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J. Manuela Gorriti

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Quien escucha su mal oye

Capítulo 1

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Confidencia de una confidencia 
A la señorita Cristina Bustamante 

 —Cuando hemos caído en una falta —me dijo un día cierto amigo mío—, si la reparación es imposible, réstanos al menos el medio de expiarla por una confesión explícita y franca. ¿Quiere usted ser mi confesor, amiga mía? 

 — ¡Oh, sí! —me apresuré a responder. 

 — ¿Confesor con todas sus condiciones? 

 —Sí, exceptuando una. 

 —¿Cuál? 

 —El secreto. 

 ¡Oh! ¡Mujeres ¡Mujeres! ¡No podéis callar ni aun a precio de vuestra vida! ¡Mujeres que profesáis por la charla idólatra culto! Mujeres que... ¡Mujeres a quienes es preciso aceptar como sois! 

 —Acúsome pues —comenzó él, resignado ya a mi indiscreta restricción—. Acúsome de una falta grave, enorme, y me arrepiento hasta donde pueda arrepentirse un curioso por haber satisfecho esta devorante pasión. 

 I 

 Conspiraba yo en una época no muy lejana y denunciado por los agentes del gobierno, vime precisado a ocultarme. Asilome un amigo, por supuesto en el paraje mas recóndito de su casa. Era un cuarto situado en el extremo del jardín y cuya puerta desaparecía completamente bajo los pámpanos de una vid. 

 Sus paredes tapizadas con damasco carmesí tenían el aspecto de una gran antigüedad. Ha servido de alcoba al abuelo de la casa, cuyo inmenso lecho dorado, vacío por la muerte, ocupaba yo... ¡Mas de cuán diferente manera! El anciano caballero dormía —pensaba yo— un sueño bienaventurado entre las densas cortinas de terciopelo verde agitadas ahora por el tenaz insomnio que circulaba con mi sangre de conspirador y de algo más: de curioso. Juzgue usted. 

 Desde mi primera noche, en aquel cuarto, oía sin que me fuera posible determinar dónde, una voz, una suave y bella voz de mujer que hablaba mezclándose a voces de hombres; después de parecer sola, leía prosa y versos como hubiera declamado Rachel, y cantaba como Malibrán los trozos más sublimes del repertorio moderno; entre ellos una serenata de Schubert cuyas notas graves tenían una melodía celestial. 

 Pasé varios días en investigaciones, escuchando entre las molduras doradas que ajustaban la tapicería, tentando las paredes y buscando por todas partes el sitio por donde me llegaba el eco de aquella voz. 

 Parecióme al fin que acercándome a un gran armario colocado en un ángulo, oía más clara y cercana la voz, y no me preocupaba. Mas era aquel mueble tan pesado que juzgué inútil el intentar removerlo yo solo; pero de ninguna manera renuncié a la idea de conocer lo que había detrás. 

 Así, cuando por la noche el viejo negro encargado de servirme en mi escondite me hubo traído el té, puse en su mano un doblón, y le rogué que me ayudara a cambiar de sitio aquel armario. 

 Al escucharme, el negro abrió grandes ojos y palideció. 

 — ¡Ay, no, señor! —exclamó con voz sorda—. Ni por todo el oro de este mundo. La señora vieja está viva todavía; y si llegara a saber que por ahí ha pasado la infidelidad de su marido, era capaz de adivinar también que yo, ¡ay, Jesús!, que yo fui quien abrió esa puerta para que el amo, ¡pobre señor!, entrara al monasterio... ¡María Santísima! No, no, señor. Además, el armario está incrustado en la pared, y es imposible moverlo. 

 Costome gran trabajo para calmar su espanto, y cuando le hube prometido un profundo secreto, me refirió como la casa vecina hizo en otro tiempo parte de un convento de monjas donde su amo tuvo la temeridad de amar a una esposa del Señor, y cómo no contento con la enormidad de ese crimen, había profanado la casa de Dios con el auxilio de su esclavo albañil y carpintero, abriendo en la pared una puerta que correspondía al interior del armario. 

 —Así es, señor —concluyó el negro—, que desde que el amo murió, este armario es mi pesadilla. Siempre temiendo que tire el diablo de la manta, siempre temblando que una innovación de la casa descubra esta puerta y el nombre de su 

 artífice, pues la señora sin duda me asaría vivo. 

 —No temas, Juan —le dije para tranquilizarlo—. ¿Quién se lo diría? Yo seré callado como la muerte; y cuando me haya ido de aquí, el secreto se habrá ido conmigo para siempre. 

 — ¡Ah, señor! —repuso el negro, cediendo a pesar suyo al deseo de charlar— . ¡Qué tiempos aquellos! El amor del amo duró toda la vida entera de la monjita, que por otra parte no fue larga. La pobre tortolilla (así la llamaba el amo, y así llamaban entonces los galanes a su amada), la tortolilla cautiva, amaba demasiado, y su amor, no pudiendo respirar más la mefítica atmósfera del claustro, llevó su alma a otra región. El amo estuvo primero inconsolable; pero luego hizo lo que todos: olvidó a su tórtola y fue a casa de otras que amó no menos, pero en cuyos amores no intervino ya su esclavo. 

 —Juan —le dije, interrumpiendo sus confidencias—, recuerda que debes ayudarme y marcharte enseguida. 

 Entonces el antiguo Mercurio del seductor de monjas, como quien lo entendía bien, abrió el armario; y quitando el tablero del fondo, dejó descubierta una puertecita cerrada por un postigo en el lado opuesto de la pared. 

 El negro me mostró el resorte que la abría, y huyó de allí con terror. 

 Al encontrarme solo, y dueño de aquella misteriosa puerta, mi corazón latió con violencia, no sé si de gozo o de temor. Tenía ya en mi mano la extremidad del velo que tanto deseaba levantar. 

 Pero ¿cómo hacerlo? ¿Con qué derecho iba yo a introducirme en la vida íntima de la persona que dormía confiada, a dos pasos de mí? 

 La mano en el resorte y el oído atento, dudé largo tiempo entre la curiosidad y la discreción. 

 De repente oí en el cuarto vecino el roce de un vestido y la voz de siempre murmuró cerca de mí: 

 — ¡Dos meses sin noticia suya! El ingrato partió sin darme un adiós. ¿Dónde está ahora? En su helada indiferencia no ha creído necesario decirme el paraje donde mi amor podía ir a buscarlo; mas yo lo sabré. Esa ciencia cuyo poder niegan los hombres sin fe, y él entre ellos, esa ciencia me lo dirá. ¡Sí, yo lo quiero! —añadió  con enérgico acento. 

 Cerrose una puerta, y todo quedó en silencio. 

 ¿Cómo resistir a la invencible curiosidad que se apoderó de mí al oír la expresión de aquel amor singular, revelado en esas misteriosas palabras? Nada puede ya detenerme; todo cedió ante el deseo de tocar con las manos los secretos de esa extraña existencia. 

 Con la frente apoyada en el postigo esperé un cuarto de hora. El mismo silencio; nada se movía allí. Entonces, arrojando lejos de mí todas las ideas que pudieran intimidarme, comprimí resueltamente el resorte que me había indicado el negro. 

 El resorte, olvidado durante medio siglo, me asustó con un agudo chillido; pero cediendo al mismo tiempo abrió un postiguillo angosto como la portezuela de un carruaje; y yo, dando un paso, me encontré en la morada de mi vecina. 

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