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J. Manuela Gorriti

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Si haces mal, no esperes bien

Capítulo 1

7 Capítulos

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El rapto 

 Era la última hora de un día primaveral. El sol trasponía majestuosamente la montaña, nacarando con su postrer rayo las nieves de la opuesta cordillera, y dibujando en largas sombras la silueta fugaz de las cabras que ramoneaban aquí y allí entre las sinuosidades de los peñascos, las hojas de los arbustos y la espinosa corteza de los cardos. 

 Todo era calma y silencio en aquellas agrestes soledades. Las torcaces solas, ocultas en los agujeros de las peñas, mezclaban su triste arrullo al rumor de la cascada, que como un lejano trueno se elevaba del profundo valle donde el Rímac precipita sus aguas. 

 De pronto, una voz dulce y penetrante exhaló un alegre grito. 

 —Mamay —exclamó en la lengua de los incas—, ¿ves las lindas flores color de oro que brillan allá abajo entre las piedras? Voy a cogerlas para ti. 

 Y una bella niña de cinco años, fresca, rosada y envuelta en un gracioso anacco descendió saltando alegremente uno de aquellos ásperos senderos. Al mismo tiempo detrás de un peñasco salió una joven india, gritando con angustioso acento: 

 — ¡No, Cecilia, no, hija mía! Esas piedras están en el camino... ¡Oye las carreras de los soldados! Si vienen... ¡Ahí están! Allá viene uno... ¡Mi hija!... Hija mía... ¡Oh! 

 En efecto, un regimiento descendió costeando la cascada. 

 Al llegar al valle, de una de las últimas compañías se había separado un oficial, y llamando a un ordenanza habíale dicho algunas palabras señalando a la niña, que a lo lejos cogía flores entre las piedras del camino. 

 El soldado se dirigió hacia ella a galope, y llegando a su lado, inclinose sobre el estribo, y la arrebató en sus brazos. Mas al momento de enderezarse sobre la silla para colocar a la niña en el arzón, sintió dos manos de acero, que aferrándose a su garganta lo derribaron en tierra. 

 La india había corrido en auxilio de su hija; y teniendo la cabeza del soldado bajo su rodilla buscaba con ojos feroces una piedra para acabar de matarlo. 

 Arrancó, en fin, un grueso guijarro; mas en el momento que lo alzaba sobre el soldado, sintiose asida por los cabellos. 

 El oficial que había ordenado el rapto arrastrándola sin piedad la arrojó al fondo de un barranco. 

 Un gemido desgarrador, un gemido de madre salió del precipicio a tiempo que el oficial decía riendo; 

 — ¡Vaya un maricón! Dejarse acogotar por una mujer! Felizmente llegué yo a tiempo... Mas... ¡qué chistosa casualidad!... Sí, aquí, en este mismo sitio, o muy cerca, debió ser donde aquella muchacha... Calla, chica, calla. ¡Oh! ¡Qué bonita es! Grandes ojos negros, cabellos sedosos, una boquita de coral. Un lindo obsequio para mi hermosa Pepa, esa malvada que se divierte en dar tortura a las almas... Calla, chica, que vas a ser muy feliz. Tendrás confites, bizcochos, y... bofetones a discreción de manos de aquella maldita. Mariano, tómala. Galopa hasta alcanzar a los arrieros, y di al mío que lleve esta cholita con el mayor cuidado, y que al llegar a Lima no vaya tontamente a entregarla en casa. Que la deje al guarda de la garita de Maravillas hasta que tú llegues. ¿Entiendes? 

 Y se alejó volviendo a su puesto en la marcha, mientras el soldado tomaba a galope la delantera al regimiento, llevando consigo a la niña que lloraba con un llanto desesperado. Mas sus lamentos se perdieron a lo lejos, confundiéndose luego con el gemido del viento y el ruido de las aguas, y el valle quedó en profundo silencio. 

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