—Me he alargado mucho. Ya puestos a seguir el rastro del león, no acabaríamos nunca. Se multiplica por doquier. Conviene que obedezca en mi relato, para no cansarla, la técnica del arte, y que no cargue el detalle. Aun me parece haber insistido demasiado; pero es que me interesa tanto su rara signatura...
—No me ahorre nada; estoy tan interesada como usted.
—Por ejemplo, podría hablarle de su paso, largo y rápido, tan parecido al tranco; de su modo de comer y de acariciar; de sus magníficos ojos, fosforescentes en la oscuridad; de su amor por ésta, que la hace ir apagando las lámparas eléctricas, por mí encendidas instintivamente; podría hablarle de cien detalles más. Sobre todo podría hablarle de su obra de arte. Habrá usted conservado en su memoria, precisa y cruel, cómo la conocí, cuando expuso sus cuadros en una modesta sala de lejana ciudad.
“No había mucha gente. El salón, aunque decoroso, era modesto. Los cuadros eran pocos. Apenas los suficientes para aparecer discretamente en una exposición. En algunas de las obras exhibidas había verdadera maestría; inconfundible maestría. El espíritu se mostraba demasiado. Sobre todo llamaba la atención en ellas la seguridad, la limpieza de ejecución, la claridad de visión; y una extraña firmeza. ¿Desde qué sitio eminente se había situado el pintor para poder obtener aquellos incomparables mirajes de las puestas de sol, de la luz de la luna, rielando sobre las aguas de los lagos, de las altas hierbas? Eran paisajes tropicales, trasladados con singular vigor y un aspecto al que no están acostumbrados los hombres. A veces el cuadro se resentía de descuido, de violencia en la ejecución, pero siempre quedaba manifiesta la garra leonina que era su marca de fábrica. Y a pesar de esta maestría, en raro contraste con ella, había en las geniales composiciones algo de selvático, de primitivo. Parecía que un salvaje, un ser intuitivo, hubiese adquirido de pronto el dominio de un arte plástico y pintara sus visiones de la selva. Me impresioné sobre todo por una pequeña obra maestra que era apenas un boceto inacabado; pero como a una luz extranatural quedó preso en ella un bosque africano. El cielo, los montes y la tierra parecían arder, en una inundación de un fuego subido; era la
apoteosis del rojo. Quise comprarla, y así entré en relaciones con usted...
—Amargo conocimiento...
—Deje que ahora, ya para concluir, le hable de Alicia. ¿Se acuerda de que un día, cuando ya había ganado tal intimidad, usted me hizo pasar a su comedor, a la hora de la refacción del mediodía? ¡Oh, y cómo gocé entonces de su figura señoril, tan majestuosa y soberana, bajándose a derramar tanta ternura sobre su pequeñuela! Yo no sé si era precisamente tanta majestad lo que hacía conmovedor el contraste de contemplar tanta dulzura. Era una reina que daba de comer a su hija. Me embrujó.
—Siga.
—¿Acaba de entender ahora su signatura de leona? Cuando yo sentí aquel goce singular al verla asistir, en el comedor de su casa, a la pequeña Alicia, fue, sin saberlo, porque me conmovía su majestad de leona, contrastando con lo inseguro de la niñez; con lo indefenso de la niñez. Era como la gracia llevada en brazos de la fuerza. En eso consistía aquel extraño deleite que encontraba al verla acariciar a Alicia, para el que en vano prodigaba vanos epítetos: señoril, majestuoso. Porque Alicia, fruto de una unión híbrida, no es un cachorro de león.
—¿Qué es?
—Sólo es una niña, deliciosamente frágil.
—Mas ya es hora de que me aleje y de que la permita descansar...
Y al concluir mi historia callé.
Elena, que hasta entonces me había escuchado con atención, pero con la creciente cólera y desaliento del que ve al médico caminar hacia un diagnóstico fatal, abdicó de pronto de su majestad de diosa. Se echó sobre el lecho y se puso a sollozar angustiosamente.
—¿Entonces, mi mal no tiene remedio?...
—Un león.
—Pero: ¿es que todavía queda algún león sobre la tierra?