—Y después de esta explicación, ¿quiere que yo el intuitivo, siga explicando su terrible signatura? ¿Qué quiere que le aclare? ¿Lo de su admirable cuadro de El león que está pronto a devorar a su domador? ¿Lo de los pretendientes que quisieron besarla? ¿Lo de su enorme magnetismo?
—Para ir por orden, permita que recuerde que usted me habló primeramente de
cinco jalones en el camino del conocimiento; y que después pasó a explicarme únicamente el tercero y el quinto, los más importantes. El primero, el de ese magnetismo que dizque poseo; el segundo, el del ajedrez; y el cuarto, el del cuadro de El león, no han sido aún descritos.
—Es cierto; y esa precisión no es sino un signo de su clara, fuerte y amplia inteligencia de leona. Lo del hechizo en el Teatro Palace me quitará poco tiempo, porque después tendré que tratar de él más largamente. Quiero decirle ahora nada más que yo acudí con usted a sentarnos a dos de las lunetas del Palace, completamente libre de su magnética acción. Yo acompañaba a doña Nadie. Para mí entonces usted no era más que una antigua amiga, no muy íntima, a la que quería algo y apreciaba poco. Pero esa noche, al estar a su lado, empezó a ejercer en mí su terrible acción. Sentí, a su contacto, que se encendían los fuegos de la vida, semiapagados por una doble enfermedad del cuerpo y del espíritu que con frecuencia ataca a los seres intuitivos, víctimas de las fuerzas que osan, imprudentes, desatar y afrontar. De pronto me sorprendí riendo; disfruté de una gran agilidad de espíritu a la que no estaba acostumbrado, que me remozaba, que me quitaba veinte años. Mis pensamientos adquirieron agudeza y claridad. Una gran serenidad tranquilizaba mi temeroso cuerpo pasional. Estoy bastante avanzado en el camino del conocimiento para no saber que aquel acrecentamiento de vida se lo debía a usted: a su personalidad próxima y radiosa. Entonces comprendí que usted era una inagotable fuente de energía; un espíritu noble y fuerte; y empecé a apreciarla: es decir, a amarla.
—¿Y lo del ajedrez?
—Es muy fácil de contar. Jugábamos ajedrez aquella tarde. Es un fino tablero el que usted posee, lleno de figulinas blancas y violetas, que son un primor. De pronto su larga y delgada mano blanca se abatió con tal rapidez sobre mi reina, para tomármela, que yo vi en el movimiento su segura explicación: la bestia de presa: bestia de presa en los aires, en la tierra o en el mar. Águila, carnicero o escualo. Me conturbé: miré con sincero temor a la bella dama que tenía delante. Sólo los grandes carniceros se mueven así. Aunque de momento no quise aceptar la cruel verdad, sí ya me sentí presa de extraño miedo. Todo mi inconsciente me decía que aquello era verdad: que ante usted estaba ante una poderosa fuerza de destrucción.
“Juega usted bien el ajedrez, Elena; y también me depara incomparables delicias ante las piezas de marfil. ¡Son tan finas sus manos, tan blancas y tan bien proporcionadas! Sus magníficas manos de trágica actuación. Da usted así, oh gran batalladora, salida a su violencia necesaria, en este juego tan parecido a la lucha.”
—Ahora explíqueme lo del cuadro de El león.
—Seré breve porque tengo que explicarle un mundo en pocas palabras. Usted es una admirable pintora. Ese cuadro fue para mí una verdadera revelación. En él aparece un león apresado que un día, despreciando el castigo del látigo y del hierro candente, encendido y porque la mirada fija ha perdido hace tiempo todo valor, se vuelve contra su domador, le hace frente y lo acobarda hasta hacerlo salir huyendo, dejando en su temerosa huida abierta la puerta, por la que también saldrá su prisionero, a recobrar su libertad nativa.
—...
—¿Qué más puedo decirle de este trabajo? ¿Que es un terrible símbolo en que el león, no sólo se vuelve contra su domador, sino también contra la sociedad? Son barrotes de prejuicios, látigo de ignorancia, hierro candente de superstición los que la tenían prisionera.
—Sí. Es cierto. No es necesario nada más.
—Y ya que llegamos a hablar de sus cuadros, permítame una digresión, aunque por un momento nos separemos del camino que estamos recorriendo juntos. Déjeme que le hable de algo que tiene muy poca relación con su signatura; pero que me conmueve mucho. Déjeme que le hable de ese otro admirable cuadro suyo de La malla.
—¿La malla?
—En toda mujer hay una maga. En la más simple mujer del carbonero hay una maga. La mujer guarda el sagrado tesoro de la especie y posee artes mágicos para encadenar al hombre. El hilo de que forma su malla es el hábito. Toda mujer estudia al hombre, inconscientemente, sin darse cuenta, y la naturaleza la ha dotado del poder de conocerlo intuitivamente. Toda mujer conoce las mismas signaturas que el iniciado, con más finura que éste; conoce el tipo del instintivo, del que hay que complacer la pereza y la glotonería; conoce el tipo del anímico, de la fiera humana, a la que sólo se adormece y domina arrojándole la vianda de adulación a su vanidad o de un obstáculo por vencer; es decir, dando de comer a la fiera; conoce al mental, del que hay que aprender las pequeñas manías, para satisfacerlas, y del que hay que suplir la pereza física, moviéndose por él. En cuanto al hombre de voluntad, que es la cuarta signatura, la mujer tiene menos armas contra él; pero las tiene siempre.
“En toda mujer hay una engañadora perpetua. Nació para engañar. Es parte de su oficio. Engaña naturalmente, como las bestias respiran. El hombre piensa; la mujer seduce. Seduce al hortera que le ofrece una mercancía barata; seduce al abogado que no le cobra honorarios; sonríe y seduce al compañero de viaje que le cede el asiento; su sonrisa es su pequeña moneda fraccionaria de seducción, y el día en que deje de seducir, ese día está condenada a perecer y a hacer morir al hombre. La mujer seduce como las hojas de los árboles se tiñen de clorofila, y el papel secante embebe la tinta; como el animal respira. Su naturaleza es seducción.
“Así toda mujer teje una malla alrededor del amante, así lo encadena con los múltiples hilos del hábito. Éste queda y conserva al hombre amado cuando ya su pasión ha desaparecido. Usted, con sagacidad verdaderamente femenina, haciendo uso de su innato conocimiento de magia y ayudada de intuición de artista, pintó ese admirable cuadro de la malla tejida al hombre amado; tejida con dolor; malla cuyos hilos tiñó la sangre de su corazón; malla llamada a suavizarle la vida, a envolverlo suavemente, dulcemente, y a retenerlo; malla que extenuaba y mataba a la divina tejedora. ¿Cómo usted pudo expresar cosas tan profundas en una obra plástica? Es uno de los secretos de su divino arte, que la ha hecho famosa.”
Elena, al llegar aquí, bajó la cabeza dolorida.
De pronto la levantó y gritó con voz extrañamente ronca, llena de desesperanza.
—Ya rompí los hilos de esa malla. Cuando los destrozaba, sentía que era mi propio corazón el que rompía.
—...
—Y no contenta con eso, ¿sabe?... rompí la única rueca que tiene la mujer para tejer su tela.
—Tenga miedo de decir semejantes palabras, porque esta simbólica rotura de la rueca es una renuncia a su feminidad y al amor. Y si de veras la rompió, hay que hacerse de otra rueca, de cualquier manera, aunque sea al precio de su vida.