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López Portillo y Rojas

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Reloj sin dueño

Capítulo 1

4 Capítulos

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—¡INSOPORTABLE es ya la insolencia de estos periodistas! —exclamó el juez don Félix Zendejas, golpeando coléricamente la mesa con el diario que acababa de leer. 

 Era don Félix hombre de mediana edad, como entre los treinta y los cuarenta años, grueso, sanguíneo, carirredondo, barbicerrado, de centelleantes ojos, nariz larga, tupidísimas cejas y carácter tan recio como sus facciones. Hablaba siempre a voz herida, y cuando discutía, no discutía, dogmatizaba. No toleraba objeciones; siempre tenía la razón o pretendía tenerla, y si alguno se la disputaba, exaltábase, degeneraba el diálogo en altercado, y el altercado remataba pronto en pendencia. Hubiérase dicho que la materia de que estaba formado su ser era melinita o ruburita, pues con la menor fricción, y al menor choque, inflamábase, tronaba y entraba en combustión espantosa; peligroso fulminante disfrazado de hombre. 

 Pocas palabras había cruzado con su esposa Otilia durante la comida, por haber estado absorto en la lectura del periódico, la cual le había interesado mucho, tanto más, cuanto que le había maltratado la vesícula de la bilis; porque era su temperamento a tal punto excitable, que buscaba adrede las ocasiones y las causas de que se le subiese la mostaza a las narices. 

 De la lectura sacó el conocimiento de que los perros emborronadores de papel, como irreverente llamaba a los periodistas, continuaban denunciando a diario robos y más robos, cometidos en diferentes lugares de la ciudad y de diversas maneras; y todos de carácter alarmante, porque ponían al descubierto un estado tal de inseguridad en la metrópoli, que parecían haberla trocado en una encrucijada de camino real. Los asaltos en casas habitadas eran el pan de cada día; en plena vía pública y a la luz del sol, llevaban a cabo los bandidos sus hazañas; y había llegado a tal punto su osadía, que hasta los parajes más céntricos solían ser teatro de hechos escandalosos. Referíase que dos o tres señoras habían sido despojadas de sus bolsitas de mano, que a otras les habían sacado las pulseras de los brazos o los anillos de los dedos, y que a una dama principal le habían arrancado los aretes de diamantes a tirón limpio, partiéndole en dos, o, más bien dicho, en cuatro, los sonrosados lóbulos de sus preciosas orejas. La repetición de aquellos escándalos y la forma en que se realizaban, denunciaban la existencia de una banda de malhechores, o, más bien dicho, de una tribu de apaches en México, la cual tribu prosperaba a sus anchas como en campo abierto y desamparado. 

 Zendejas, después de haberse impuesto de lo que el diario decía, se había puesto tan furioso, que se le hubieran podido tostar habas en el cuerpo, y, a poco más, hubiera pateado y bramado como toro cerril adornado con alegres banderillas. 

 —¡Es absolutamente preciso poner remedio a tanta barbarie! —repitió, dando fuerte palmada sobre el impreso. 

 Su esposa, que estaba acostumbrada a aquellos perpetuos furores, como lo está la salamandra a vivir en el fuego (en virtud, sin duda, de la ley de adaptación al medio), no se acobardó en manera alguna al sentir la atmósfera saturada de truenos y bufidos que la rodeaba, y hasta se atrevió a observar con perfecta calma: 

 —Pero, Félix, ¿no te parece que la insolencia de los bandidos es mayor que la de los escritores? 

 Andaba ella cerca de los veintiocho años; era morena, agraciada, de ojos oscuros y de pelo lacio, con la particularidad de que peinábalo a la griega, a la romana o a la buena de Dios, pero siempre en ondas flojas y caídas sobre las orejas. 

 Lanzole con esto el marido una mirada tal, que un pintor la hubiese marcado en forma de haces flamígeros salidos de sus pupilas; pero ella no se inquietó por aquel baño cálido en que Zendejas la envolvía, y continuó tomando tranquilamente una taza de té. 

 —Tú también, Otilia —vociferó el juez, con voz de bajo profundo—. ¡Como si no fuese bastante la rabia que me hacen pasar estas plumas vendidas! ¡Todos los días la misma canción! Robos por todas partes y continuamente. A ese paso, no habría habitante en la capital que no hubiese sido despojado... ¡Ni que se hubiesen reconcentrado cien mil ladrones en esta plaza! Para mí que todas ésas son mentiras, que se escriben sólo en busca de sensación y venta de ejemplares. 

 —Dispensa, esposo, pero a mí no me parece mal que los periodistas traten tales asuntos; lo hallo conveniente y hasta necesario. 

 —Es demasiada alharaca para la realidad de los hechos. 

 —Eso no puede saberse a punto fijo. 

 —Yo lo sé bien, y tú no. Si las cosas pasaran como estos papeles lo gritan, habría muchas más consignaciones de ladrones y rateros... En mi juzgado no hay más que muy pocas. 

 —Y aumentará el número cuando la policía ande más activa. ¿No te parece? 

 —A mí no me parece. 

 —El tiempo lo dirá. 

 El temperamento tranquilo de Otilia tenía la virtud de neutralizar los huracanes y terremotos que agitaban el pecho de Zendejas; lo que no debe llamar la atención, por ser un hecho perfectamente averiguado, que la pachorra es el mejor antídoto contra la violencia, como los colchones de lana contra las balas de cañón. 

 —En último caso —parlamentó el esposo—, ¿encuentras justo que esos perros (los periodistas) hagan responsables a los jueces de todo cuanto pasa? ¡Que desuellen vivos a los gendarmes! ¡Que se coman crudos a los comisarios! Pero, ¡a los jueces! ¿Qué tenemos que ver nosotros con todos esos chismes? Y, sin embargo, no nos dejan descansar. 

 —La justicia tardía o torcida, da muy malos resultados, Félix. 

 —Yo, jamás la retardo ni la tuerzo, ¿lo dices por mí? 

 —Dios me libre de decirlo, ni aun siquiera de pensarlo: te conozco recto y laborioso; pero tus compañeros... ¿Cómo son tus compañeros? 

 —Mis colegas son... como son. Unos buenos y otros malos. 

 —Por ahí verás que no andan de sobra los estímulos. 

 —Pues que estimulen a los otros; pero a mí, ¿por qué? Dime, esposa, ¿qué culpa puedo tener yo de que a la payita que aquí se menciona (señalando el periódico) le hayan arrebatado ayer, en el atrio de la catedral, a la salida de la misa de las doce, el collarzote de perlas con que tuvo el mal gusto de medio ahorcarse? 

 —Ya se ve que ninguna; pero de ti no se habla en el diario. 

 —De mí personalmente no; pero me siento aludido, porque se habla del cuerpo a que pertenezco. 

 —¿Qué cuerpo es ése? No perteneces a la milicia. 

 —El respetable cuerpo judicial. 

 —Sólo en ese sentido; pero ésa es otra cosa. 

 —No, señora, no lo es, porque cuando se dice, grita y repite: “¡Esos señores jueces tienen la culpa de lo que pasa! ¡Todos los días absuelven a un bandido!” O bien: “¡Son unos holgazanes! ¡Las causas duermen el sueño del justo!” Cuando se habla con esa generalidad, todo el que sea juez debe tomar su vela. Además, basta tener un poco de sentido común para comprender que esos ataques son absurdos. Todos los días absolvemos a un bandido; supongámoslo. Entonces, ¿cómo duermen las causas? Si hay absoluciones diarias, es claro que las causas no duermen. Por otra parte, si las causas duermen, es injustamente. ¿Cómo se dice, pues, que duermen el sueño del justo? Son unos imbéciles esos periodistas, que no saben lo que se pescan. 

 Don Félix descendía a lo más menudo de la dialéctica para desahogar su cólera; pasaba de lo más a lo menos; involucraba los asuntos; pero nada le importaba; lo preciso, para él, era cortar, hender, sajar y tronchar, como bisonte metido en la selva. 

 —En eso sí tienes razón —repuso la esposa—; está muy mal escrito el párrafo. 

 —¿Confiesas que tengo razón? 

 —De una manera indirecta; pero no te preocupes por tan poca cosa. Cumple tu deber; no absuelvas a los culpables; trabaja sin descanso, y deja rodar el mundo. 

 —Hago todo lo que quieres, sin necesidad de que me lo digas, mujer. No necesito que nadie me espolee. Pero lo que sí no haré nunca, será dejar al mundo que ruede. 

 A Otilia se le ocurrió contestarle: “Pues, entonces, detenle”; pero temiendo que Zendejas no llevase en paz la bromita, se limitó a sonreír, y a decir en voz alta: 

 —¿Qué piensas hacer entonces? 

 —Mandar a la redacción de este diario un comunicado muy duro, diciendo a esos escritorzuelos cuántas son cinco. 

 —Si estuviera en tu lugar, no lo haría, Félix. 

 —¿Por qué no, esposa? 

 —Porque me parecería ser eso lo mismo que apalear un avispero. 

 —Pues yo sería capaz de apalear el avispero y las avispas. 

 —Ya lo creo, pero no lo serías de escapar a las picaduras. 

 —Me tienen sin cuidado las picaduras. 

 —En tal caso, no te preocupes por lo que dicen y exageran los diarios. 

 La observación no tenía respuesta; Zendejas se sintió acosado, y no halló qué replicar; por lo que, cambiando de táctica, vociferó: 

 —Lo que más indignación me causa de todo esto, es saber que no sólo las mujeres, sino también los hombres barbudos se llaman víctimas de los criminales. ¡Pues qué! ¿No tienen calzones? ¿Por qué no se defienden? Que tímidas hembras resulten despojadas o quejosas, se comprende; pero ¡los machos, los valientes! ... Eso es simplemente grotesco. 

 —Pero ¡qué remedio si una mano hábil extrae del bolsillo el reloj o la cartera! 

 —No hay manos hábiles para las manos fuertes. A mí nadie me las ha metido en la faltriquera, y ¡pobre del que tuviese la osadía de hacerlo! Bien caro le habría de costar. Tengo la ropa tan sensible como la piel, y al menor contacto extraño, echo un manotazo y cojo, agarro y estrujo cualquier cosa que me friccione. 

 —Pero, ¿si fueras sorprendido en una calle solitaria por ladrones armados? 

 —A mí nadie me sorprende; ando siempre vigilante y con ojo avizor para todo y para todos. Sé bien quién va delante, al lado o detrás de mí; dónde lleva las manos y qué movimientos ejecuta... 

 —Pero al dar vuelta a una esquina... 

 —Nunca lo hago a la buena de Dios, como casi todos lo hacen; sino que, antes de doblarla, bajo de la acera para dominar con la vista los dos costados del ángulo de la calle... por otra parte, jamás olvido el revólver y en caso de necesidad, lo llevo por el mango a descubierto o dentro del bolsillo. 

 —No quiera Dios que te veas obligado a ponerte a prueba. 

 —Todo lo contrario. Ojalá se me presente la oportunidad de dar una buena lección a esos bellacos. ¡No les quedarían deseos de repetir la hazaña! Si todos los hombres se defendieran e hiciesen duro escarmiento en los malhechores, ya se hubiera acabado la plaga que, según dice la prensa, asuela hoy a la ciudad. 

 Otilia nada dijo, pero hizo votos internos porque su marido no sufriese nunca un asalto, pues deseaba que nadie le hiciese daño, ni que él a nadie lo hiciese. 

 Así terminó la sobremesa. 

 A renglón seguido, levantose Zendejas y entró en su cuarto para dormir la acostumbrada siestecita, que le era indispensable para tener la cabeza despejada; pues le pasaba la desgracia de comer bien y digerir mal, cosa algo frecuente en el género humano, donde reinan por igual el apetito y la dispepsia. 

 Entretanto, ocupose Otilia en guardar viandas en la refrigeradora y en dar algunas órdenes a la servidumbre. 

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