J. M. Salaverría
El doctor ha penetrado en la alcoba. Antes de tomar el pulso a Luisa comprende todo lo que hay y lo que irreparablemente ha de suceder.
—Vamos a ver. Cuenta. ¿Qué te pasó?...
—¡Pierrot! ¡Pierrot!...
—¿Ha sido Pierrot entonces?...
—¡Que se vaya Pierrot! ¡No quiero, no quiero!...
—¡Vaya con Pierrot! ¡Pobre Luisa!...
El doctor extiende unas recetas, con el gesto grave de quien sabe que todo es inútil.
Es inútil, en efecto, porque el infame de Pierrot no se marcha. Sigue balanceándose de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, con una porfía encarnizada, cada vez más grotesco, más burlón, más seguro de su triunfo y más ufano.
¡Qué extraño! Gradualmente, el color del disfraz ha ido acentuándose. Del tono rosa ha pasado al matiz de sangre, luego al bermellón, y, por último, ha tomado el color exactamente que tiene el demonio cuando sale en ciertas óperas al escenario. Y esta vez ya no permanece balanceándose en el mismo sitio. Esta vez, sin dejar de bailar, se aleja, se aleja, como arrastrando a alguien...
Un grito de dolor en la casa anuncia la imposibilidad de detener a Luisa, que se marcha arrastrada por el traje de Pierrot de color encarnado (el traje con que sale Mefistófeles a escena en los momentos trascendentes de la ópera).