iniciales de los futuros esposos. No se ha yisto nunca una cosa tan magnífica.
Todos los ratones invitados declaraban que esta boda era una de las mejores a que habían asistido y que la conversación se había hecho notable por su buen tono, su variedad y su delicadeza.
Rafaelito volvió a su casa de la misma manera que le habían llevado; estaba contento por haber estado en una sociedad tan distinguida, pero también se había visto obligado a reducir su talla a la más mínima expresión, a amenguarse extraordinariamente y a vestirse el uniforme de uno de sus soldados de plomo.
JUEVES.
—No puedes figurarte cuántas personas de edad hay que quieren vaya a verlos con frecuencia, dijo Fernandillo al niño en la noche siguiente. Sobre todo, pertenecen a esta clase los que han liecho algo malo. «Fernandillo, me dicen cuando no pueden dormir, no podemos cerrar los párpados y nos pasamos toda la noche teniendo delante de nosotros nuestras malas acciones, que bajo las formas de feos hechiceros, se sientan en nuestra cama, nos tiran de los pies y nos martirizan. Si quieres venir a echarles, y a procurarnos un buen sueño, dicen suspirando profundamente, te lo pagaremos bien. Haznos ese favor, Fernandillo; junto a la ventana está el dinero contado.» Pero yo no hago nada por el dinero, añadió El Sueño, sonriendo, maliciosamente.
—¿Dónde me vas a llevar esta nodie? preguntó Rnfaelito.
—Si tú quieres, iremos a otra boda muy diferente de la de ayer. El muñeco grande de tu hermana, que parece un hombre y que se llama Pepe, va a casarse con la muñeca Pepita; además es el santo de los dos y les van a hacer muy bonitos regalos.
—¡Ah! eso ya lo sé yo, dijo Rafaelito. Siempre que las muñecas necesitan vestidos nuevos, mi hermana dice que son sus días o que se ran a casar; es la centésima vez que hace esto.
—Pues bien, será la boda número ciento uno la de esta noche, y después no habrá más. Así es que será extraordinariamente magnífica. Conviene que no dejemos de asistir.
Rafaelito dirigió su vista hacia la mesa. La casita de cartón estaba toda iluminada, y en la parte de afuera los soldados de plomo presentaban las armas a todos los invitados. Los novios estaban sentados muy pensativos (y tenían sus razones para estar así) en el suelo, apoyándose en el pie de la mesa y mirándose uno a otro con ternura, no exenta de algún recelo, porque la muñeca, aunque guapa, tenía muy mal genio, y el muñeco lo sabía. Fernandillo, vestido con el traje negro de su abuela, los casó. Cuando concluyó el matrimonio, todos los niuebles de la habitación estoparon una canción muy bonita compuesta por un lápiz, sobre motivos de las más populares zarzuelas.
En seguida los recién casados recibieron sus regalos; únicamente rehusaron toda clase de comestibles, porque con su amor les bastaba.
—¿Quieres que escojamos una habitación de verano cuando vayamos a viajar? preguntó el esposo.
—¡Yaya una ocurrencia! dijo la muñeca; querer habitación de vefamo el día de San José.
—Bien, mujer, no te enfades, dijo el muñeco muy afligido.
Le pidió consejo en seguida a la golondrina, que había corrido mucho mundo, y a la gallina vieja, que ya por cinco veces había conseguido sacar sus huevos. La golondrina habló de los países cálidos y magníficos en que las uvas son enormes, donde el aire es suave y donde las montañas son de todos colores, como nunca se ven aquí.
—¡Vaya un país! Allí no habrá repollos rojos como aquí, dijo la gallina. Yo he habitado en el campo con mis pequeñuelos durante todo un estío. Allí había un arenal donde nos paseábamos y donde podíamos escarbar a nuestro gusto, y éramos admitidos en un jardín donde había muchos repollos lojos. Todo esto era magnífico. No puedo figurarme nada más hermoso.
—Este país es muy triste, todos los días se parecen, dijo la golondrina, y además hace muy mal tiempo.
—Ya está una acostumbrada, replicó la gallina.
—Pero lo más frecuente es que haga muclio frío y que granice, añadió la golondrina.
—Esta temperatura prueba muy bien a los repollos, repuso la gallina; por lo demás, también aquí ha hecho calor algunas veces. ¿No tuvímas hace cuatro años un verano que dum cinco semanas? Hacía tal calor, que no se podía respirar. Además, aquí no tenemos todos los animales venenosos que hay en otros países. Y raras veces oímos hablar de ladrones. El que no piensa que lo mejor del mundo es su país, es un malvado que no merece habitarlo. Además, añadió orgullosamente, también yo he viajado, he pasado una colina que tenía más de dos leguas; pero no encontré placer alguno en viajar.
—La gallina me parece una mujer razonable, dijo la muñeca Pepita; no necesito ver las montañas. Eso no sirve más que para subir y bajar. No, nos iremos mejor a establecer en el arenal, fuera de las puertas de la ciudad, y nos pasearemos por el jardín de los repollos.
El muñeco suspiró con aire de resignación viendo que su mujer empezaba a dominarle desde el primer día.
VIERNES.
—¿Me vas a contar boy otra historia? dijo- Rafaelito luego que Feroandillo le bubo dormido.
—No, esta noche no tenemos tiempo, replicó El Sueño desplegando por encima de él su magnífico paraguas. Mira un momento estos chinos.
Todo el paraguas parecía una gran copa china, cubierta de árboles azules y de puentes de formas extrañas, con muchos chinitos que movían la cabeza.
—Es necesario que nos preparemos bien para pasado mañana, que será Domingo. Voy a ir a las torres de la iglesia para ver si los duendecillos limpian las campanas pira que tengan un sonido agradable: luego voy a ir al campo a ver si el viento se lleva el polvo de la hierba y de las hojas. Por fin, y esto es lo más difícil, voy a ir a buscar todas las estrellas para limpiarlas. Las pongo en mi delantal; pero es preciso primero que cada una de ellas esté numerada, y que los agujeros en que están fijas estén también numerados. Sin esto podría engañarme de lugar y colocarlas mal, y entonces habría en el cielo demasiadas estrellas errantes, porque correría una detrás de otra buscando su antiguo sitio.
— ¡Eh, cuidado! Escuche usted un momento, señor Ferna-ndillo, dijo un antiguo retrato colgado de la pared que tocaba al lecho de liafaelito. Yo soy el abuelo de Rataelito. y agradezco a usted que le cuente historias a mi niño; pero no me parece bien que le trastorne usted la cabeza. ¿Cómo va usted a bajar las estrellas para limpiarlas? Las estrellas son mundos como nuestra Tierra y mucho mayores aún. y eso es precisamente lo que tienen de bueno.
— Te agradezco la lección, abuelo, dijo Fermindillo; pero lo que me has dicho me lo sabía yo hace mucho tiempo. Lo que hay es que yo no enseño ciencia a los niños; me contento con distraerlos. Pero ya que me has puesto la cara colorada, me voy y cuéntale tú lo que quieras.
Y Fernandillo cogió su paraguas y se fue muy incomodado.
—¡Yaya un amor propio tan exagerado y tan fuera de lugar! Ya no le es a uno permitido decir su opinión, dijo gruñendo el antiguo retrato.
Rafaelito se despertó.
SÁBADO.
—Buenas noches, dijo Fernandillo al entrar.
Y en seguida fue a la pared y volvió el retrato del abuelo del niño, para que no se mezclase en la conversación, como la víspera.
—¡Ea! dijo Raíaelito, ahora cuéntame alguna historia; cuéntame la de los cinco guisantes que vivían en una vaina, y la aguja gorda que se creía tan fina como una aguja de bordar.
—No, no hay que abusar de los cuentos; lo bueno puede también cansar, dijo Fernandillo. Tú sabes perfectamente que me gusta enseñarte algo nuevo; esta noche te voy a enseñar a mi hermano. Se llama Ginesillo, pero no hace más que una sola visita a una persona. Lleva en su caballo al que ha visitado, y le cuenta historias. No sabe más que dos; una es tan admirablemente bonita como nadie en el mundo puede tener una idea; la otra es tan fea y tan terrible, como no se puede concebir siquiera.
Entonces Fernandillo llevó al niño Rafaelito hasta la ventana, y le dijo:
—Allí verás tú a mi hermano Ginesillo: se llama también la Muerte. ¿Lo ves? No es tan feo como se le representa en los libros de estampas, donde no es más que un esqueleto. Al contrario, tiene bordados de plata en su vestido y lleva un bonito uniforme de húsar, un manto de terciopelo negro flota por detrás de él. ¡Mira con qué gallardía se adelanta en un coche tirado por seis caballos!
Rafaelito vio adelantarse al hermano de Fernandillo, haciendo subir en su caballo un gran número de personas jóvenes y viejas; colocó a unas delante de sí y a otras detrás; pero principiaba siempre por decirles:
—Vamos a ver el cuaderno de la vida de usted y las notas que tiene: ¿qué tal son?
—Muy buenas, respondían todas las personas.
—Quiero verlas por mí mismo, les decía.
Y les obligaba a enseñarles sus notas. A todos los que tenían Bien o Muy bien, los fue colocando en la parte de delante del coche, y le oyeron contar historias admirables. Pero a los que tenían Regular o Mal, los puso detrás y tuvieron que oir historias horribles. Temblaban y lloraban y querían echarse abajo del caballo, pero no podían, porque estaban como atados.
—Sin embargo, Pernandillo, tu hermano la Muerte no es tan feo como yo creía; no le tengo miedo.
— Y tienes mucha razón, dijo El Sueño, sólo que has de cuidarte de tener siempre en tu cuaderno muy buenas notas.
—¡Oh! esto es muy instructivo, murmuró el retrato del abuelo; ya ve usted, señor Fernandillo, cómo algunas veces es conveniente decir con franqueza su opinión.
Y se quedó muy satisfeclio.
Tales son los cuentos de Fernandillo, querido lectorcito, y si viene esta noche, él te los contará más lindos aún.