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López Portillo y Rojas

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Reloj sin dueño

Capítulo 2

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Tan pronto como Zendejas se vio en la alcoba, cerró la puerta y la ventana para evitar que la luz y el ruido le molestasen; despojose del jaquet y del chaleco, puso el reloj sobre la mesa de noche para consultarle de tiempo en tiempo y no dormir demasiado; y desabrochó los botones del pantalón para dar ensanche al poderoso abdomen, cuyo volumen aumentaba exabrupto después de la ingestión de los alimentos. Y en seguida, tendiose a la bartola, medio mareado por un sabroso sueñecillo que se le andaba paseando por la masa encefálica. 

 La máquina animal del respetable funcionario estaba bien disciplinada. ¡Cómo no, si quien la gobernaba se hallaba dotado de extraordinaria energía! Don Félix no hacía más que lo que quería, tanto de sí mismo como de los otros, ¡canastos! Así que hasta su sueño se hallaba sometido a su beneplácito; y cuando decía a dormir doce horas, roncaba la mitad del día; pero cuando se proponía descansar cinco minutos, abría los ojos pasada una doceava parte de la hora, o cuando menos, uno o dos segundos más tarde. ¡No faltaba más! Todo está sujeto a la voluntad del hombre; sólo que los hombres carecen de energía. Él era uno de los pocos enérgicos, porque no se entregaba a la corriente, ni se descuidaba; y, ¡ya se las podían componer todos cuantos con él trataban, porque con él no había historias, ni componendas, ni medias tintas, sino puras cosas serias, fuertes y definitivas! ¡Canastos! 

 En prueba de todo eso, saltó del lecho media hora después de lo que se había propuesto; cosa que nadie sospechó, y que permanecerá reservada en el archivo de la historia hasta la consumación de los siglos. No obstante, el saber para sí mismo que se le había pasado la mano en la siesta, le puso de un humor de los mil demonios, por lo que se levantó de prisa, poniéndose de carrera todas las prendas de vestir de que se había despojado, y abrochando con celeridad, aunque con esmero, las que había dejado sueltas para facilitar la expansión de las visceras abdominales. Tomó en seguida el revólver y el sombrero, y salió del aposento con la faz airada de todo hombre de carácter, que no sufre que nadie le mire feo, ni le toque el pelo de la ropa. 

 Otilia, que se había instalado en el aposento inmediato para cuidar que los niños no hiciesen ruido y poder despedirse de él cuando saliese, no pudo menos de decirle: 

 —Ahora has dormido un poco más que de costumbre. 

 —Exactamente lo que me propuse —repuso Zendejas—, ni más ni menos. 

 —Celebro hayas descansado de tus fatigas. 

 —¿Quién te ha dicho que me fatigo? Podría trabajar las veinticuatro horas del día sin sentir el menor cansancio. 

 —Sí, eres muy fuerte. 

  —Me río de los sietemesinos de mi época; tan enclenques y dejados de la mano de Dios. No, aquí hay fibra... 

 Y doblando el brazo derecho hasta formar un ángulo agudo, señaló con la mano izquierda la sinuosa montaña de su bien desarrollado bíceps. Después de eso, se pellizcó los muslos, que le parecieron de bronce, y acabó por darse fuertes puñadas en los pectorales tan abultados como los de una nodriza. Aquella investigación táctil de su propia persona llenóle de engreimiento y calmó su mal humor, hasta el punto de que, cuando él y la joven llegaron caminando despacio, al portal de la casa, había olvidado ya el retardo en que había incurrido por causa del dios Morfeo. 

 —Conque hasta luego, Otilia —dijo a su esposa, estrechándole cariñosamente la mano. 

 —Hasta luego, Félix —repuso ella, afablemente—. No vuelvas tarde... Ya ves que vivimos lejos y que los tiempos son malos. 

 —No tengas cuidado por mí —repuso el juez con suficiencia. 

 —Procura andar acompañado. 

 El juez contestó la recomendación con una especie de bufido, porque le lastimaba que su esposa no le creyese suficientemente valeroso para habérselas por sí solo hasta con los cueros de vino tinto, y se limitó a decir en voz alta: 

 —Te recomiendo a los chicos. 

 Tomó en seguida su camino, mientras Otilia permanecía en la puerta viéndole con ojos afectuosos, hasta que dobló la esquina. Entró entonces la joven, y prosiguió las diarias y acostumbradas faenas del hogar, que absorbían todo su tiempo, pues era por todo extremo hacendosa. La única preocupación que sentía, era la de la hora en que volvería Zendejas, pues la soledad de aquella apartada calle donde vivían, y la frecuencia de los asaltos de los malhechores, no la dejaban vivir tranquila. 

 Don Félix, entretanto, llevado del espíritu de contradicción que de continuo le animaba, y del orgullo combativo de que estaba repleta su esponjada persona, iba diciendo para sí: “¡Buenas recomendaciones las de Otilia! Que no vuelva tarde y que me acompañe con otros... ¡Como si fuera un muchacho tímido y apocado! Parece que no me conoce... No tengo miedo a bultos ni fantasmas, y por lo que hace a los hombres, soy tan hombre como el que más... Y ahora, para que mi esposa no torne a ofenderme de esa manera, voy a darle una lección, volviendo tarde a casa, solo y por las calles menos frecuentadas... Y si alguien se atreve a atajarme el paso, por vida mía que le estrangulo, o le abofeteo, o le pateo, o le mato...” 

 Tan ensimismado iba con la visión figurada de una posible agresión, y de los diferentes grados y rigores de sus propias y variadas defensas que, sin darse cuenta de ello, dibujaba en el espacio, con ademanes enérgicos e inconscientes, las hazañas que pensaba iba a realizar; así que ora extendía la diestra en forma de semicírculo y la sacudía con vigor, como si estuviese cogiendo un cogote o una nuca culpables, o bien repartía puñadas en el aire, como si por él anduviesen vagando rostros provocativos, o alzando en alto uno u otro pie, enviaba coces furibundas a partes (que no pueden ni deben nombrarse) de formas humanas, que desfilaban por los limbos de su enardecida fantasía. 

 Cualquiera que le hubiese visto accionar de tan viva manera, sin que toque alguno de clarín hubiese anunciado enemigo al frente, habríale tenido por loco rematado, siendo así que, por el contrario, era un juez bastante cuerdo, sólo que con mucha cuerda. Por fortuna estaba desierta la calle y nadie pudo darse cuenta de su mímica desenfrenada; de suerte que pudo llegar al juzgado con la acostumbrada gravedad, y recibir de los empleados la misma respetuosa acogida que siempre le dispensaban. 

 Instalado ante el bufete, púsose a la obra con resolución y se dio al estudio de varias causas que se hallaban en estado de sentencia, con el propósito de concluirlas y rematarlas por medio de fallos luminosos, donde brillasen a la vez que su acierto incomparable, su nunca bien ponderada energía. Y se absorbió de tal modo en aquella labor, que pasó el tiempo sin sentir, declinó el sol y se hizo de noche. Y ni aun entonces siquiera dio muestras de cansancio o aburrimiento, sino que siguió trabajando con el mismo empeño, a pesar de ser escasa y rojiza la luz eléctrica que el supremo gobierno había puesto a su disposición; pues solamente dos focos incandescentes había en la gran sala de despacho, los cuales, por ser viejos, habían perdido su claridad, y parecían moribundas colillas de cigarro metidas dentro de bombas de vidrio y pendientes del techo. Por fortuna, tenía el juez ojos de lince. 

 Otro funcionario tan empeñoso como él, que se había quedado asimismo leyendo fastidiosos expedientes y borroneando papel, vino a distraerle de sus tareas muy cerca de las ocho de la noche: 

 —¡Cuan trabajador, compañero! —le dijo. 

 —Así es necesario, para ir al día —contestó Zendejas. 

 —Lo mismo hago yo, compañero. 

 —Necesitamos cerrar la boca a los maldicientes. Nos acusan de perezosos, y debemos probar con hechos, que no lo somos. 

 —Es mi modo de pensar... Pero, ¿no le parece, compañero, que hemos trabajado ya demasiado, y que bien merecemos proporcionarnos alguna distracción como premio a nuestras fatigas? 

 —Tiene usted razón, compañero —repuso don Félix, desperezándose y bostezando— , es ya tiempo de dejar esto de la mano. 

 —Y de ir al Principal a ver la primera tanda. 

 —Excelente idea —asintió Zendejas. 

 La invitación le vino como de molde. Resuelto a volver tarde a casa, solo y por las calles menos frecuentadas (para demostrar a su cara mitad que no tenía miedo, ni sabía lo que era eso, y apenas conocía aquella cosa por referencias), aprovechó la oportunidad para hacer tiempo y presentarse en el hogar después de la medianoche. Por tanto, pasados algunos minutos, que invirtió en poner las causas y los códigos en sus lugares respectivos y en refrescarse la vista, tomó el sombrero y salió a la calle en unión del colega, con dirección al viejo coliseo. 

 Ambos jueces disputaron en la taquilla sobre quién debía ser el pagano; pero Zendejas, que no entendía de discusiones ni de obstáculos, se salió con la suya de ser quien hiciese el gasto, y los dos graves magistrados, orondos y campanudos, entraron en el templo de la alegría, donde ocuparon asientos delanteros para ver bien a las artistas. Proveyéronse, además, de buenos gemelos, que no soltaron de la mano durante la representación; de suerte que disfrutaron el placer de mirar tan de cerca a divetas y coristas, que hasta llegaron a figurarse que podrían pellizcarlas. 

 Y aquello fue diálogo, risa y retozo, jácara y donaire, chistecillos de subido color, música jacarandosa y baile, y jaleo, y olé, y el fin del mundo. Aquellos buenos señores, que no eran tan buenos como lo parecían, gozaron hasta no poder más con las picardihuelas del escenario, rieron en los pasos más escabrosos de las zarzuelas a carcajada fuerte y suelta, haciendo el estrépito de un par de frescas y sonoras cascadas; se comunicaron con descoco sus regocijadas impresiones, palmotearon de lo lindo, golpearon el entarimado con los pies, y pidieron la repetición de las canciones más saladas y de los bailes más garbosos, como colegiales en día de asueto, a quienes todo coge de nuevo, alegra y entusiasma. 

 Pasadas las nueve y media, salieron del teatro y fueronse en derechura del salón Bach, donde cenaron despacio y opíparamente, hasta que, bien pasadas las once, dejaron el restaurante para irse a sus domicilios respectivos. Y después de haber andado juntos algunas calles, despidiéronse cordialmente. 

 —¡Hasta mañana, compañero, que duerma usted bien! 

 —¡Buenas noches, compañero, que no le haga daño la cena! 

 Zendejas se apostó en una esquina de la calle 16 de Septiembre para aguardar el tranvía que debía llevarle a su rumbo, que era el de la colonia Roma; pero anduvo de tan mala suerte, que ante sus ojos se sucedían unos tras otros todos los carros eléctricos que parten de la plaza de la Constitución, menos el que necesitaba. Dijimos que tuvo esa mala suerte, pero debemos corregirnos, porque él la estimó excelente y a pedir de boca, por cuanto retardaba su regreso al hogar, que era lo que se tenía propuesto, por motivos de amor propio de hombre y de negra honrilla de valiente. 

 Pocos minutos faltaban para la medianoche, cuando ocupó un carro de Tacubaya, determinándose al fin volver a su domicilio, por ser ya tiempo acomodado para ello, según sus planes y propósitos. Cuando bajó, en la parada de los Insurgentes, habían sonado ya las doce; atravesó la calzada de Chapultepec y entró por una de las anchas calles de la nueva barriada; y muy de propósito fue escogiendo las más solitarias e incipientes de todas, aquéllas donde había pocas casas y falta absoluta de transeúntes. Sentía vehemente deseo de topar con algún ladrón nocturno para escarmentarle; pero alma viviente no aparecía por aquellas soledades. No obstante, fiel a sus hábitos y a fin de no dejarse sorprender por quienquiera que fuese, continuó poniendo por obra las medidas precautorias que la prudencia aconseja; y, aparte de no soltar ni un instante de la mano la pistola, bajaba de la acera antes de llegar a las esquinas, miraba por todas partes y prestaba oído atento a todos los ruidos. 

 Buen trecho llevaba andado, cuando, al cruzar por una de las más apartadas avenidas, percibió el rumor de fuertes y descompasados pasos que de la opuesta dirección venían, y, muy a poco, vio aparecer por la próxima bocacalle la oscura silueta de un hombre sospechoso. Cuando el transeúnte entró en el círculo luminoso que el foco de arco proyectaba, observó Zendejas que era persona elegante y, además, que traía una borrachera de padre y muy señor mío... Tan bebido parecía aquel sujeto, que no sólo equis hacía, sino todas las letras del alfabeto; pero al verle avanzar, dijo don Félix para su coleto: “A mí no me la hace buena este ebrio ostentoso. ¿Quién sabe si venga fingiendo para sorprenderme mejor? ¡Mucho ojo con él, Zendejas!” 

 Y no le perdió pisada, como suele decirse, a pesar de que, con ser tan ancha la calle, reducida y estrecha resultaba para las amplísimas evoluciones de aquel cuerpo desnivelado, ítem más, en su alegría como de loco, con voz gemebunda y desentonada venía cantando: 

 ¡Baltasara, Baltasara!
¡Ay! ¡Ay! ¡Qué cara tan cara! 

 O bien: 

 ¡Ay, Juanita! ¡Ay, Juanita!
¡Ay qué cara tan carita! 

 O bien: 

 ¡Ay, Carlota! ¡Ay, Carlota!
¡Ay qué cara tan carota! 

 Es de creer que aquel sacerdote de Baco hubiese acabado de celebrar algunos misterios en compañía de una o varias sacerdotisas, y que por esa y otras razones, viniese recordando al par de sus nombres, la carestía de sus caras bonitas (charitas bonitas). ¡Seguramente por eso también, daba ahora tantos pasos en falso; aparte de otros muchos que ya llevaría dados! 

 Don Félix tomó sus medidas desde el momento en que se hizo cargo de la marcha irregular del sujeto... ¡Ni tan irregular!... ¡Tanto para la geometría como para la moral y el orden público! Era preciso evitar una colisión; si era borracho, por desprecio, y si no lo era, para no ser sorprendido. Y se decía mentalmente, observando las desviaciones de la recta en que aquel hombre incurría: 

 “¿Ahora viene por la derecha? ¡Pues hay que tomar por la derecha!... ¿Ahora camina en línea recta? ¡Pues hay que coger por cualquier lado!... ¡Demonio, demonio, cuan aprisa cambia de dirección!... ¡No, lo que es conmigo no topa!... ¡Sí topa!... ¡No topa!... ¡ Voto al chápiro!” 

 Cuando lanzó esta última exclamación, el ebrio, o lo que fuese, había chocado ya contra él, como un astro errático con un planeta decente y de órbita fija. ¿Cómo se realizó el accidente, a pesar de las precauciones de Zendejas? Ni el juez ni el ebrio llegaron a saberlo nunca. 

 El hecho fue que a la hora menos pensada se encontró don Félix, de manos a boca, o, mejor dicho, de estómago a estómago, con aquel péndulo viviente, que parecía ubicuo a fuerza de huir porfiadamente de la línea perpendicular. 

 —¡Imbécil! —gritó Zendejas lleno de ira. 

 —¿Cómo? ¿Cómo? —articuló el sujeto con la lengua estropajosa—. ¿Por qué no se hacen a un lado?... ¡También se atraviesan!... ¡También no dejan pasar!... 

 —¡Vaya con todos los diablos! —clamó de nuevo don Félix, procurando desembarazarse del estorbo de aquel cuerpo inerte. 

 Con algún trabajo, echando pie atrás y apuntalando con el codo la masa que le oprimía, pudo verse al fin libre de la presura, y dejar al borracho a alguna distancia, entre caigo y no caigo. Entonces le cogió por las solapas del jaquet, y por vía de castigo, le sacudió con furia varias veces, soltándolo luego para que siguiese las leyes de su peligrosa inestabilidad. El pobrete giró sobre el tacón de un zapato, alzó un pie por el aire, estuvo a punto de caer, levantó luego el otro, hizo algunas extrañas contorsiones como el muñeco que se dobla y desdobla, y logrando al fin recobrar cierta forma de equilibrio, continuó la ininterrumpida marcha lenta, laboriosa y en línea quebrada. 

 Y no bien se vio libre de las garras de Zendejas, recobró el buen humor y siguió canturreando con voz discorde e interrumpida por el hipo: 

 ¡No me mates, no me mates,
con pistola ni puñal! 

 Don Félix prosiguió también su camino, hecho un energúmeno, tanto por la testarada, como por la mofa que aquel miserable iba haciendo de su desencadenado y terrible enojo. Mas, de repente, se le ocurrió una idea singular. ¿Y si aquel aparente borracho fuese un ladrón? ¿Y si aquel tumbo hubiese sido estudiado, y nada más que una estratagema de que se hubiese valido para robarle sin que él lo echase de ver? Pensar esto y echar mano al bolsillo del reloj, fue todo uno... Y, en efecto, halló... que no halló su muestra de plata, ni la leontina chapeada de oro, que era su apéndice. 

 Hecho el descubrimiento, volvió atrás como un rayo, y no digamos corrió sino voló en pos del enigmático personaje, quien iba alejándose como le era posible, a fuerza de traspiés y de sonoras patadas con que castigaba el asfalto de la vía pública. 

 Tan pronto como le tuvo al alcance de la mano, apercollole férreamente por la nuca con la siniestra, en la misma forma concertada consigo mismo al salir de su casa, en tanto que con la diestra sacaba y echaba a relucir el pavoneado y pavoroso revólver. 

 —¡Alto, bellaco! —gritó. 

 —¿Otra vez... ? ¡No jalen tan recio! —tartamudeó el sujeto. 

 —¡Eres un borracho fingido! —gritó Zendejas. 

 —¡Ay! ¡Ay! ¡Policía, policía! —roncó el hombre. 

 —Ojalá viniera —vociferó don Félix—, para que cargara contigo a la comisaría, y luego te consignaran a un juez y te abrieran proceso. 

 —¿Me abrieran qué? 

 —Proceso. 

 —Por eso, pues, amigo, por eso. ¿Qué se le ofrece? 

 —Que me entregues el reloj. 

 —¿Qué reloj le debo? 

 —El que me quitaste, bandido. 

 —Este reloj es mío y muy mío... Remontoir... Repetición. 

 —¡Qué repetición ni qué calabazas! Eres uno de los de la banda. 

 —No soy músico... soy propietario. 

 —De lo ajeno. 

 Mientras pasaba este diálogo, procuraba el borracho defenderse, pero le faltaban las fuerzas, y don Félix no podía con él, porque a cada paso se le iba encima, o bien se le deslizaba de entre las manos hacia un lado o hacia otro, amenazando desplomarse. Violento y exasperado, dejolo caer sin misericordia, y cuando le tuvo en el suelo, asestole al pecho el arma, y tornó a decirle: 

 —¡El reloj y la leontina, o te rompo la chapa del alma! 

 El ebrio se limitaba a exclamar: 

 —¡Ah, Chihuahua!... ¡Ah, Chihuahua!... ¡Ah, qué Chihuahua!... 

 No quería o no podía mover pie ni mano. Zendejas adoptó el único partido que le quedaba, y fue el de trasladar por propia mano al bolsillo de su chaleco, el reloj y la leontina que halló en poder del ebrio. Después de lo cual, se alzó, dio algunos puntapiés al caído, e iba ya a emprender de nuevo la marcha, cuando oyó que éste mascullaba entre dientes: 

 —¡Ah, Chihuahua!... ¡Éste sí que es de los de la banda! 

 —¿Todavía no tienes bastante?... Pues, ¡toma!... ¡toma!... ¡ladrón!... ¡bellaco!... ¡canalla!... 

 Cada una de estas exclamaciones fue ilustrada por coces furiosas que el juez disparaba sobre el desconocido, el cual no hacía más que repetir a cada nuevo golpe: 

 —¡Ay, Chihuahua!... ¡Ay, Chihuahua!... ¡Ay, qué Chihuahua!... 

 Cansado, al fin, de aquel aporreo sin gloria, dejó Zendejas al ebrio, falso o verdadero, que eso no podía saberse, y emprendió resueltamente la marcha a su domicilio, entretanto que el desconocido se levantaba trabajosamente, después de varios frustrados ensayos, y se alejaba a pasos largos y cortos, mezclados de avances y retrocesos, y con inclinaciones alarmantes de Torre de Pisa, tanto a la derecha como a la izquierda. 

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1 hora 23 minutos

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