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Lucila Gamero

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Odio

Capítulo 2

2 Capítulos

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Terminada la cena y mientras Vita y demás de la casa se fueron a la sala a departir con varias visitas, yo me encerré en mi dormitorio, curiosa de averiguar lo que contenía el paquete que aún no había tenido tiempo de abrir. No eran cartas corrientes las que guardaba, no: era un legajo de papeles metidos en un sobre grande, muy percudido, encima del cual la mano de mi querida abuelita Camila había escrito despacio, con su clara letra, que preocupó hacer grande y llena, y que aparecía casi borrosa, lo que a continuación copio: 

 Terminada la cena y mientras Vita y demás de la casa se fueron a la sala a departir con varias visitas, yo me encerré en mi dormitorio, curiosa de averiguar lo que contenía el paquete que aún no había tenido tiempo de abrir. No eran cartas corrientes las que guardaba, no: era un legajo de papeles metidos en un sobre grande, muy percudido, encima del cual la mano de mi querida abuelita Camila había escrito despacio, con su clara letra, que preocupó hacer grande y llena, y que aparecía casi borrosa, lo que a continuación copio: 

 “Confesión íntima de la vida de una infortunada amiga mía, muerta En 1868. fue muy buena. no me Explico por qué El destino la hizo tan infeliz, los mortales no comprendemos los designios de dios. si alguien, después de muerta yo, encuentra este legajo, debe quemarlo.—C.L. de M”. 

 Pese a los nervios de mi abuelo que se perpetúan en mí, experimenté una emoción extraña al desdoblar los casi ilegibles papeles, comidos, muchos de ellos, por las polillas, algunas de las cuales maté por su destructiva perforación. 

 He aquí, por su orden, lo que pude con ímprobo trabajo descifrar, inclusive el contenido de dos recortes impresos. Lo único que cambio son los nombres propios de los protagonistas, por temor de que haya quien recuerde las personas auténticas, por más que éstas hace muchos años que emigraron de la tierra centroamericana: 


 San Francisco, California, 6 de mayo de 1858. 

 Señora, doña Camila Laso de Moncada,
 Danlí, Honduras. 

 Muy querida amiga: 

 Tú eres una de las pocas, poquísima personas y, entre éstas, la primera, que nunca me han depreciado, que siempre me comprendieron, compadeciéndose de mi triste e inmerecida suerte. 

 Tú, en mis horas más amargas de desencanto y vilipendio, me ofreciste el amparo de tu casa y me brindaste tu mano amiga, confortándome con frases de cristiano y sincero cariño. A ti, pues, me dirijo para pedirte un gran favor, el mayor favor que puede hacérsele a una amiga desventurada. 

 …Y tú, tan piadosa, tan caritativa, tan humanitaria, tan fraternal, tan tolerante, con la tolerancia bien entendida y redentora de Cristo, eres la única que puede, con buena voluntad, concedérmelo; sobre todo, si recuerdas nuestra infancia cuando jugábamos juntas bajo el quemante 

 sol tropical o, a escondidas de nuestros padres nos descalzábamos para mojar nuestros pies en las corrientes de agua fangosa que corrían por nuestras calles pueblerinas después de un aguacero torrencial en que sólo la luz de los relámpagos, el trepidante ruido de los truenos y, a veces, la caída de granizos, daban animación a la oscura y tenebrosa tarde; nuestras travesuras en la escuela, las incursiones sigilosas, de niñas tempranamente precavidas, a las huertas ajenas en busca de pájaros, o de frutas para satisfacer nuestra golosina de chicuelas nunca ahítas… ¡Todo aquel lejano tiempo que quisiera no hubiese pasado!… Luego, nuestra despedida que marcó un día de duelo en nuestros corazoncitos inseparables… ¡Cómo lamento que mis padres hayan tenido  dinero suficiente para llevarme consigo a otro país, a conocer diferentes  costumbres, modalidades nuevas para mí!… Su primordial afán fue el de que me instruyese y creciera en un ambiente civilizado, gustando de los atractivos que proporciona una ciudad rica, populosa y próspera, comparada con Danlí. Ellos sólo deseaban la dicha, el bienestar de su hija, y no contaban con que para los más, la vida se muestra cruel e irónica. Cierto es que me instruí, que me eduqué; pero, ¿cómo imaginarse ellos que yo iba a quedar huérfana en una ciudad extraña a esa edad en que tanto necesita una joven los consejos y los cuidados de sus padres?... ¡Y hubo una fecha en que un infame cuyo nombre me asquea todavía, me sedujo, se burló de mí!… Y no precisamente porque yo fuera inclinada a los placeres ilícitos, sino por mi crédula inexperiencia.  ¡Ah, el canalla, el mil veces canalla!… En fin, de ciertos detalles que  ignoras, te enterarás por la copia de la carta que te incluyo y que, estoy  segura, servirá para que definitivamente me absuelvas si alguna vez me  has condenado”. 

*****

 Estoy muy enferma. Dentro de tres días entraré en el hospital, en donde no sé, con seguridad, qué van a hacer de mí. Durante el tiempo que he ido a la consulta, los médicos me han estado examinando detenidamente, con curiosidad tan científica como humana. Varias veces me han  pinchado las venas para sacarme sangre. Me han abrumado con preguntas; primero, valiéndose de eufemismos; luego, francas, crudas, acerca de las enfermedades que padecieron mis padres. Mis respuestas no les satisficieron. Después, con las excusas de costumbre cuando se trata de una persona como yo, me preguntaron si me había dado cuenta de que si el padre de mi hija adolecía de alguna enfermedad de las vulgarmente llamadas “ocultas”. ¡Ay, amiga mía, por lo que he pasado!… Al comprender, por las frases de los médicos, cuál podría ser mi enfermedad, quedé consternada, y no tanto por mí sino por mi pobre hija, a quien, sin que me oiga, le pido perdón todos los días por haberla traído al mundo. 

 Como probablemente me operarán pronto —parece que también tengo un tumor en el vientre— e ignoro si quedaré con vida después de la intervención quirúrgica, me permito recomendarte a mi pequeña Gloria. Ella es buena y pura a pesar de su padre, e ignora quién es éste, pues por fortuna, él ya no vive aquí. Le he dicho que su papá era un primo mío, marino, que muy joven pereció en un naufragio; que por esa causa, vivo retraída y triste. 

 En el caso de que yo muera, mi tía Magdalena, quien vive conmigo, quedará encargada, de acuerdo con mi Tío Francisco, de llevarte a mi hijita. Mi corazón me dice que no la desampararás. Protégemela, pues muerta yo, temo que su padre haga todo esfuerzo para recogerla con el objeto de robarle el capital a su segunda víctima. 

 Ante Dios te juro que después de que caí hipnotizada por el amor, víctima de la falacia y del señuelo del matrimonio, que el desvergonzado seductor me aseguraba como un hecho consumado, mi conducta ha sido buena, hasta puedo decir que ejemplar. Mi único anhelo lo he cifrado en educar a mi hija, inculcándole ideas de honradez, en trabajar tesonera- mente para conservarle íntegro el capital que me dejaron mis padres, de modo que pueda, algún día, tener siquiera libertad económica. 

 La carta que en sobre aparte y dirigida a mi hija va incluida en esta tuya, es para que me hagas el favor de guardarla cuidadosamente. Sólo se la entregarás en el caso de que haya peligro de que pueda conocer al reptil que emponzoñó la vida de su madre. 

 No sé si peco con esto, que puedo llamar obcecación; pero mi mayor deseo es que ella nunca le conozca, y que si algún día descubre el misterio de su origen, que odie al que no deberá llamar padre, ¡que le odie, sí, que le odie como lo odio yo!… Perdona mis frases; pero, ¡si pudieras leer en mi pecho!… Tú, a quien Dios ha concedido la dicha de ser madre de hijos modelo de virtudes y encantos físicos, tú que eres una santa, que nunca has sufrido esos dolores desesperantes que degradan, abominan, que hacen a uno alzar los puños al cielo en imponente petición de desagravio, disculparás mi lenguaje y pedirás a Dios merced, no tanto para mí sino para mi inculpable hija. De rodillas, como lo haría ante mi madre, la confío a tu bondad protectora y maternal. 

 Mi espíritu agradecido se inclina para besar tus manos, esas manos impolutas que sólo bienes han derramado por doquier. 

 Tuya
 Aurora Silva 

 

Quédeme suspensa un rato; luego, irreflexiva y resueltamente, rompí el sobre cerrado y dirigido a Gloria Silva, que mi abuelita había respetado. Puede pensarse que esto haya sido una profanación, no me exculpo. Yo estaba ansiosa de emociones, de adentrar en las vidas, quizá más que en las vidas, en los dramas ajenos. 

 He aquí copia de lo que leí: 


 “Copia de una carta que deseo nunca llegue el caso de que la conozca mi hija, gloria silva”. 


 “San Francisco, Cal. 2 de febrero de 1858”. 

 Señor Juan B. Umanzor
Su casa 

 Va para ti, por última vez, mi orden terminante de no volver a colocarte en mi camino, con ningún pretexto. 

 En la semana pasada me encontraste en la calle de la casa de mi tío, y seguramente para vengarte del desprecio con que siempre te he devuelto tus cartas, te atreviste a mirarme, reflejando, en tus pupilas de sátiro acuciadores y bestiales propósitos. A no haber sido que viste veneno en mis ojos, un gesto de tragedia en los contraídos músculos de mi cara, y también por el temor del puñal que sabes nunca olvido, te acercas a mí. ¡Y el escándalo que se produce al abofetearte yo en claro día en plena calle!... ¡Que sólo impulsos de hacer es lo que siento cuando me provocas e injurias con tu aborrecida presencia! Afortunadamente, tu innata cobardía te hizo recular a tiempo. 

 Me da vergüenza hacer directamente a mi hija la confesión de  mi desgracia. Obligada por esto me dirijo a ti notificándote que si un  día, en cualquier tiempo, te acercas a ella a decirle que eres su padre, inmediatamente pondrán en sus manos una de las varias copias que de esta narración dejo en forma de carta dirigida al ser más abyecto que conozco. 

 Yo era feliz, inocente y pura. Tú, como las víboras que fascinan a los imprecavidos pajarillos, te acercaste a mí, elegante, roncero, derramando en mis oídos palabras dulces, promesas, cuanto tu fementido pecho creyó necesario para hipnotizarme. Diariamente me prometías amor eterno, jurándome que te casarías conmigo tan pronto como pudieras emanciparte del dominio de tu padre, pues el autor de tus días no quería que te casaras todavía, y por eso no te entregaba la herencia de tu madre. Deliberadamente me engañabas cometiendo el delito de abuso de confianza. Yo, ciega, confundida, sin imaginarte que tus palabras fueran delusorias, enamorada hasta la imbecilidad, caí en tus brazos y fui tuya, fui tuya creyéndote honrado, creyéndote caballero… ¡Ah, si antes hubiera sabido que a pesar de tu figura y tu posición social eras un tahúr, un borracho, un tenorio degenerado!... ¡Un vil y asqueroso gusano de cloaca!... 

 Varios meses pasé entre amor y zozobra, burlando, con habilidad de comediante consumada, la confianza de mi tía Magdalena; pero llegó el tiempo en que me sentí madre. El susto tuyo fue tremendo. Sin embargo, tuviste el cinismo de confortarme, de pedirme que callase a mis tíos mi estado, asegurándome que de cualquier modo te casarías conmigo. Aún tuve la debilidad de creerte, hasta que tu fuga vergonzosa, cobarde, inhumana, me aplastó… Te fuiste a mansalva, maquiavélicamente, sin importarte un penique la honra de una muchacha vilmente engañada, que cometió el pecado de fiar en ti. Te fuiste abandonando el fruto de tu deliberado crimen. ¡Ah, canalla!... 

 Quizá para que mi tío no te persiguiera y no te molestase con el reclamo de mi honra, instándote para que vinieras a cumplir tu palabra tantas veces empeñada, me confesaste en carta tan mentirosa como cínica que tu precipitada fuga obedeció a verte obligado —en ello te iba la vida— a casarte sin amor con una muy rica, encopetada y antigua novia; pero que oportunamente tratarías de divorciarte, probando que tu matrimonio había sido nulo, para volver a mi lado con bastante dinero para reparar tu falta, a darle tu nombre a la hija que ya había nacido. Pero entonces ya no te creí. El amor habíase trocado en odio, en odio, sí, ¡pero qué odio!... 

 Desde entonces mi entraña sangra, y ha sangrado tanto, que ya el dolor y la indignación le exprimieron la última gota; y ahora, exangüe, consumida, atrofiada, sólo exuda odio, ¡odio feroz, cruel, odio justo que subirá al cielo en evaporación candente para caer, en forma de lluvia que escuece, sobre el perjuro, el amoral, el impúdico, el corrompido, el mil veces canalla, hasta desollarte el carcomido pellejo roñoso!… Digo roñoso, porque investigando la enfermedad que me aqueja supe que antes de haberme conocido estabas averiado como consecuencia de tu vida licenciosa, pues habías tenido relaciones ilícitas hasta con hetairas de arrabal. ¡Ah, pérfido, asqueroso! Entonces compré un tratado de ginecología y comprendí bien lo que todos los médicos, tanto en sus clínicas privadas como en el hospital, me preguntaban en su afán de precisar el agente morboso causante de la infección que me produce fenómenos tan variados como molestos; que me ha afectado la vista y me ha puesto excesivamente nerviosa. Y una mañana en que para hacerme un examen ginecológico, dilatado y doloroso, hubo que anestesiarme, yo facilité la narcosis autosugestionándome, y pude, medio dormida, controlando mis nervios, oír parte de lo que los médicos, mientras me reconocían, hablaban en su léxico científico acerca de mi enfermedad. Entre frases como “salpingitis”, “ovaritis” y otras que no recuerdo, percibí claramente la voz de ellos: “No divaguemos más: todos los fenómenos que siente son debidos a la “lues” —dijo uno—. “Se trata, en efecto, de una ovariosis confirmada” —expuso otro—. Involuntariamente me moví. Entonces bajaron la voz; pero mi oído fino, acuciado por la curiosidad investigadora, oyó que el galeno más viejo decía a sus compañeros en tono dogmático y zumbón: “Dejaos de frases rebuscadas, que no conseguiréis con ellas atenuar el mal: es una infección mixta y un caso con firmado de sífilis terciara con toda su secuela de agravantes. La pobre señora ya tiene para años, si es que no para toda su vida. ¡El carroño que la infectó!...” 

 “¡El carroño que la infectó!”… ¿Lo oyes?… Eso eres tú: carroño, carroño de cuerpo y alma. 

 Ya está dicho todo. Si mañana, con tus miras siempre interesadas y aviesas, buscas y descubres a mi hija, de la cual —para ludibrio de ella y mío— eres padre, te juro por el odio que te profeso, que inmediatamente sabrá quién es y cómo procedió con ambas de burlador, el verdugo de su madre. 

Aurora Silva 

***** 

 Habla aquí mi abuelita: 

 “Han transcurrido once años desde que recibí la carta de Aurora recomendándome a su hijita Gloria. 

 Mi amiga no murió de la operación e ignoro si lograría curarse de sus dolencias, pues nunca volvió a hablarme de éstas. El tema de sus epístolas, que parecía fuese una obsesión, era su hija, su adorada hija, a quien quería librar de todo trance de que conociese a su padre. La niña debe tener dieciocho años, a juzgar por el retrato que de ella me mandó. Es bellísima; muy parecida a su madre, pero mejor tipo. 

 Estuve muy preocupada por Aurora. En su última carta, fechada en Buenos Aires, en donde hace mucho tiempo que reside con sus tíos y con su hija, me cuenta que Umanzor, más arruinado y degenerado que nunca, ha llegado a aquella ciudad. 

 Aún no hace un mes que recibí la triste noticia de la muerte de Aurora. Me la da su tía Magdalena y me cuenta que Gloria está inconsolable. 

 Aunque sé que Gloria vive con su tía-abuela Magdalena y que cuenta con el apoyo decidido de su tío Francisco, solterón magnánimo y rico que ha puesto todo su cariño en su sobrina nieta, acabo de dirigirme a ésta ofreciéndole, con el mayor gusto, mi casa y mi cariño y protección maternales, tal como se lo prometí a su madre. 

 En camino iría mi carta cuando el correo me trajo unos periódicos con tan inesperada y sensacional información, en la cual figura el nombre de Gloria, que no pude menos de leer aterrada y afligida. 

 Cuando todo se aclare y pase, veré si me es posible hacer algo a favor de la infeliz hija de la amiga más querida que tuve en mi infancia. 

 Por lo pronto, no me queda otra cosa que pedir a Dios fervientemente que salve, que proteja a una joven seguramente presa de insania, y rogar por el ama de su pobre y mártir madre. 

 ¿Mártir?… sí, Aurora fue una mártir. Su temperamento exaltado 

 y la enfermedad que al fin la condujo al sepulcro, la exasperaron hasta 

 el último grado. Creyó irreparable su falta, tuvo un concepto erróneo de la vida de sí misma, y fue una mártir, una mártir como hay tantas ignoradas, vejadas por los mismos que les causaron su desgracia y por una sociedad que aún no ha aprendido a ser justa, que deprecia a la víctima en lugar de hacerlo con el verdugo. 

 ¡Infortunada Aurora! ¡Que en el reino de Dios descanse redimida!” 

*****

 “Diario de la tarde” 

 “Horrible crimen. Una joven en plena calle, mata a su padre. El hecho. Información que hemos obtenido y que publicamos con la aquiescencia de la delincuente”. 


 Hoy, a las once de la mañana, una bella y encantadora joven, vestida de luto, iba por una de las calles de la ciudad con dirección a la iglesia de “El Carmen”; pero antes de llegar al atrio se detuvo al encontrarse con un individuo trajeado con regular indumentaria, aunque pasada de moda. Él hizo ademán de abrazarla. Entonces ella sacó rápidamente un puñal que llevaba oculto bajo su mano y lo hundió con presteza, primero en el pecho y luego en el vientre del hombre. Éste cayó desplomado inmediatamente. Una mujer que iba cerca y que vio el suceso, asombra da, se acercó a incorporar al hombre, y no pudiendo lograr su intento, se puso a gritar pidiendo auxilio. La hechora, lívida, trágica, barbotó: “¡Era un vil, un asesino, un cobarde, por eso lo he matado!..”. 

 El herido, en estado agónico, fue llevado a un hospital. Allí, presa de agudos dolores, exclamaba: “Cumpliste tu amenaza, Aurora; pero de tu hija, que en hora mala vino al mundo, has hecho una criminal. Esa es mi más sabrosa venganza”. Dos horas después era cadáver. 

 La infeliz muchacha, en medio de la confusión general, antes de que llegara la policía, fue tomada del brazo por un caballero, quien la metió en un coche y a toda prisa la condujo a su casa. Una vez allí, le dijo: 

 —Señorita, perdóneme que le haya traído a mi casa. La casualidad me condujo adonde usted estaba y no vacilé en acercármele con el objeto de ayudarle en algo. 

 Ella lloraba en silencio. 

 Él, después de confortarla un poco, prosiguió: 

 —Usted no debe ignorar que dentro de unos momentos la prenderán. Precisa aprovechar el tiempo. Me tiene a sus órdenes. Soy abogado y por eso me permitiré hacerle algunas preguntas. Espero que usted no tendrá inconveniente en contestarme con franqueza, sin omitir algún detalle. Taquigráficamente tomaré nota de nuestra conversación. Esto es de vital importancia. 

 —Gracias. Puede usted interrogarme. 

 —¿Cuál es su nombre? 

 —Gloria Silva. 

 —¿Su edad? 

 —Hace poco que cumplí diecinueve años. 

 —¿Su estado? 

 —Soltera. 

 —¿Su profesión? 

 —Profesora. 

 —¿Tenía usted enemistad con el hombre quien acaba de herir? 

 —No… Es decir… No le conocí hasta ayer. 

 —Entonces, ¿qué motivo tuvo para agredirlo? 

 —Era un bandido. 

 —¿Abusó de usted?… Perdone la pregunta. 

 —No. Pero es… o era un bandido. Porque lo probable es que ya haya muerto. 

 —¿Por qué lo trata de bandido? 

 —Porque es la calificación que merece. 

 —Le ruego sea más explícita, en interés suyo. ¿Qué móvil la impulsó a matarle? 

 —Ese hombre fue el verdugo, puedo decir que el asesino de mi madre. Yo he actuado como brazo vengador. Lo demás no me importa. 

 —¿El verdugo de su madre? ¿De qué manera? 

 —Engañándola y abandonándola traidoramente cuando supo que yo iba a nacer. 

 —Luego, ¿usted es hija de él? 

 —Yo solamente he tenido madre. 

 —Es un caso extraño. Si usted me lo permite, yo seré su defensor. 

 —¿Mi defensor? ¿Hay quien pueda defender a una persona que comete un delito en público y que no tendrá inconveniente en confesarlo cuando se llegue el caso de ser interrogada? Porque no lo negaré aunque en ello estribe mi salvación… ¡Y ese hombre está muerto, y bien muerto!... ¿Hay quien pueda defenderme? 

 —Sí hay: Yo. 

 —¿Usted?… Gracias. Gracias. Mucho me temo que pierda su trabajo inútilmente. Por lo que hace a mí, le digo con toda franqueza que al conocer mi origen he quedado horrorizada de la vida, y poco me importa morir, con tal de que sea pronto. Por eso confesaré que yo maté a ese hombre, que lo maté porque era mi deber hacerlo y porque una fuerza incontenible me lanzó a ello…. —“Mátalo, mátalo”— una voz desconocida me lo ordenó esta mañana, repitiéndomelo imperativamente, hasta ponerme fuera de mí, incapaz de contrarrestar mis nervios. Ya ve usted que soy instrumento del destino, un brazo vengador que ha hecho justicia. ¡Brazo vengador, como tal actué! Brazo vengador, ¡eso soy!... ¡Asesina, no!… ¡Asesino fue él! 

 Aquí la joven tuvo una crisis de furor que terminó en lágrimas. 

 Acto continuo, previo permiso, entraron dos agentes de la policía, seguidos de un señor anciano que apenas pudo saludar, tal era su emoción. La señorita Silva, al verlo, se arrojó a sus brazos. Ambos lloraron. Del brazo de él, a quien ayudaba el joven abogado, la delincuente fue conducida a la cárcel. Era impresionante este patético cuadro de los agentes de la autoridad conduciendo a la procesada. 

 El muerto era, realmente, padre de la señorita Gloria Silva; así lo manifestó el anciano, quien según datos, es tío abuelo de la joven. Mañana daremos más detalles”. 


 Más acerca del asesinato del Señor Juan B. Umanzor

 Hoy, rogado por uno de nuestros redactores, llegó a la dirección de este diario el jurisconsulto don Alfonso Guardia, defensor de la joven y bella parricida. Nos manifestó lo siguiente: 

 Anoche estuve en casa de la señorita Gloria Silva y, no sin trabajo, logré hablar con su tía, la señorita Magdalena. Ésta, al saber que realmente soy yo el abogado que defiende a su sobrina, se puso a mi disposición, llorosa y contribulada. He aquí lo que me refirió: 

 —Apenas han transcurrido doce días desde que enterraron a mi sobrina, la madre de Gloria. Ésta idolatraba a su madre, y su muerte la ha dejado consternada. Tanta aflicción y tantas noches de desvelo han alterado la salud de la pobre niña, poniéndola excesivamente nerviosa. El médico ha tenido que darle narcóticos para que pueda dormir. 

 Cuando Aurora se sintió muy mal, aprovechó un momento en que su hija dormía, para decirme: 

 —Magdalena, tú sabes que yo no quiero que Gloria sepa nunca quién es su padre. Mi tío me ha ofrecido no decírselo jamás, y quiero que tú vuelvas a prometerme lo mismo. 

 —Confía en que por nada del mundo se lo diré. 

 —Sé que él ya concluyó el haber que le dejaron sus padres y que está completamente arruinado. Me tiene muy alarmada a su venida a esta ciudad. Es casi seguro que, muerta yo, con el propósito de apoderarse del capital que le dejo a mi hija, se presente a ésta y le pruebe que es su padre. 

 Te suplico, pues, que me jures que si tal hace, tan luego esto ocurra, le entregues a Gloria el sobre que te di a guardar para ella. Pero sólo en ese caso debes entregárselo. ¿Me lo juras? 

 —Te lo juro. No te mortifiques más, Aurora. 

 —Bueno. Gracias. 

 —Ya nuestro tío sabe que debes irte con ella a Honduras a entregárselo a Camila, en Danlí. Si te parece, puedes quedarte a vivir con ella allá. Cuando Gloria cumpla veinticinco años, si no se ha casado antes, que resuelva su vida. Mientras tanto, el sano ejemplo tuyo, el de mi amiga y de su familia, y el ambiente moral de aquel apartado pueblecito, le serán muy provechosos. Ella es muy dada a meditar, y la meditación tranquila y bien orientada, le fortalecerá el espíritu abatido por la pérdida de su madre. Me habría gustado dejarla casada, pero ya ves que, a pesar de habérsele presentado muy buenos partidos, no ha querido hacerlo. Qué Dios me la proteja. 

 Una vez muerta mi sobrina, tuve el cuidado de estar vigilando para que no entrase ningún extraño. Nadie salía de la casa ni entraba en ésta sin que yo abriese el portón, cuya llave guardo. Antenoche llamaron con fuerza. Fui a abrir y me encontré con un hombre, quien me dijo afligido: 

 —Corra, señora, corra, que a su vecina, doña Juana, le ha dado un ataque y no hay quién la vea. Yo voy a llamar a un medico. 

 Como es natural, me encaminé precipitadamente en busca de un tapado para salir a la calle, sin cuidarme de cerrar el portón. Cuando volví a éste, el hombre ya no estaba. Eché llave a la casa y me dirigí a donde Juana. ¡Cuál no sería mi sorpresa al encontrarla bordando tranquilamente sin que nada le hubiera pasado! Entonces, temerosa, dispuse regresarme en el acto; pero mi amiga me dijo que algún burlón, de los que hacía algunas noches andaba haciendo bromas parecidas, quiso reírse de mí; sin embargo, yo no creí y me despedí de ella diciéndole que había dejado sola a mi sobrina. En el acto supuse que se me había engañado con alguna intención. Así fue: al pasar enfrente a la sala, vi a Gloria platicando con el hombre que deshonró a su madre. Segura de no poder dominar mi indignación, no quise presentármele. Fui a quitar la llave al portón y a decirle a la sirvienta que me avisase cuando la visita se hubiera marchado, para cerrarlo de nuevo, y me dirigí al corredor con el objeto de estar a la expectativa, sin ser vista, para el caso de que mi sobrina necesite ayuda. El bribón estuvo zalamero y comedido. Al despedirse abrazó a Gloria. Pero ésta no le correspondió el abrazo. Ligero, corrí a cerrar el portón, furiosa por el atrevimiento de aquel malvado. Al llegar a la sala encontré a la pobre muchacha intranquila y preocupadísima. 

 —Magda —me preguntó— ¿te consta que mi padre haya muerto? 

 —¡Niña!... —articulé sorprendida. 

 —¿Que fue marino y primo de mi mamá? 

 —Niña, ¿a qué vienen esas preguntas? 

 —Yo bien sé que soy hija ilegítima; pero respecto de quién sea mi padre he tenido mis dudas, porque mi mamá, siempre que yo le decía: “Voy a pedir a Dios por mi padre”, en el acto me replicaba; “por el marino muerto sin conocer a su hijita”. Notando yo que se entristecía y contrariaba cuando le hablaba de él, llegué a pensar que algún misterio habría en el origen de mi existencia, que ella no quería revelarme, y no volví a mortificarla con preguntas indiscretas. Pero tú, ¡sí vas a decirme la verdad! 

 —¡Gloria, por Dios!... 

 —¿Conoces al señor que acaba de irse de aquí? 

 —No… 

 —Tu vacilación me dice que sí, ¡por favor, no me mientas, Magda!… Tú conoces a ese hombre. ¿Le conoces? 

 —Apenas… Hace mucho tiempo que no le veo, hasta esta noche. 

 —¿Es cierto que es mi padre? 

 —¡Ay, Dios!… No me hagas esas preguntas, que no puedo contestártelas. 

 —¡Dime la verdad!… ¿Será posible que este hombre que tiene pirograbados en el rostro los sietes pecados capitales, sea mi padre?... ¡Sería horroroso!... 

 Yo procuré mostrarme serena. 

 —Mira, niña, no te preocupes por las majaderías que te digan. ¡Hay tanta farsa en esta vida!… Tiempo sobra para averiguar lo que uno se propone. Acostémonos. Estoy cansada y tengo mucho sueño. 

 Nos acostamos; pero yo pasé en vela, mortificada con la idea de que ya había llegado la hora de cumplir con lo que mi sobrina me recomendó. Mientras tanto, que durmiera su pobre hija. 

 Pero creo que tampoco ella pudo entregarse al sueño. Como siempre dejamos abierta la puerta que comunica nuestros dormitorios, varias veces la sentí revolverse en el lecho. 

 El día siguiente, es decir, ayer, se levantó temprano. El desayuno fue silencioso. Casi nada comimos. Ella se fue a su tocador. Yo la seguí. Entonces volvió a interpelarme: 

 —Magda, de nuevo te suplico que me digas la verdad. El hombre que estuvo anoche aquí, ¿es mi padre como él me lo afirmó? 

 —Yo no puedo contestarte nada. Vete a tu escritorio en donde estarás sola. Allí te llevaré lo que tu madre me dijo que te entregara en el único caso de que ese hombre se atreviera a presentarse a ti. 

 Gloria, temerosa y asustada, obedeció. Poco después, vacilante, cumplí la voluntad de mi sobrina. 

 Pasada media hora, dispuse a ir a ver qué hacía ésta. La encontré con los ojos húmedos, con las pupilas dilatadas, las manos temblorosas y el aspecto casi de loca. Al acercármele y consolarla, sollozó: 

 —¡Ay, madrecita, mi madre de mi alma!... ¡Cuánto sufrió la infeliz!… 

 —¡Gloria, por Dios, cálmate! —le supliqué. 

 —Acabo de pasar por la vergüenza y el horror de saber que el canalla que estuvo aquí anoche es el verdugo, ¡el asesino de mi madre!… Mi padre, ¡No! ¡Jamás!...–exclamó exaltada. 

 —Gloria, hija mía… murmuraba yo. 

 —Y… ¿Sabes?… El tal me citó para que fuera hoy, a las once de la mañana, a la iglesia de “El Carmen”; que allí me aguardaría para probarme… para probarme… 

 Apretó con furia las mandíbulas y paseándose, sumamente nerviosa, por la habitación, concluyó: 

 —Para probarme el parentesco que pretende tener conmigo. ¡El muy infame piensa que voy a ir!... ¡Tantas ganas que tengo de volver a verle!… Necesito hablar con mi tío, Magda. Más tarde iré a su casa. 

 —¿Porqué no le llamas? 

 —Porque está algo enfermo. Por el momento te suplico, Magda, dejarme sola. ¡Tengo tanto qué meditar!... 

 Atendí a sus deseos retirándome, muy preocupada, al oratorio a pedirle a Dios por ella… ¡Que la conformase, que la protegiese!... 

 Un poco antes de las once, la pobre niña se acercó a mí. Vestía un traje de calle de riguroso luto; cubríale el rostro un velo también negro. Me besó diciéndome: 

 —Voy a casa de mi tío. Pronto regresaré, Magda. 

 —¿Quieres que te acompañe? 

 —No te molestes. Voy en coche. El regreso lo haré con el ama de llaves de mi tío. Pero si a las doce no he vuelto, almuerza, pues es que yo lo haré donde él. 

 La miré, conmovida por su actitud. Estaba muy bella, aunque intensamente pálida. Tenía los grandes ojos fijos, con un fulgor extraño en la mirada. Me besó de nuevo, y salió… Lo que ocurrió después, usted lo sabe mejor que yo, señor abogado. ¡Ay, qué desgracia! ¡Nunca pensé que sucedería cosa tan horrible! ¡Pobre de mi sobrina!… ahora pienso que ella no estaba en su cabal juicio. Hablaba, miraba y gesticulaba de un modo, que no es posible que tuviera el juicio completo. Licenciado, ¡por lo que usted más quiera, por lo que más ame, por librar del martirio a dos ancianos, por lo que cueste, salve a mi querida niña! Crea que ella no es responsable de lo que ha hecho. Seguramente fue la lectura de la carta lo que le extravió la razón. 

 —¿De cuál carta? 

 —De una que leyó esta mañana. 

 —Entréguemela, se lo ruego. Necesito conocer bien los antecedentes impulsores del crimen y valerme de todos los medios para salvar a su sobrina. Indudablemente, es un caso patológico muy interesante. Desde el punto de vista jurídico, se entiende, señorita. 

 No sé si me comprendió bien la acongojada anciana; pero no tuvo inconveniente en darme la carta. Viéndola tan afligida, le prometí hacer todo lo posible para que le permitieran, como era su deseo, acompañar a su sobrina en la cárcel. 

*****

 Hasta aquí lo hablaba con el abogado defensor de la joven delincuente. 

 Acerca de este hecho delictuoso hay varias versiones; pero el público se ha pronunciado en favor de la infortunada y linda hechora. ¿Por qué?... ¡Quién sabe!... Nuestra misión de periodistas imparciales nos impide hacer apreciaciones oficiosas en asuntos tan delicados como éste. Veremos lo que resuelve el jurado. 

 Acaba de llegar uno de nuestros reporteros y nos informa que, a última hora, se guardan ciertas consideraciones a la delincuente, tomando en cuenta, sin duda, el estado anormal y neurasténico en que ésta se halla. 

*****

 Señora doña Camila Lasso V. de Moncada
 Danlí, Honduras 

 Muy distinguida y apreciable señora: 

 Principio por dar a usted las gracias por el interés que ha tomado en el asunto de mi infortunada sobrina Gloria. 

 Hemos pasado días verdaderamente amargos. Dichosamente, la casualidad nos deparó la fortuna de encontrar un joven jurisconsulto que se ha empeñado no sólo en salvar a Gloria sino también en que tramitaran con rapidez el proceso. Asimismo, hemos tenido la suerte de que no hubiera parte acusadora. Únicamente el fiscal ha actuado en representación de la vindicta pública. 

 ¡Cuánto enredo y cuánta cosa! Mi sobrina está abatida, avergonzada, hecha una lástima. Figúrese usted, señora, que hasta con los médicos hubo que contar. Éstos examinaron a la pobre niña. En su dictamen hicieron constar que había anormalidad en sus facultades mentales, debido a una infección congénita, y que indudablemente cometió el delito en un rapto de insania. 

 Al fin, concluidos los trámites del juicio plenario y terminada la relación del proceso, el juez de la causa pasó los autos al Tribunal del Jurado, y éste, después de más de dos horas de angustiosa espera para nosotros, emitió por unanimidad, veredicto absolutorio. El público era numeroso y prorrumpió en exclamaciones de júbilo cuando supo que Gloria había sido declarada sin culpa y ya estaba libre. 

 Ahora, ésta permanece casi encerrada en su alcoba, sin querer ver más que al médico que la asiste y a sus amigas íntimas. Dentro de doce días saldrá para Europa, acompañada de Magdalena y de la señorita Clotilde Rosales, su amiga de más confianza. También irá con 

 ella un médico respetable, encargado de continuar el tratamiento que el especialista le ha prescrito y con el cual promete curarla si lo sigue todo el tiempo preciso e indicado. 

 Es muy posible que el aire del mar y las nuevas y variadas impresiones que reciba en su viaje de descanso espiritual, le aprovechen tanto física como moralmente. Cuando regrese de su larga y necesaria visita a países que no conoce, cuyas novedades interesantes de seguro le distraerán el espíritu, recibirá usted cartas nuevas, estimada señora. 

 Tengo el honor de ponerme a las órdenes de usted y de su muy apreciable familia, 

 Muy respetuosamente besa los pies de usted su muy atento y seguro servidor, 

 Francisco A. Silva

*****

 Buenos Aires, 31 de julio de 1870. 

 Señora doña Camila Lasso de Moncada, Danlí, Honduras. 

 Muy apreciable señora: 

 Tengo el gusto de dirigirme a usted enviándole un atento saludo y dándole a saber que tanto mi tía Magdalena como yo, hemos regresado bien de nuestro largo viaje por Europa. 

 Tuvimos una feliz travesía de mar… ¡Viera usted cuántas veces sentí impulsos de hundir mi existencia mísera en las movibles, atrayentes y profundas aguas del océano!… Eso le probará la horripilada y decepcionada que estoy del mundo, de este mundo corrupto en el cual me ha tocado actuar de una manera cruel, tan distinta a la ruta suave, sin tropiezos, ajena a todo rencor, por la que yo soñaba se deslizase mi vida. ¡Había sido tan feliz con el cariño de los míos, con mis flores, mis libros, mis pájaros!... ¡Con mi piano, en el deleite de la ejecución de música selecta!.... 

 Aseguro a usted que no es fácil para mí explicar cómo pude resolverme a cometer un acto tan atrevido y punible como lo es el de matar a un hombre. ¡La fatalidad, un impulso incontenible, una mano oculta y poderosa —o como usted quiera llamarlo— me lanzaron al crimen! Después de enterarme de los sufrimientos de mi madre, de la villanía de que fue víctima, indignada por el raimiento con que se me presentó el hombre que decía ser mi padre, no tuve más que un pensamiento, un deseo, una idea, un objetivo: ¡Vengarla!... ¡Y me sentí obsesa!… ¡Y tuve la obcecación de la sangre, de la sangre que lava las manchas inferidas al honor!... ¡Y deseé matar con el ansia, con la desesperación, con el ímpetu del sediento que apura un vaso de agua!... ¡Y la cita que él me había dado fue propicia para mi propósito vengador!... El hecho se consumó; mejor dicho, lo cometí en un estado morboso, en un momento de frenética inconsciencia. El puñal que salvó a mi madre de nuevos y villanos atentados, quizá lo destinó Karma para que yo vengase su honra mancillada. 

 Mentiría a usted, señora, si dijese que estoy satisfecha del crimen que he cometido: pero le confieso que nadie se atreverá a calificarme de parricida, porque no debe conceptuarse padre a aquel que villanamente abandona a una señorita a quien ha seducido. Y que la abandona próxima a ser madre, rehuyendo dar su nombre a un ser inocente y salvar una reputación que él ha mancillado. ¡Y con qué mancha!… Nada hay que pueda ni atenuar ni disculpar su cobarde huída. ¿Por qué no se casó con su víctima, aunque después la hubiera abandonado? Porque ni ella ni el hijo que iba a nacer le importaban. Porque entonces él tenía buen capital e ignoraba que mi madre tuviese un tío riquísimo a quien probablemente heredaría. Además, según me ha contado mi tío Francisco, dejó a mi madre porque creía seguro casarse con una joven acaudalada; pero que ésta, al saber ciertos antecedentes de él y contarle la vida licenciosa que llevaba, lo despreció. Ya ve usted, pues que no hay ningún derecho cuando se han rehuido las obligaciones; máxime, si éstas son de honor. Al menos, éste es mi criterio. 

 No hallo frases con qué expresar a usted mi agradecimiento por su generosidad en ofrecerme su casa, ofrecimiento que no me es dado aceptar porque el rumbo de mi vida ha cambiado por completo para siempre. Que me perdone mi bendecida y adorada madre si no cumplo su voluntad, si, impulsada por la fuerza de mi sino, cambio la sandalia que me conduciría donde usted por el cilicio mortificante del penitente que, en el fondo no se considera purificado. 

 El joven don Alfonso Guardia, que tan brillantemente me defendió hasta obtener mi absolución, tiene empeño en que me case con él. Desde todo punto de vista es un buen partido. De los que han solicitado casarse conmigo, es el único que me ha sido simpático, y quizá me habría gustado para compañero mío sino fuera el nauseamiento que, en mi actual estado de ánimo, me causan los hombres. Por otra parte, no quiero que mi raza se perpetúe. Me causa horror suponer que pudiera nacerme un hijo parecido al infeliz atrofiado que causó la desgracia de mi madre y me obligó a mí a ser delincuente. ¡Qué triste es esto, señora!… La ley y la sociedad me han exculpado. ¡Cuánto diera yo por poder hacer otro tanto, por no sentirme agobiada por el inaligerable peso de culpas ajenas!... 

 Todavía estoy magullada de cuerpo y alma. Ahora, en mi morbosismo, sólo anhelo la paz, sólo hay en mí ansias de renunciamiento, de oración, de sacrificio, de sepultar a mi juventud con todos mis ensueños de joven a quien no ha mucho le sonreía y halagaba la fortuna, en el tranquilo aburrimiento de un agente claustro. Allí cuidaré pájaros, cultivaré flores y verduras, haré cuanto trabajo sea preciso para anestesiar mi libre albedrío, hasta llegar a ese estado de inanición mental en que casi no se piensa. Las pasiones humanas sólo las percibiré muy a la sordina. Pero si a pesar de mis esfuerzos de aniquilamiento, mi voluntad reacciona, la vida potente reclama sus derechos, seré una humilde imitadora de Sor Juana Inés de la Cruz, la célebre y filósofa poeta azteca, víctima de insatisfechas ansias mundanas, y escribiré lo que la naturaleza me dice… Volveré a hacerme amiga de mis olvidados libros de literatura, y recordaré mis tiempos de colegiala en que tan buenas notas obtuve, en que era la número uno en las clases de gramática y en que siempre sacaba primer premio en composición. 

 Los paseos, el baile, la ópera, el teatro, todas estas cosas a que he sido tan aficionada, deberán estar sepultadas para mí. ¿Y por quién?... ¡Qué duro, qué triste, qué amargo es, señora, tener que inculpar, tener que maldecir a un ser que debería reverenciarse y quererse!... 

 A usted, cuya alma es tan bondadosa, le suplico eleve sus preces al cielo para que Dios me perdone, me redima y me dé la paz, la confortadora, la verdadera paz del espíritu que tanto necesito. 

 La penitencia y el alejamiento del mundo quizá me hagan comportable mi situación y pueda, en algún tiempo, olvidar la inevitable tragedia —que siempre paréceme horrible pesadilla— que ha ensombrecido mi existencia y matado todas mis ilusiones. 

 Deseo a usted y a sus hijos muy amados, toda clase de venturas. 

 Una vez más, mi distinguida señora, le expreso mi gratitud imperecedera y mi respetuoso cariño. 

Gloria Silva

*****

 Con esta carta termina el contenido del paquete que la curiosidad me impelió abrir. 

 Terminaba la lectura del histórico relato, me engolfé en un océano de divagaciones a cual más aventuradas, ya que cualquier prejuzgación sería hipotética. 

 ¿Fue o no fue culpable, la desdichada Gloria, del delito de parricidio? ¿No le hablaría su conciencia antes de cometerlo? ¿Y si le habló, qué fuerza insuperada hizo que venciera su obduración y que el homicidio se perpetrase? ¿Por qué fue ella la víctima propiciatoria para obtener misericordia, para borrar pecados que nunca cometió? ¿Cuál fue su fin? ¿El matrimonio con su enamorado defensor? ¿Un convento? ¿O quizá el manicomio? 

 ¡Y vi abierta la lacra, la inmensa lacra de las miserias sociales en donde fermenta la levadura de los vicios que contaminan a la mayor parte de la humanidad incauta! 

 ¡Y comprendí y disculpé el odio, el odio supremo, santo, que una mujer honrada siente por el hombre perjuro que la mancilló, que burló su fe y su amor! 

 ¡Ah, la entraña inmolada que sangra odio!... ¡Ah, la entraña que pide justicia!… Esa entraña, ¡GLORIFICADA SEA!... 

 

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