Historia de los caminos
La infortunada se dejó conducir con triste docilidad. Cruzó las manos sobre sus rodillas, y contempló largo tiempo, pensativa y silenciosa, la móvil llama del hogar.
Poco a poco, sus apagados ojos comenzaron a animarse y resplandecer como iluminados por una luz interior; y en sus labios vagó una sonrisa juvenil que hizo brillar en la sombra sus dientes blancos como perlas.
— ¡Esteban! —gritó de repente — . ¿Quién dijo que Esteban murió? ¡Mentira! Helo allí, joven, alto y ligero. Baja con las ovejas de Casa-blanca. Es él, el mismo; esos son sus ojos, esos son sus negros cabellos. ¡Me llama! ¡No! Aléjate, Esteban. El cura no quiere que pastemos juntos nuestros rebaños, porque somos todavía muy jóvenes para casarnos. Como si en cualquier edad no se pudiera amar, alabar a Dios y ser feliz. ¡Feliz! ¡Ah! Yo no puedo serlo: si el cura nos ha separado. Tú llevas el ganado a las alturas, y yo me quedo sola en el valle, sola con las cabras que, aunque saltan alegres, no pueden darme una gota de su gozo. Todo esto lo sabes tú muy bien; pero ¡ah!, tú no has sabido jamás que... ¡Se aleja! ¡No quiere oírme! Ven, Esteban, ven. Yo te lo diré ahora, ahora que el tiempo y el dolor han curtido mi rostro, y que la vergüenza no puede ya subir a mi mejilla.
He allí la peña donde yo lloraba esperando la tarde, la tarde que nos reunía a la luz del fuego, bajo los sauces de nuestro patio. De esa hondonada salió la voz del militar que me llamaba. Yo tuve miedo, y hui; pero él montaba un caballo veloz y me persiguió, me alcanzó, echó pie a tierra, luchó conmigo, y me ultrajó...
Y desde ese día, ya no quise verte, y huía de ti... Y te dije: "Esteban, no puedo ya ser tu mujer". Y entonces te amaba más que nunca. Pero debíais creerme inconstante y liviana; y al despedirte de mí me arrojaste llorando una maldición.
Después... un día mi padre púsose a mirarme fijamente y me dijo:
—Tú eres una mujer infame; has deshonrado mis canas, y manchado la casa de tu padre. ¡Vete!
Y alzando la mano sobre mi cabeza, me maldijo.
Y yo anduve errante largo tiempo, huyendo como una fiera, de valle en valle, de montaña en montaña, desnuda, hambrienta, miserable. Pero al lado de mi dolor se elevaba una santa alegría. Dios se había apiadado de mí, y en el camino de mi infortunio había hecho nacer una flor... ¡Mi hija!
Y pronunció estas palabras con un acento de ternura íntima, imposible de reproducir, y que solo se oye en las chozas de los indios.
Amelia lloraba, Guillermo se hallaba profundamente conmovido, y el coronel, pálido y sombrío, estaba absorto en una profunda meditación.
— ¡Mi hija! —continuó la india—. ¡Mi hija! No me cansaba de repetir este nombre, y olvidé el tuyo, Esteban. No te enojes contra mí: así son todas las madres.
"Entonces, lejos de ocultarme, fui a pedir trabajo y pan a las haciendas inmediatas. Los pastores de Huairos tuvieron lástima de mí, me acogieron entre ellos, y me dieron una cabaña. Y yo guardaba el ganado, llevando a mi hija acurrucada a mi espalda, como un pajarillo en su nido. Contemplábala de la mañana a la noche y cada día era más feliz. Pero a medida que mi hija crecía, mi gozo se cambiaba en inquietud. Volvime huraña y recelosa, y temblaba de miedo cuando algún forastero acariciaba a mi hija, porque, ¡ay, Esteban!, las pobres indias nada pueden poseer en paz, ni aun a sus hijos.
"Dicen que nuestros padres, poderosos en otro tiempo, reinaron en este suelo que nosotros pagamos tan caro; y que los blancos, viniendo de una tierra lejana, les robaron su oro y su poder. No sé si es eso cierto, pero ahora que somos pobres, ahora que nada pueden ya quitarnos, nos roban a nuestros hijos para hacerlos esclavos en sus ciudades.
"Por eso yo guardaba a mi hijita con un miedo que se aumentaba cada día, porque cada día se volvía más linda. Nunca la dejé en casa; y aunque la pobrecita se fatigaba, llévela siempre conmigo al campo, guiando el ganado por los parajes más lejanos de las sendas que frecuentan los soldados y los viajeros. Así, ocultándola de todos, del subprefecto, del hacendado, del cura, llegó mi hija a los cinco anos.
"Un día... —Y la india, llevando las dos manos a los ojos, se inclinó hasta el suelo, dando un gemido.
Amelia sentada sobre las rodillas, escuchaba inmóvil, muda, anhelante. De vez en cuando posaba la mano sobre su frente como para avivar un recuerdo. La india prosiguió:
—Un día faltó el pasto en las alturas, y fue preciso bajar al valle. Muerta de miedo, y llevando a mi hija en los brazos, caminaba con el ganado, escondiéndome entre los peñascos y en las hondonadas de los cerros. Pasaron las horas, y el camino estaba desierto. El sol iba a ponerse; y yo subía ya con el ganado a la hacienda. De repente mi hija vio una mata de arirumas al lado del camino; y soltando mi mano, bajó corriendo sin hacer caso de mis gritos.
Amelia se había levantado. Con las manos juntas, el cuerpo inclinado, y los ojos fijos en el rostro de la india, escuchaba su voz como si fuera un eco lejano.
—A ese tiempo —continuó la india— sonaron cornetas en el valle y un regimiento comenzó a desfilar por la orilla del río. Cuando saltando peñas corría yo tras mi hija, vi a un soldado que, llegando a la carrera, la arrebataba sobre su caballo. Yo le quité a mi hija; pero en ese momento, un hombre se arrojó sobre mí, y arrastrándome por los cabellos, me despeñó en un barranco. Al caer vi a ese hombre. Era el oficial que seis años antes me ultrajó en esos mismos sitios, y que ahora me robaba a mi hija, mi pobre hijita que me llamaba...
La india se interrumpió de súbito. Su mirada había encontrado el rostro de Amelia. Fijó en ella los ojos con expresión de angustiosa duda, y gritó de repente:
— ¡¡¡Cecilia!!!
—Mamay —murmuró Amelia, cayendo desmayada en los brazos de la india.
Guillermo se precipitó hacia ella, y la tomó en sus brazos. Pero Amelia, volviendo en sí, lo rechazó con terror.
— ¡Desventurado! —exclamó—. Huye lejos de mí. ¿No comprendes? ¡Soy tu hermana!
El coronel, estrechando sus sienes entre las crispadas manos, huyó de allí.
dando roncos gritos.
Al siguiente día, los cabreros de la montaña encontraron su cadáver, devorado por los buitres, en el fondo de mi despeñadero.