J. Manuela Gorriti
Conclusión
Poco tiempo después, un día en el convento de Ocopa, tenían lugar a la misma hora dos solemnes ceremonias.
En el templo tomaba el hábito un religioso.
En el cementerio abrían una tumba.
El prelado, al fin de la ceremonia, dijo al novicio, dándole su bendición:
—La paz del Señor descienda a vuestra alma, hermano Guillermo.
Sobre la tumba colocaron una lápida con este nombre: Cecilia.
El novicio, los ojos bajos, los pies descalzos, y apoyado en el báculo del peregrino, besó la mano al prelado y partió a lejanas misiones.
El sepulcro quedó solitario. Las golondrinas se posaban tranquilas sobre su cornisa de mármol, y tendían al sol sus trémulas alas. Pero cuando la noche descendía al valle, y las estrellas comenzaban a brillar en el cielo, los religiosos del convento veían una sombra que deslizándose bajo los álamos a lo largo de la alameda, entraba en el cementerio y velaba prosternada e inmóvil la tumba de Cecilia.