Doce años después
—Papá —decía una noche al salir del teatro una linda joven a un coronel profusamente decorado—. ¿Tendré tiempo para escribir a mi hermano?
—Y de sobra, hasta mañana a las doce que zarpa el vapor.
—Escribiré esta noche para vaciar mi resentimiento y dormir tranquilamente —dijo ella, haciendo una mueca.
El coronel sonrió con sorna, y besando la linda frente de la niña diole la mano hasta la puerta de su alcoba y se retiró.
Entrando en su cuarto, la graciosa niña sonrió a su espejo, arrojó sobre un mueble su abanico de plumas, desprendió la guirnalda de rosas que adornaba su cabeza, colgola como un ex voto a los pies de la virgen que velaba su lecho.
sacudió su cabellera, y abriendo por fin un secretario escribió:
"¡Qué inmenso vacío, querido Guillermo, ¡qué inmenso vacío en mi existencia desde que tú has partido! ¡Qué horrible es esa enfermedad del alma que se llama 'echar de menos'! Los médicos se contentan con llamarla por su nombre científico: '¡Nostalgia!', dicen ellos muy frescos. Y si es una joven quien sufre, entonces añaden sonriendo: 'Que lleven a esta niña a Chorrillos, que se bañe, que tome el aire, que se pasee y se distraiga de todas maneras y ello pasará'.
"¡Ya! Como creen que las limeñas solo amamos el baile, el lujo, la disipación... ¡Oh, Guillermo! ¿Qué castigo merece quien así nos calumnia? Yo sé uno. Daría a su corazón el dolor que tu ausencia ha dejado en el mío. Así sentiría cómo sabe amar una limeña.
"¿Y tú, hermano mío? ¡Oh! ¡Tú, es diferente! Primero, y por más que digan, el que parte tiene mil motivos de distracción que lo absorben y adormecen su pena. Los incidentes de a bordo, el arribo a puertos desconocidos, los rostros nuevos que se suceden sin cesar. Y luego, yo me figuro que los hermanos jamás echan de menos a sus hermanas. ¿Qué es, en efecto, lo más frecuentemente para nosotros un hermano? Un tirano que quiere monopolizar todos nuestros sentimientos, que nos trata con el más crudo despotismo, que nos pospone a todo, que nos halla siempre feas, y tontas, y...
"Perdón. ¡Oh, Guillermo querido! ¡Confundirte a ti con esos hermanos impíos! ¡Qué atroz injusticia! Tú me amaste siempre con la ternura protectora de un padre y la galantería exquisita de un amante. Pero sabes que soy celosa de mis palabras, cuando después de dos meses desde que habitas París has olvidado a tu hermana, y la promesa de darle, cada quincena, ¡cuenta estrecha de tu persona! ¡Oh! La idea de tamaño desacato, por más que taches a la frase de vulgarismo, digo con rabia: ¡qué lisura!, ¡gua!
"Si un motivo serio, un amor, por ejemplo, te preocupara... Pero una fastidiosa comisión del gobierno, bailes, paseos, espectáculos, frivolidades... Guillermo, para eso no hay perdón".
La quisquillosa hermana recibió poco después esta respuesta:
"Y bien, mi bella enojada, era un motivo serio, era un amor lo que me hacía no olvidarte ni un solo momento, sino guardar silencio antes de darte una noticia que te colmará de gozo; una noticia que nuestro padre sabía ya, y te callaba a
ruego mío. Tienes ya una hermana, buena como tú, cual tú, bella como un ángel, y que te es parecida de una manera sorprendente, extraña. Escucha.
"Paseaba yo una tarde bajo las bínebres arboledas del padre Lachaise. El día iba a acabar. Los rojizos rayos del sol poniente atravesaban como hebras de brego la espesa fronda. Desierto y silencioso estaba el lúgubre recinto, y las últimas ráfagas del viento de la tarde gemían como almas en pena entre las hojas de los cipreses.
"Después que hube vagado largo tiempo en la ciudad de los muertos, y visitado las tumbas de Abelardo, Ney, Lavedoyére, Foy, habíame sentado bajo el laurel que sombrea el sepulcro de Carlos Nodier. Leyendo su epitafio, recordaba el loco entusiasmo con que allá, bajo los jazmines de tu jardín, leíste su fantástica 'El hada de las migajas' y el crédulo empeño que le hacía correr los cerros de Amancaes en busca de la 'mandrágora bella'.
"De recuerdo en recuerdo, tu imagen apareció al fin, tan viva en mi pensamiento que involuntariamente volví los ojos buscándote en tomo de mí. Cuál sería mi asombro encontrándote, a ti, a ti misma, ahí, a algunos pasos de distancia, vestida de luto y reclinada en la pilastra de una tumba. Sin pensar en lo que hacía, corrí a palpar la realidad de aquella visión. Pero al acercarme conocí que era solo una gran semejanza, y que yo había incurrido en una grosera indiscreción. Mas la joven enlutada ni siquiera se apercibió de mi presencia. Con la mejilla apoyada en el mármol del epitafio, tenía los ojos cerrados, y sus labios se movían lentamente. Oraba.
"En ese momento resonaron a lo lejos roncos ladridos. Acordeme entonces que era la hora en que el conserje suelta los formidables mastines que guardan aquel sitio durante la noche, y estremecido de espanto a la idea del peligro que amenazaba a aquella hermosa joven, arrebátela en mis brazos y atravesé a carrera la calle de ciprés que conducía a la puerta. A la brusca subitaneidad de mi acción, la joven, abriendo los ojos, dio un grito de terror y se desmayó. En la puerta del cementerio la esperaba un coche de alquiler. Coloquela dentro, y me senté a su lado para sostenerla.
"Mientras le prodigaba mis cuidados, contemplaba con amor la prodigiosa semejanza de aquel bello rostro con el tuyo, querida Matilde. Era tu imagen, tú misma, sin la florida lozanía que es uno de tus encantos. Ella, al contrario, delicada y cenceña, tenía en sus morenas mejillas esa palidez aterciopelada que se adora en Francia, y que en Lima alarma tanto la ternura de las madres. Pero esa misma
palidez añadía más brillo a sus grandes ojos negros que se abrieron por fin y me recordaron más a mi hermana, ora en su dulce sonrisa, ora en su apacible seriedad.
"Amelia es hija de un sabio viajero que consagró a la ciencia su fortuna y su vida, y murió legándole solo su nombre ilustre y su austera virtud. Huérfana y pobre, pero con un alma rica de poesía y sentimiento, Amelia repartió su vida entre las melodías sublimes de su piano y el fúnebre silencio del cementerio. Alma de temple fuerte, todas las cosas de la vida son serias para ella; y en su mirada, en su voz y en su actitud, hay una expresión de melancolía dulcísima, de meditabunda gravedad, del todo ajena a las turbulentas hijas de la Francia, y que ella contrajo, sin duda, al aspecto solemne del desierto, bajo el velo de las árabes, allá en las lejanas regiones que recorrió con su padre.
"Tal es tu hermana. ¿No es cierto, mi linda aturdida, que te alegrarás mucho de abrazarla luego?".