Salieron a relucir las galas y las joyas que se custodiaban en el fondo del arca. María Antonia no parecía ya la penitente. Estaba vestida, harto ligeramente vestida, como en la noche de la tentación y de la cena. Había vuelto la espalda a Dios y dádose de nuevo al diablo. Estaba perfumada su estancia, y lucían en ella los primorosos presentes de sus antiguos amadores y el lujo de la plata labrada.
Don Jacinto no dejó de acudir a la cita. Era ya otro hombre. Había desechado la máscara del misticismo. Hasta el recuerdo de la fealdad y de la tontería de su consorte estimulaba su liviano deseo. Para disculpar su ingratitud, brotaron de sus labios entrecortadas frases. Después pronunció ardientes palabras de amor, y roto ya el freno de su bien utilizada hipocresía, se abalanzó a María Antonia, que le atraía con los ojos y le embelesaba con blanda risa, medio abierta la húmeda boca y dejando ver los iguales y apretados dientes, que parecían dos hilos de perlas.
El la estrechó frenéticamente entre sus brazos y buscó los labios de ella con sus labios.
Con ambas manos, María Antonia le rechazó tan violentamente, que faltó poco para que le derribase por el suelo. No parecía mujer, sino furibunda leona. No era la lánguida y complaciente enamorada: ni era tampoco la penitente mística; era la maja de rompe y rasga, insolente y soberbia, capaz de herir con groseros y ponzoñosos insultos, y capaz de matar con la llama fulmínea de sus ojos, cuando no con puñales.
--Vete, huye--exclamó--apártate de mi presencia. No pienses que la amistad y la admiración que me infundiste con tus embustes, se ha trocado en amor lascivo. Se ha trocado en asco. Si continúas aquí corres peligro de que te asesine. Sólo muriendo a mis manos y no gozándome conseguirás ya arrojarme en el infierno. Vete, repito; es un hurto ruin el que intentas, dándome tu alma y tu cuerpo vendidos ya para siempre y sin rescate a ese espantajo de mujer que te da título y dinero.
Don Jacinto pensó que La Caramba se había vuelto loca. Si no de su material violencia, tuvo miedo del alboroto, del escándalo y de la resonancia ridícula que podía tener aquella escena, si se prolongaba. Huyó, pues, casi despavorido. Y como era hombre que entendía bien su interés y su conveniencia, pero que de almas sabía poco, jamás llegó a comprender ni a darse cuenta de las singulares transformaciones del alma de María Antonia, convertida de súbito de libre cortesana en austera penitente, y de austera penitente en algo a modo de vengadora y aterradora Furia.
Cuando María Antonia se vio libre de la presencia de D. Jacinto, quedó inmóvil y de pie por algunos instantes: rompió luego en insana risa y en descompuesta y nerviosa carcajada; y por último, se arrojó al suelo, retorciéndose, derramando un mar de lágrimas y balbuceando entre dientes el yo, pecadora.
De allí en adelante no volvió a pecar María Antonia, ni en pensamiento ni en acto. Persistió en sus rezos; redobló sus vigilias, ayunos y mortificaciones y logró, pocos meses después, temprano y dichoso tránsito a mejor vida.