¿Quién no ha oído hablar del genio burlón y aventurero de la hermosa Eleonora de Olivar, duquesa de Alba? Emanación brillante del sol andaluz, la hechicera sevillana entró un día como un ardiente torbellino en la austera corte de Carlos III despertando los graves ecos de su alcázar con las risas de su inagotable alegría.
Los cronistas de la época se extienden con delicia en la relación de las graciosas locuras de aquella amable aturdida que por tanto tiempo tuvo en continua agitación, en perpetua zozobra, la corte y la ciudad; porque fastidiada algunas veces de sus travesuras aristocráticas, descendía con frecuencia del mundo brillante que habitaba para buscar otras más picantes en la plebeya atmósfera de las callejuelas.
En nuestros días Eleonora habría sido horriblemente calumniada; pero en aquellos benditos tiempos se tenía más confianza en una mujer honrada, y el duque de Alba, y a ejemplo suyo toda la corte, veneraban profundamente la virtud de la duquesa. ¡Honor a la fe de nuestros mayores!
Pero si Eleonora era burlona, no era maligna como lo son generalmente aquellos que tienen ese odioso carácter. Ni con sus chistes, ni con sus locuras jamás hirió el amor propio ni la sensibilidad de nadie. Al contrario, si ella gustaba de reír era más bien para alegrar a las otras, y sus travesuras eran tan benévolas y lisonjeras que cautivaban para siempre el corazón de aquel que era su objeto. Así el estudiante a quien en tan ligero equipo hizo bailar aquella célebre zarabanda le debió su fortuna y el capitán de guardias la restitución del regio amor que le había robado.
—Duque, ¿te parezco bien así? —dijo un día Eleonora presentándose a su marido vestida de peregrina.
—¡Encantadora! —respondió el duque contemplándola admirado—. ¡Oh! Jamás la túnica de la viajera cubrió un cuerpo tan gentil.
—¡Gracias, mi bello caballero! —respondió la irresistible andaluza, rozando con su delicada mejilla la negra barba del castellano—. Pero no es para oír tus amables galanterías que me presento a ti vestida de esta manera… Mi objeto es
alcanzar una piadosa concesión.
—Pide lo que quieras, hermosa mía, con tal de que me permitas besar esos piececitos calzados con sandalias.
—Están a tu disposición, duque, si quieres dejar a la mía un mes de mi existencia.
—¿Y qué harás de ese mes? Supongo que no querrás robármelo.
—Iré sola y a pie en peregrinación a Santiago de Compostela.
—¡Sola y a pie…! ¡A Santiago…!
—Sí, señor.
—Eleonora, ¿piensas en lo que dices?
—Con toda la seriedad de que soy capaz, duque.
—¿Has olvidado la adorable revelación que anoche me hiciste?
—Te dije que tenías ya un heredero.
—¿Y no sería destruir esa esperanza el ceder a la locura que imaginas?
—Precisamente para que esa esperanza se realice debes consentir en mi peregrinación.
—¿Cómo?
—Es un antojo. Ya sabes que si no lo cumpliese moriría nuestro hijo.
—¿Y crees tú que viviría si yo fuese bastante insensato para exponerlo a las fatigas y accidentes de ese largo y penoso viaje?
—Sin embargo, será necesario que me des permiso. ¡Es un antojo!
—¡Qué delirio! ¿Cómo puedes, querida mía, persistir en esa extravagancia? Sin contar con el estado en que te hallas, tu posición y tu empleo en la corte te retienen cerca de la reina. ¿Qué diría su majestad si le hablaras de tan extraña idea?
—Tengo ya su permiso para pasar un mes en nuestros estados.
—¿Y la princesa de Asturias?
—La princesa de Asturias está envidiosa de mí y me aborrece lo bastante para alegrarse de mi ausencia, aunque yo fuera hasta la Meca.
—Eres demasiado hermosa para justificar la envidia de la princesa. Donde tú apareces, toda belleza se eclipsa.
—¡Vamos, señor de Alba! No piense, vuestra excelencia, en adormecerme con sus lisonjas… ¡El permiso, señor! ¡El permiso!
—Imposible, hermosa mía; tan imposible como que ría el conde de Girón —dijo el duque creyendo cortar la cuestión.
—¿Quién es el conde de Girón y por qué no ha de reír? Cuéntame eso, duque —dijo volublemente Eleonora echando uno de sus brazos al cuello de su marido y dejando sobre sus rodillas el sombrero adornado de conchas.
—El conde de Girón, amada mía, es un señor del antiguo régimen tan apegado a las costumbres de su tiempo que no pudiendo sufrir las innovaciones que el progreso ha traído a los nuestros, abandonó la corte y el empleo que en día tenía, retirándose a uno de sus castillos cerca de Aranjuez, donde vive como en el tiempo del rey Rodrigo y cercado de escuderos, pajes y dueñas tan anticuados como pide el gusto de su señor, cuya gravedad, por otra parte incontrastable, ha pasado a proverbio y es fama que nunca quiso casarse por no tener que sonreír a su novia siquiera el día de la boda. Así, cuando se quiere calificar algo de imposible en grado superlativo se lo compara con la risa del conde de Girón.
—Muy bien. Y si el conde de Girón riera, ¿qué dirías, duque?
—Diría que el buen apóstol Santiago, enamorado de tu hermosura, hacía un milagro para lograr la dicha de verte.
—¡Oh, duque! Por esta vez caí en el lazo de tu lisonja. Acepto la hipótesis. Besa mis sandalias y haz mañana una visita al conde de Girón.
—¿Es una apuesta, Eleonora?
—Sí, duque… Es una apuesta.