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19994

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R. Arévalo Martínez

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La signatura de la esfinge

Capítulo 4

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—Veamos ahora lo de los pretendientes. 

 “Usted me habló de aquel protector que tiene una alta posición en la banca y el consiguiente poder social. Realizó prodigios por usted. Un día, en su casa, quiso besarla. Usted lo contuvo con una mirada. ¡Pobre diablo! Cómo debe haber corrido, con la cola entre las piernas, cuando vio aparecer a la leona. 

 —¿Qué signatura es la suya? 

 —Aunque lo conozco de vista, no veo su signatura en este momento; necesitaría estudiarlo; pero sí puedo decirle que es un mal sujeto; una fiera carnicera, leopardo u otra cosa por el estilo. En cuanto a aquel que un día quiso apoyar la cabeza en el seno de usted, ése es un oso gris. Peligrosa bestia. Yo desconfío de él. En cualquier momento puede aparecer la fiera. ¿Se acuerda? También fue un amigo suyo, que la llenó de dádivas. ¡Otro pobre diablo que desconoció su verdadera naturaleza de leona! ¿Qué otra 

  cosa quiere que le diga? 

 —Ya no necesito preguntarle nada más. He entendido. 

 —Entonces, déjeme que le hable de otro extraño episodio en nuestras extrañas relaciones. Es algo más extenso que los anteriores; y ¡ay!, para mí tan precioso... 

 “¿Ha olvidado acaso que en una ocasión, cuando principiaba nuestra amistad, al pasar por una arteria ciudadana, la vi de pronto? Usted también me vio. Detuvo su coche, y me invitó a sentarme en él y a acompañarla en una gira a Amatitlán. ¿Por qué acepté? No puedo decirlo. Soy hombre de costumbres modestas y llenas de orden: vivir en una casa de huéspedes, decente pero semifamiliar, alejada del ruido y propicia a mis estudios y a mi obra de arte; comer poco y a sus horas; beber raras veces, raras veces ir a los salones; pocos amigos, una sola amiga; escaso contacto social... ¿Por qué acepté? Acaso el artista que hay en mí —siempre en todo artista hay algo de bohemio libérrimo e imprevisto— no ofreció mucha resistencia a aquella su rara invitación de ir así, una o dos semanas, de temporada a Amatitlán, sin avisar a la patrona, sin atender a otras obligaciones sociales. En cuanto a mi trabajo de artista, de éste no hablo porque me dejaba libre. Pero el profesor universitario debió protestar. Dije únicamente: 

 “—¿Pero cómo quiere, señora, que me vaya así, con lo puesto, sin ropa, sin cepillo de dientes? 

 “Usted sólo contestó: 

 “—Vámonos. Todo eso se compra en Amatitlán. 

 “—¿Trajes también? 

 “—Si vamos a estar varios días, enviamos por ellos a la capital. 

 “Y nos fuimos. Usted vestía, con rara elegancia, un precioso traje sastre. Conducía muy bien; pero era muy atrevida. Llevaba su coche a velocidades peligrosas. Usted y el auto parecían formar un solo animal, rápido y terrible, que espantaba a los pocos transeúntes del camino y dejó moribundo a un perro, hollado sin piedad por el temible monstruo. 

 “Hoy, a una luz nueva, entiendo perfectamente lo sucedido. Soy hombre de voluntad disciplinada: no me gusta que me aparten del camino que sigo, ni del programa diario que me he trazado en la soledad de la alcoba, por la mañana. No quiero parecerme a las mujeres que salen con propósito de comprarse unos guantes, y regresan con mil caras chucherías... Mil, entre las que no se encuentran los guantes necesitados. Pero usted me tomó como una leona toma con la boca a un cordero, que no puede hacerle resistencia. Era más fuerte que yo... 

 “Llegamos a la maravillosa ciudad del lago. Usted me llevó a un chalet que le habían ofrecido graciosamente, para ocuparlo durante una temporada. Allí nos esperaba su secretaria y una sirviente joven. La pequeña Alicia, única hija de su frustrado matrimonio, había quedado en un colegio, interna. Nos llevaban la comida del hotel. Y empezó entonces para mí aquella dulce atracción, en que usted ejerció sobre todas mis potencias y sentidos su misteriosa influencia. De ahí regresé dominado por un gran amor, prisionero de usted para siempre. 

 “¡Oh temporada divina! Más tarde le hablaré del sortilegio de aquella inmensa gema azul, caída de los cielos, y que se llama el Lago de Amatitlán. De aquellas amanecidas, en que recién salidos del lecho nos encontrábamos como viviendo dentro de un zafiro inmenso, una vida de magia, tal era de transparente y de un pálido azul el cielo; y de un azul reflejado el ambiente; y de un azul intenso el lago. La materia aparecía traslúcida y adquiría una tonalidad azul; y suaves montañas de curvas femeninas cerraban el paisaje, como un coro de doncellas que abarcaran con sus manos unidas el horizonte. El chalet estaba en una posición descollante; una escalera descendía, suavemente, hasta el lago que murmuraba a nuestros pies: y a él bajaba usted a bañarse con frecuencia, en realidad, como una ondina. Pero volvamos a las mañanas. Yo salía, al despertar, apenas vestido, de mi cuarto al corredor que da al lago, como quien se asoma a una arcadia extranatural. Y el hechizo del maravilloso cuadro empezaba. Me sentaba en un banco a contemplar el brillo del agua; veía aquellas pequeñas pinceladas de las barcas de los pescadores, y me adormía en espera de su llegada. Cuando usted salía al mismo corredor, yo la llamaba a mi lado, y juntos nos perdíamos en la maravillosa perspectiva. Y era tan dulce, que yo me entregaba a la dulce ilusión de que usted era mía, y de que nadie me la podía quitar. Porque entonces, usted lo comprenderá, yo ya sentía por usted una atracción irresistible. Usted me hacía presa de misterioso hechizo. 

 “¡Oh, quién pudiera permitirme explicar lo que fue un largo paseo que dimos una mañana por el encantado camino que bordeaba el lago! De pronto usted se detuvo frente a un arbusto de largas espinas huecas, por las que entraba y salía un agitado pueblo de hormigas. Sabia botánica —sabia en plantas, como en otros muchos conocimientos humanos y divinos—, el arbusto absorbía su atención. Yo compartí su encanto. Los vegetales por primera vez se mostraban a mis ojos deslumbrados. Usted sonreía maternalmente y me iniciaba en su oculta ciencia. Y así me enriquecía la vida. ¿Comprende? Es la palabra. Me enriquecía la vida. La tónica de la vida acentuaba su embriagante ritmo. 

 “Después seguimos la florida senda. Ya cansados buscamos un tronco de árbol propicio para descansar. Los dos sonreímos infantiles cuando usted lo encontró. Desde que se hizo el mundo parecía aguardar nuestra visita. Había sido creado exprofesamente para nosotros, con exclusión de todo otro objeto que el de darnos asiento durante una hora, desde la eternidad. Fíjese, oh Elena, que ésta es una verdadera magia y la mujer es una maga. La viste maya, la tela de la ilusión; maya, la tela de la vida.” 

 —¡Oh, qué dulce y bello episodio acaba usted de contar! Dulce como para sorprenderme a mí que lo viví... —no: mentira— que pasé por él entonces y que lo vivo ahora... Me ha conmovido aun en esta hora de desesperanza... En esta hora de desolación. 

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