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Lucila Gamero

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Odio

Capítulo 1

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No necesito de hacer un gran esfuerzo de memoria para acordarme de lo que voy a narrar. Sin embargo, desde entonces, ¡cuántos truenos han retumbado y cuánta agua ha caído ya! Fue en el tiempo en que aún celebraban en Danlí el alegre carnaval típico, con sus corridas de toros a usanza española. Tiempo en que se ponían en escena comedias y dramas interpretados por un personal netamente danlideño, y en que se quebraban huevos rellenos en medio de bulliciosa algazara, aumentada con la algarabía de innúmeros muchachos. 

 Vita, la buena Vita pidiéndole fuerzas a sus ya multiplicados  años, desafiando el largo y pésimo camino que hay de Tegucigalpa a  Danlí, sólo por darse el gusto de ver a los pocos parientes que aquí tenía, llegó a mi casa a proporcionarme el placer de tenerla algunos días en mi terruño, en donde fue cariñosamente atendida por todos los míos. 

 Aprovechó este tiempo para recoger varios objetos —libros en su mayor parte— pertenecientes a su hermana Rosinda, tía política mía, 

 quien, después de muerto su marido, hizo su traslado a Tegucigalpa con el propósito de educar a sus hijos en la capital. Con este motivo me invitó a que fuese con ella a recoger los consabidos objetos. Éstos estaban en la casa que fue de mis abuelos maternos, precisamente en una alacena incrustada en la pared de la pieza-dormitorio en que yo nací en la mañana de un día Jueves de Corpus, mientras melodiaba la música sagrada, explosionaban los cohetes y repicaban, alborozando los ánimos, las campanas, dejando oír sus timbradas voces de oro. Hoy ya no suena como antaño. Al fundirlas de nuevo, pretendiendo mejorarlas, les cambiaron sus voces dulces y sonoramente cristalinas, por otras destempladas y afónicas, y así estarán hasta que haya un galeno  filantrópico que les inyecte una buena dosis del metal amarillo que les  extrajeron. 

 En plena juventud no pude menos de evocar mi recién pasada infancia: la misma pieza con sus paredes encaladas, adornadas con telarañas; su cielo de tablas de madera, oscurecido por el tiempo, manchado por las goteras confianzudas y constantes. En todo se veía el estrago causado por el abandono y el descuido de aquella casa en que la menor cosa me era familiar. Sólo los pocos muebles que había eran distintos a los que conocí de niña, discordando éstos con el pasado entre real y legendario que yo evocaba unciosamente, con una unción mortificante y desconsoladora; algo parecido a las saudades de los portugueses. Y eso que no soy pronta a la melancolía. 

 Ya no estaba el viejo escaparate conteniendo la bien tallada Virgen de Mercedes con el niño en sus brazos, preciosa imagen que unos ascendientes míos, de España, enviaron, como significativo regalo de piadoso cariño, a mi bisabuela, doña Mercedes de Ordaz. 

 El traer a mi memoria esta antigua escultura venida de Iberia, avivó en mi naturaleza iconoclasta el recuerdo de mis primeros años de rapaza insubordinada y atrevida, merecedora de diarios castigos, en que mi abuelita materna, con todo su acendrado cariño para su nieta preferida y revoltosa, y su santa e ingenua fe de matrona solariega, hacía que me arrodillase ante la milagrosa Virgen de Mercedes y, puestas las manecitas en actitud de recitar el “Bendito”, la compostura humildemente hipócrita como la de algunas personas mayores devotas, y la voz de mis cuatro años, dulce, llorosa y rebelde, murmurase inconscientemente: “Vilgencita queyida peldóname mis pecayos. Niñito Jesús, quítame mis babuyas”. Aún ignoro si mis obligados ruegos fueron atendidos. 

 También recordé que varias noches, cuando, sin causa que yo supiese, me despertaba a cualquiera hora de la noche, veía el dormitorio iluminado por opaca claridad, pero que me permitía distinguir bien los objetos de la habitación, en cuenta el escaparate con todo lo que contenía. Esto duraba unos pocos segundos; luego volvía la oscuridad y yo no tardaba en dormirme de nuevo. Nunca creyeron en mi casa lo que les refería acerca de lo que me había ocurrido; y mi cabeza infantil no era capaz de imaginarse que existieran ciertos curiosos fenómenos óptico- nerviosos, y menos de que se le ocurriera tratar de descifrarlos. Para no seguir oyendo el consabido: -“No seas mentirosa”-, dejé de contarles mis frecuentes alucinaciones. Si yo hubiera tenido vena mística, o un organismo amenazado por la histeria, ¡quién sabe!… Tal vez habría resultado, si bien en menor escala, una segunda Santa Teresa; aunque, lo confieso, la realidad de la pretenciosa idea, si es verdad que me halaga, no la deseo. Mejor es que mis alucinaciones visuales hayan terminado inocentemente sin… éxtasis divinos. 

 Mientras Vita sacaba los libros mancillados por las cucarachas y, refunfuñando, mataba unos cuantos de estos insectos, yo tiré de una de las gavetas de la alacena y descubrí, junto a un escriño desvencijado y vacío, un paquete de regular tamaño, envuelto en un pañuelo que debió haber sido blanco, pero que se presenta a mi vista amarillo, con pequeñas rasgaduras, pringado con el excremento de las cucarachas, horadado por las polillas y oliente a sacristía, ¡a auténtica sacristía!, pues servíale de colchón a un Año Cristiano, que de cristiano —según lo entienden y practican algunos de éstos— no le quedaban más que las carcomas. 

 Procedí a desatar el envoltorio aprisionado por un pequeño cáñamo, y me encontré con dos paquetes de cartas anudados con cintas descoloridas, que se rompieron al contacto del aire y de mis dedos irreverentes. 

 Yo no pensaba en ningún acto subrepticio, pero notando que Vita me observaba con el rabillo del ojo, le dije: 

 —Éstas deben ser cartas de mis antepasados. 

 —De seguro. Lo mejor es que las lleves a tu casa para echarlas al fuego. 

 Pero yo ya había tomado una del paquete más pequeño y la leía con interés. 

 —No seas curiosa, Lucila —me reprobó Vita, rezongando. 

 Tal vez algunas de esas cartas contienen secretos que tú no debes conocer. 

 —Nada de eso. Ésta es de mi abuelito Pedro para la que fue su esposa. ¿Por qué no he de leerla? 

 De fama conocía yo a mi abuelo materno: un hombre alto, bien formado, blanco, galanísimo, de carácter de hierro, impulsivo, dominador, y que murió joven, apenas cumplidos los cuarenta años. Quedé sorprendida al leer aquella carta tan cariñosa, tan dulce, tan llena de recomendaciones cuidadosas para sus tiernos hijos, tan amantísima para su adorada compañera. En voz alta repetí su lectura para que oyera Vita. Al terminar, le pregunté: 

 —¿Es éste el ogro de mi abuelo, cuyo carácter recio e iracundo me hizo conocer mi tío Tomas? 

 —Lo probable es que don Tomás haya exagerado. Don Pedro tendría, realmente, algunos defectos, pero les superaban las cualidades. No se dejaba dominar de nadie; era muy amante de su familia, ¡y todo un hombre! Manejaba la espada con perfección; esto le valió para que no lo asesinaran en Tegucigalpa, cobarde y vilmente, dos rufianes. 

 —¿Asesinarle?... ¿Cómo?... —inquirí. 

 —Una madrugada, al salir él de cierta casa, fue simultáneamente atacado por dos asesinos pagados por su rival desdeñado. A pesar del imprevisto y brusco ataque, no perdió don Pedro su sangre fría: rápidamente sacó su espada, y pidiendo a sus atacantes varias veces, sin lograrlo, que se rindieran, defendiose con bravura y mató, tras breve lucha, a uno de sus contrarios, y puso en fuga al otro. No lo dudes, don Pedro era todo un hombre y también todo un caballero. 

 Sentí entonces que por mis venas corría veloz y enardecida la sangre indómita de mi abuelo, que mi madre me transmitiera. 

 —¡Qué dicha tener un abuelo así! —exclamé. 

 —A ese lance que tuvo se debe que haya venido a Danlí y que tú seas su nieta. Aquí permaneció hasta que, probado que mató en defensa propia, fue absuelto. 

 —¿Y regresó a Tegucigalpa? 

 —Fue, pero de paso, pues ya estaba enamorado de doña Camila,  tu abuela, con quien se casó pronto, radicándose definitivamente en esta  población. Es una lástima que haya muerto todavía joven —suspiró  Vita—. En lo físico tu mamá se parece mucho a él. 

 —Pues era realmente hermoso. 

 —Aquí hay pocos tipos como el suyo. Pero deja esos papeles que te van a ocasionar un buen catarro— me instó, observando que yo trataba de desliar el segundo paquete—. Es hora de que vayamos a almorzar. 

 —Eso quiere decir que ya le habló el estómago. 

 —¿Piensas que es temprano? 

 —Creo que es tarde y que usted tiene razón. Siempre le daré a usted la razón, Vita, cuando se trate de obedecer los llamados del estómago. 

 —¡Ya vas con tus cosas!... Ayúdame a levantarme, que se me ha dormido una pierna. Más tarde vendré con el sirviente de tu casa para que lleve hoy todos los libros. 

 —Como usted quiera; pero estos paquetes los llevaré yo. 

 Y sin importarle que los transeúntes me vieran con el descolorido y deteriorado paquete en las manos, marché con rumbo a mi casa, sin tomar en cuenta la risa maliciosa y reprobatoria de Vita, tan amiga de ciertas etiquetas sociales que a mí siempre me han tenido sin cuidado. 

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