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López Portillo y Rojas

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Reloj sin dueño

Capítulo 3

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Otilia no sabía cómo interpretar la tardanza de su esposo, y estaba seriamente acongojada. Pocas veces daban las diez a Zendejas fuera de casa; de suerte que, al observar la joven que pasaba la medianoche y que no llegaba su marido, figurose lo peor, como pasa siempre en casos análogos. 

 “De seguro, algo le ha sucedido —se decía—; no puede explicarse de otra manera que no se halle aquí a hora tan avanzada... ¿Habrán sido los bandidos?... Y si le han conocido y él se ha defendido, como de fijo lo habrá hecho, pueden haberle herido, o matado tal vez... No lo permita Dios... ¡La Santísima Virgen le acompañe!” 

 Pensando así, no dejaba de tejer una malla interminable, que destinaba a sobrecama del lecho conyugal, y sólo interrumpía de tiempo en tiempo el movimiento de sus ágiles y febriles dedos, bien para enjugar alguna lágrima que resbalaba de sus pestañas, o bien para santiguar el espacio en dirección de la calle por donde debía venir el ausente... ¿Qué haría si enviudaba? No había en todo el mundo otro hombre como Félix... ¿Y sus pobres hijos? Eran tres, y estaban muy pequeños. ¿Capital? No lo tenían; el sueldo era corto, y se gastaba todo en medio vivir. Sufrían muchas privaciones y carecían de muchas cosas necesarias. Nada, que iban a quedar en la calle; se vería precisada a dejar aquella casa que, aunque lejana, era independiente y cómoda; ocuparía una vivienda en alguna vecindad. ¡Qué oscuras y malsanas son las viviendas baratas! Ahí enfermarían los niños. 

 Su imaginación continuaba trabajando sin cesar. Tendría que coser ajeno para pagar su miserable sustento; los niños andarían astrosos y descalzos; no concurrirían a colegios de paga, sino a las escuelas del gobierno, donde hay mucha revoltura; aprenderían malas mañas; se juntarían con malas compañías; se perderían... 

 Llegó tan lejos en aquel camino de suposiciones aciagas, que se vio en la miseria, viuda y sola en este mundo. Negro ropaje cubría su garbosa persona, y el crespón del duelo marital colgaba por sus espaldas; pero, ¡qué bien le sentaba el luto! Hacíala aparecer por todo extremo interesante. ¿Volvería a tener pretendientes?... Si algo valían su gracia y edad, tal vez sí; pero fijando la atención en su pobreza, era posible que no... Aficionados no le faltarían, pero con malas intenciones... ¿Y caería? ¿O no caería?... ¡La naturaleza humana es tan frágil! ¡Es tan sentimental la mujer! ¡Y son tan malos los hombres! Nadie diga de esta agua no beberé. ¡Oh, Dios mío! 

 Y Otilia se echó a llorar a lágrima viva sin saber bien si despertaban su ternura la aciaga y prematura muerte de don Félix, o la viudez de ella, o la orfandad de los hijos y su mala indumentaria, o el verlos en escuelas oficiales y perdidos, o mirarse a sí misma con tocas de viuda (joven y agraciada), o el no tener adoradores, o el ser seducida por hombres perversos, que abusasen de su inexperiencia, de su sensibilidad y de su desamparo... ¡y, sobre todo, de su sensibilidad!... Porque bien se conocía a sí misma; era muy sensible, de aquel pie era precisamente de donde cojeaba. Era aquélla la coyuntura donde sentía rajada la coraza de hierro de su virtud... Y si alguno era bastante avisado para echarlo de ver, por ahí le asestaría la puñalada, y sería mujer perdida... ¡Oh, qué horror! ¡Cuan desdichada es la suerte de la mujer joven, hermosa, desamparada y de corazón!... ¿Por qué no tendría en vez de corazón un pedazo de piedra?... Aquella entraña era su perdición; lo sabía, pero no podía remediarlo. 

 Por fortuna, sonó repetidas veces el timbre de la puerta, en los momentos mismos en que ya la desbocada imaginación de la joven empujábala al fondo del precipicio, y se engolfaba en un mundo inextricable de desgracias, pasiones y aventuras, de donde no era posible, no, salir con los ojos secos... El retintín de la campanilla eléctrica la salvó, por fortuna, sacándole muy a tiempo de aquel báratro de sombras y de sucesos trágicos en que se había despeñado. El sensible y peligroso corazón de la joven dio varios vuelcos de júbilo al verse libre de todos esos riesgos; viudez, tocas negras, muerte de los niños, acechanzas, tropiezos y caídas. Por otra parte, el timbre sonaba fuerte y triunfal; con la especial entonación que tomaba cuando Zendejas volvía victorioso y alegre, por haber dicho cuántas son cinco al lucero del alba, o por haber dado un revés a un malcriado, o por haber regalado un puntapié a cualquier zascandil. Así lo presintió Otilia, quien corrió a abrir la puerta, llena de gozo, para verse libre de tantos dolores, lazos y celadas como le iba tendiendo el pavoroso porvenir. 

 Y, en efecto, venía don Félix radiante por el resultado de la batalla acabada de librar con el astuto ladrón que le había asaltado en la vía pública, y por el recobro del reloj y de la leontina. 

 —¡Félix! —clamó Otilia con voz desmayada, echándose en sus brazos—. ¿Qué hacías? ¿Por qué has tardado tanto? Me has tenido con un cuidado horrible. 

 —No te preocupes, esposa —repuso Zendejas—, a mí no me sucede nada, ni puede sucederme. Sería capaz de pasearme solo por toda la República a puras bofetadas. 

 —¿Dónde has estado? 

 —En el trabajo, en el teatro, en el restaurante... 

 —¡Cómo te lo he de creer!... Y yo, entretanto, sola, desvelada y figurándome cosas horribles... He sufrido mucho pensando en ti... 

 Bien se guardó la joven de referir a don Félix lo de las tocas, la sensibilidad de su corazón y la seducción que había visto en perspectiva. 

 Cogidos de la mano llegaron a la sala. 

 —Pero, ¡tate!, si has llorado —exclamó don Félix, secando con el pañuelo las lágrimas que corrían por el rostro de ella. 

 —¡Cómo no, si te quiero tanto, y temo tanto por ti! —repuso ésta reclinando la cabeza sobre el hombro del juez. 

 —Eres una chiquilla —continuó Zendejas cariñosamente—, te alarmas sin razón. 

 —Félix, voy a pedirte un favor. 

 —El que gustes. 

 —No vuelvas a venir tarde. 

 —Te lo ofrezco, esposa. No tengo ya inconveniente, pues acabo de realizar mi propósito. 

 —¿Cuál, Félix? 

 —El de una buena entrada de patadas a un bandido... de esos de que habla la prensa. 

 —¿Conque sí? ¿Cómo ha pasado eso?... Cuéntame, Félix —rogó la joven vivamente interesada. 

 Zendejas, deferente a la indicación de su esposa, relató la aventura acabada de pasar, no digamos al pie de la letra, sino exornada con incidentes y detalles que, aunque no históricos, contribuían en alto grado a realzar la ferocidad de la lucha, la pujanza del paladín y la brillantez de la victoria. La joven oyó embelesada la narración y se sintió orgullosa de tener por marido a un hombre tan fuerte y tan valeroso como Zendejas; pero, a fuer de esposa cariñosa y de afectos exquisitos, no dejó de preocuparse por el desgaste que el robusto organismo de su esposo hubiese podido sufrir en aquel terrible choque; así que preguntó al juez con voz dulcísima: 

 —A ver la mano: ¿no te la has hinchado?... ¿No se ha dislocado el pie? 

 —Fuertes y firmes conservo la una y el otro —repuso don Félix con visible satisfacción, levantando en alto el cerrado puño y sacudiendo por el aire el pie derecho. 

 —¡Bendito sea Dios! —repuso la joven, soltando un suspiro de alivio y satisfacción. 

 —Aquí tienes la prueba —prosiguió don Félix— de lo que siempre te he dicho: si los barbones a quienes asaltan los cacos se condujeran como yo, si aporreasen a los malhechores y los despojasen de los objetos robados, se acabaría la plaga de los bandidos... 

 —Tal vez tengas razón... ¿Conque el salteador te había quitado el reloj y la leontina? 

 —Sí, fingiéndose borracho. Se dejó caer sobre mí como cuerpo muerto y, entretanto que yo me le quitaba de encima, me escamoteó esos objetos sin que yo lo sintiese. 

 —Son muy hábiles esos pillos... 

 —Sí lo son; por fortuna, reflexioné pronto lo que podía haber pasado... A no haber sido por eso, pierdo estas prendas que tanto quiero. 

 Al hablar así, sacolas Zendejas del bolsillo para solazarse con su contemplación. Otilia clavó en ellas también los ojos con curiosidad e interés, como pasa siempre con las cosas que se recobran después de haberse perdido; mas a su vista, en vez de alegrarse, quedaron confusos los esposos. ¿Por qué? 

 —Pero, Félix, ¿qué has hecho? —interrogó Otilia, asustada. 

 —¿Por qué, mujer? —preguntó el juez, sin saber lo que decía. 

 —Porque ese reloj y esa leontina no son los tuyos. 

 —¿Es posible? —volvió a preguntar Zendejas con voz desmayada, al comprender que la joven tenía razón. 

 —Tú mismo lo estás mirando —continuó ella, tomando ambas cosas en sus manos para examinarlas despacio—. Este reloj es de oro, y el tuyo es de plata... Parece una repetición. 

 La joven oprimió un resorte lateral, y la muestra dio la hora con cuartos y hasta minutos, con campanilla sonora y argentina. 

 —Y mira, en la tapa tiene iniciales: A.B.C.; seguramente las del nombre del dueño... Es muy bueno y valioso. 

 Zendejas quedó estupefacto y sintió la frente cubierta de gotitas de sudor. 

 —Y la leontina —continuó la joven, siguiendo el análisis— es ancha y rica, hecha de tejido de oro bueno, y rematada por este dije precioso, que es un elefantito del mismo metal, con ojos de rubíes, y patas y orejas de fino esmalte. 

 Ante aquella dolorosa evidencia, perdió Zendejas la sangre fría y hasta la caliente que por sus venas corría, púsose color de cera y murmuró con acento de suprema angustia: 

 —¡De suerte que soy un ladrón, y uno de los de la banda! 

 —¡Qué cosa tan extraña!... No digas eso. 

 —Sí, soy un cernícalo, un hipopótamo —repitió don Félix, poseído de desesperación. 

 Y llevado de su carácter impetuoso, se dio a administrarse sonoros coscorrones con los puños cerrados, hasta que su esposa detuvo la fiera ejecución cogiéndolo por las muñecas. 

 —Déjame —decía él, con despecho—, esto y más me merezco. Que me pongan en la cárcel. Soy un malhechor... un juez bribón. 

 —No, Félix; no ha sido más que una equivocación la tuya. Es de noche, el hombre estaba ebrio y se te echó encima. Cualquiera hubiese creído lo que tú. 

 —Y luego, que he perdido el reloj —agregó Zendejas. 

 —¡Es verdad! —dijo la joven—. ¿Cómo se explica? 

 El juez percibió un rayo de luz. A fuerza de dictar autos y sentencias habíase acostumbrado a deducir, inferir o sutilizar. 

 —¡Ya caigo en la cuenta! —exclamó, jubiloso y reconfortado—. Ese pretendido borracho había robado antes ese reloj y esta leontina a alguna otra persona... Después, me robó a mí, y al querer recobrar lo que me pertenecía, di con el bolsillo en que había puesto las prendas ajenas; pero se llevó las mías. 

 La explicación parecía inverosímil; Otilia quedó un rato pensativa. 

 —Puede ser —murmuró al fin—. ¿Estás cierto de haberte llevado tu reloj? 

 —Nunca lo olvido —repuso el juez con firmeza. 

 —Por sí o por no, vamos a tu cuarto. 

 —Es inútil. 

 —Nada se pierde... 

 —Como quieras. 

 Y los esposos se trasladaron a la alcoba de Zendejas, donde hallaron, sobre la mesa de noche, el reloj de plata del juez con su pobre leontina chapeada, reposando tranquilamente en el mismo lugar donde su propietario lo había dejado al acostarse a dormir la siesta. 

 Don Félix se sintió aterrado, como si hubiese visto la cabeza de Medusa. 

 —Aquí está —murmuró con agonía— ...De suerte que ese caballero —no le llamó ya borracho ni bandido— ha sido despojado por mi mano; no cabe la menor duda. 

 Otilia, afligida, no replicó nada, y el marido continuó: 

 —El acontecimiento se explica; ese señor, que debe ser algún alegre ricachón, andaba de juerga por esta colonia... Se le pasó la mano en las copas, iba de veras borracho, le confundí con un ladrón y le quité estas prendas... Robo de noche, en la vía pública y a mano armada... Estoy perdido... Mañana mismo me entrego a la justicia: el buen juez por su casa empieza. 

 —De ninguna manera —objetó Otilia horrorizada—, sería una quijotada que te pondría en ridículo. 

 —¿Por qué en ridículo? —preguntó Zendejas con exaltación. 

 —Porque no dejaría de decir la gente, que te las habías habido con un hombre aletargado, incapaz de defenderse, y que ¡buenas hazañas son las tuyas! 

 —Eso sí que no, porque sobran las ocasiones en que he demostrado que son iguales para mí los fuertes que los débiles, y que no le tengo miedo ni al mismo Lucifer. 

 —Pero la gente es maligna, y más los envidiosos. 

 —En eso tienes razón: ¡los envidiosos, los envidiosos! —repitió Zendejas. “Todos los valientes me tienen envidia —siguió pensando para sí— y ¡con qué placer aprovecharían el quid pro quo para ponerme en berlina!” Y prosiguió en voz alta: —Pero ¿qué hacer entonces? ¡Porque no puedo quedarme con propiedad ajena! 

 —Voy a pensar un poco —repuso Otilia, preocupada—... Déjame ver otra vez las iniciales... A.B.C. ¿Cómo era el señor? Descríbemelo, Félix. 

 —Voy a procurar acordarme... Más viejo que joven; grueso, casi tanto como yo, todo rasurado. 

 —¿Con lentes? 

 —Creo que sí, pero los perdió en la refriega. 

 —Óyeme —prosiguió la joven pensativa—. ¿No será don Antonio Bravo Caicedo?... 

 A.B.C: coinciden las iniciales. —¿El caballero rico y famoso, cuyo nombre llena toda la ciudad? —El mismo. 

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 —No puede ser, mujer. 

 —¿Por qué no? 

 —Porque es persona grave, de irreprochable conducta; anda siempre en compañía de sus hijas, que son muy guapas; y, aguarda, si no me equivoco es... 

 —¿Qué cosa, Félix? 

 —Miembro conspicuo de la Sociedad de Temperancia. 

 —Eso no importa —contestó la joven—, son los hombres tan contradictorios y tan malos... (Pensaba, en aquellos momentos, en los peligros de su viudez.) 

 —En eso tienes razón; son muy malos. 

 El juez se abstuvo, por instinto, de decir somos muy malos, sin duda porque recordó los excesos de pensamiento y de vista que acababa de cometer en el Principal. 

 Siguió, a continuación, una larga plática entre los esposos, en la cual se analizaron y desmenuzaron los acontecimientos, las suposiciones, todas las cosas posibles en fin; y mientras más ahondaron el asunto, más y más sospecharon que reloj y leontina perteneciesen al provecto, riquísimo e hipocritón don Antonio Bravo Caicedo; mil indicios lo comprobaban, mil pequeños detalles lo ponían en evidencia... ¡Quién lo hubiera pensado!... ¡Que aquel señor tan respetable fuese tan poco respetable! Bien se dice que la carne es flaca... Pero Bravo Caicedo era gordo... ¡Qué cosa tan embrollada!... En fin, que por lo visto, la carne gorda es la más flaca... 

 Despejada la incógnita, o más bien dicho, despejado el incógnito, faltaba hallar el medio de hacer la devolución. ¿Mandar los objetos a la casa del propietario?... No, eso sería comprometerle, descubrirle, abochornarle... Y luego que, aunque lo más verosímil era que aquel grave personaje fuera el pesado borracho de la aventura, cabía, no obstante, en lo posible, que otro sujeto fuese el dueño verdadero de las alhajas. Don Antonio Bravo Caicedo (A.B.C.) había hecho el monopolio del pulque, es verdad; pero no el de las tres primeras letras del abecedario. 

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