Aunque tenía segura la complicidad del portero y de su doncella, por un prurito de precaución, al cerrar sigilosamente la puerta de la escalera, Luisa se descalzó los zapatos.
Con ellos en la mano, avanzó a tientas por los pasillos y pudo por fin alcanzar la puerta de su alcoba. Entró. Dio vuelta a la llave de la luz... Ni el menor ruido. No la había sentido nadie.
Pero al verse a solas y en salvo (miró de refilón a su relojito: eran las cinco de la madrugada), Luisa no se sintió tranquila. ¿Sería el frío? Temblaba con un extraño repiqueteo de los dientes y hacía, a pesar suyo, el gesto de querer arrebujarse en una tibia y amorosa cobertura. Le dolía también un poco la cabeza. Sin embargo, tardó bastante en decidirse.
El lecho, de hermosos barrotes de bronce y con la promesa de sus tres mantas bien acogedoras, le estaba llamando a gritos. Pero la almohada... La almohada le infundía un insuperable terror. La almohada era la conciencia, el momento de quedarse a solas y a obscuras, la ocasión de rendir cuentas ante esas interrogaciones que se nos hacen cuando estamos atados y sin poder huir.
Trató de observarse al espejo, pero no pudo: volvió la mirada rápidamente. Lo cierto es que ella no estaba sola, porque al lado de su propio traje de Colombina había distinguido, con perfecta claridad, el disfraz de Manolo: un traje muy bonito de Pierrot.
¿Bonito?... Ahora todo aquello le parecía estúpido y sin gracia (al desabrocharse el relojito de la muñeca miró la hora: las cinco y tres minutos de la madrugada). Estúpido y pesado. ¡Y qué lleno de peligros y de fatigas! Pero su amiga Dora le aseguró tantas veces que una aventura de Carnaval es la cosa más chic y más obligada en una chica a la moderna, que Luisa terminó por acceder. Ahora le pesaba. Ahora percibía toda la incomodidad de aquella cena detestable, sin apetito, y aquel beber sin ton ni son, hasta marearse, y aquel bailar entre energúmenos enmascarados, y aquel...
Le entraron de pronto ganas de sollozar al acordarse de aquel... Pero no entraba en sus costumbres. Prefirió lanzarse al lecho, toda temblando de frío, y abalanzarse a la llave de la luz para borrar definitivamente en sombras la mala aventura de la noche. Entonces se acordó de la cotidiana plegaria a la Virgen (una copia en colores de la Madona de la Silla de Rafael). Pero no pudo sostener la mirada del símbolo de la Pureza. Apartó los ojos con disimulo y mató la luz.
¡Qué extraño! Tenía dentro de las mantas escondida la cabeza (su cuerpo seguía tiritando de frío), y no lograba, a pesar de todo, apartar de su vista el traje de Pierrot. ¡Qué raro! No era a Manolo a quien veía; era sólo el disfraz. Y el traje de Pierrot, sin pies y sin cabeza, bailaba, bailaba... ¡Dios mío, qué baile absurdo, grotesco, sin sentido, en un vaivén encarnizado de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, siempre igual, como un fantasma ridículo que por ser la noche del martes de Carnaval se hubiera propuesto hacer el payaso también él!...
—¡No, no! ¡No quiero!... ¡Vete, Manolo!
Pero el traje ele Pierrot, sin hacer caso de las protestas de Luisa, continuaba su grotesco y fantasmal balanceo de derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Se vio obligada a encender la luz. Y lo primero que vio, tendido sobre el sofá de pana rosa, fue su traje de Colombina. Estaba tendido en una forma, que Luisa no pudo reprimir un grito de espanto. Sí, bien lo recordaba...
Saltó del lecho, estrujó el traje de Colombina y lo arrojó al fondo del gran armario. Volvió a hundirse en el refugio de las mantas. Y entonces, abrasada por un repentino calor sudoroso, vio, aterrada, que el traje de Pierrot no se iba. El traje de Pierrot seguía obstinado en su danza fantasmal, balanceándose grotescamente como un clown absurdo que se empeñase en dar la más pesada broma carnavalesca.