Los bandidos
La doble sombra de la noche y de la niebla comenzaba a extenderse sobre el Rímac, y el silencio del invierno reinaba todavía en los espesos jarales que lo cubren. Pero a lo lejos, hacia el camino que desciende de Chaclacayo, oíase cada vez más distinto el cencerro de una recua.
De repente, de la oscura masa de un matorral salió un prolongado silbido.
Poco después, tres hombres bien montados y completamente armados.
saliendo de la vecina cañada, ocultaron sus caballos tras los muros desmoronados de una huaca y se agazaparon bajo unas matas al borde del camino.
No de allí a mucho, diez muías cargadas de baúles y maletas aparecieron escoltadas por cuatro arrieros en un recodo del camino.
Los viajeros avanzaban tranquilamente arriando con calma sus cabalgaduras, y mezclando las notas de un yaraví al ruido tardo de sus pasos.
De súbito, la enjaezada muía que servía de guía asida por una mano vigorosa detuvo a la recua entera; y los arrieros, viendo relucir en la sombra los anchos cañones de tres mosquetes, no necesitaron ver a los tres enormes negros que los empuñaban para escurrirse entre la maleza y desaparecer como sombras.
Los salteadores empezaron entonces la inspección de su presa.
—Catorce muías —decía uno.
—Diez y ocho baúles —gritaba otro.
—Tres sombrereras militares —un tercero.
—Una cholita —el cuarto.
—A tierra la chola con las sombrereras y al monte el resto.
Dicho y hecho.
Los ladrones montados en sus magníficos caballos arrearon la recua hacia la cañada por donde habían venido, y un momento después la pobre chica, abandonada, lloraba sola al borde del camino.