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19994

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R. Arévalo Martínez

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La signatura de la esfinge

Capítulo 2

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 —Y de nuevo afirmo que si no llego aquella noche a su casa el extraño suceso del aparecimiento de la fiera no se verifica, porque en todo hombre hay una capa que encubre su hieroglífico, una tela que viste al animal, y cuesta al espectador atravesarla con los ojos del alma y ver a la bestia encubierta; pero el dolor la atenaceaba aquella noche entre las sombras equívocas; el dolor había puesto un cerco alrededor de sus ojos; el dolor acentuaba la cuadratura de su mentón; el dolor hinchaba todo su rostro. ¡Oh qué hábil modelador es el dolor! La pena actuaba en el astral y hacía surgir su cuerpo de pasión: su  kamarupa. Modelaba la dúctil materia y me entregaba su forma viva y radiante. Y vi así a la leona, a la hermosa leona que hay en usted. De momento, todavía vacilé. Era demasiado inquietante aquella visión de su signatura, explicaba demasiadas cosas, para que mi espíritu desconfiado aceptara su precioso hallazgo. Temblé como el buscador de tesoros subterráneos que al fin ve aparecer, de entre las capas de la tierra removida, una argolla; y presiente una caja; o ve la caja misma, y muere de expectación y de deseo. ¿Qué contendrá la caja misteriosa? ¿Será oro o un cadáver? ¿Iba yo a encontrar el oro del conocimiento o el cadáver del error? Y me fui desconcertado y trémulo de esperanza. Sólo que antes, ¿se acuerda?, me atreví, porque me laceraba su pena y deseaba consolarla — deseo ineficaz porque el suyo era el dolor de una leona— a coger su mano derecha. Yo, tan respetuoso siempre, digo, me atreví a tomar su mano, a retirarla un poco de su cuerpo y dejarla descansar suavemente sobre la sedosa alfombra, con la palma vuelta hacia abajo; después la acaricié dulcemente. Y entonces saltó un nuevo detalle, como salta una liebre ante el cazador —¡Oh raro ojeo de sombras, a una luz lunar! ¡Oh extraño cazador, en la noche, de lo desconocido!— Y fue aquella pura, aquella lindísima mano de mujer, que descansaba sobre la alfombra, y que era una admirable y terrible garra leonina, a pesar de su belleza. Dos veces usted la retiró, encogiéndola; y se la metió en el pecho como lo hacen los gatos con sus suaves manos de felpa; o los leones —y en general todo el género felis— cuando van a dormir. Yo necesito que usted vea a una gata descansar. Observará cómo esconde su mano entre el pecho y cómo, contenta con esconderla, la dobla graciosamente sobre la articulación del brazo antes de pegarla a su seno. Miraba con tal fijeza estos movimientos felinos que usted se vio obligada a decirme: 

 “—Yo descanso siempre así; por eso todas las noches se me duermen los brazos, hasta el punto de producirme verdadera tortura. 

 “Encubiertas por la suave seda de las extremidades de sus dedos, yo sin querer buscaba las uñas retráctiles. 

 “Y alrededor de aquella muy amada y blanca mano de mujer, que era una garra de fiera, reposaban, como ella, en el suelo, los mayávicos cuerpos de dos sensaciones mías, alucinantes: mi respeto corporal a la leona y mi incapacidad de consolar su tormentosa aflicción. 

 “Y de este mi respeto corporal y del respeto que le tienen los hombres, no necesito darle muchas explicaciones. Una leona impone siempre. Yo tomé —amplifico— su mano con tanta vacilación como pudo hacerlo un domador incipiente con la de una leona en celo. 

 “Así, vacilante, me retiré. Ya en mi casa busqué el lecho. El sueño redondeó mi conocimiento. Al día siguiente ya le dije que me levanté para tomar un baño matinal; y me preparaba a hacer correr el agua fría sobre mi cuerpo, cuando de pronto, deslumbrante, vino a mí el conocimiento, ya sin vacilaciones, de su verdadero hieroglífico. El conocimiento que explicaba su vida: el de su signo de leona. 

 “Y ahora voy a procurar explicarle, siquiera a grandes rasgos, alguno de los torturantes enigmas que la llenan de sombra. Vayamos en orden. 

 “¿Se acuerda, Elena, de su mayor dolor? ¿Del que sintió repetidas veces, cuando los hombres se quejaron de que era poco femenina? ¿Recuerda la dura, injusta acusación de aquella amiga que la llamó con un infamante nombre? ¿Recuerda las muchas veces en que esta duda de su feminidad la atormentó y la hizo sangrar? Hoy me lo explico y puedo explicárselo a usted. Ante todo, tengo que decirle que no conozco más pura ni más bella alma de mujer que la suya: usted es un tesoro de feminidad; usted es rica en feminidad; usted es una hembra, magnífica y radiosa; pero no olvide que es la hembra del león, la leona, y que las especies inferiores sienten miedo de usted. Miedo pánico. Usted es la hembra, repito, pero la hembra del león. Lo que ellos llamaban masculinidad no era sino fuerza. Usted no puede ser verdaderamente hembra más que para otro león. Para los demás será la Dominadora, la Señora, la Reina. No puede tener amantes sino siervos o domadores. Necesita un león para que aparezca toda su asombrosa feminidad; pero los leones no abundan. De aquí su continuo tormento. 

 “¡Y ya ve qué luz viva de antorcha que ilumina de arriba abajo la tragedia de su 

  vida! Ahora comprenderá su fracaso matrimonial. Usted casó con un fuerte digitígrado, un cuadrúpedo del género felis también. No podría determinar a qué especie pertenece; pero indudablemente es otro felino. Un felino temible, de afiladas uñas, noble y fuerte dentro de los de su clase, felino, como usted; pero menos poderoso que una leona. ¿Cómo pudo cometer este error, mi hermosa leona? ¿La sedujo el célebre y bello actor de cine, en escena? ¿Fue víctima del hechizo de la pantalla, de esa arte mágica, recién nacida, que resume y pone a contribución a todas las bellas artes, sus hermanas? ¡No se dio cuenta de que iba al desastre! ¡No ve cómo se odiarán eternamente esas especies antagónicas del felis leo y de los demás félidos, porque expresan dos principios distintos y opuestos! Su marido continuamente sentía la tarascada espiritual, la terrible manotada del león; y acabó por alejarse de usted, sin duda siempre amándola y admirándola al mismo tiempo, pues ya le dije que es un fino y generoso espíritu. No afronta impunemente a una leona ni a otro gran felino. Su alma de usted pesa mucho, es leonina. 

 “En cuanto a aquel otro gran dolor de su vida, el de su amiga de la infancia, Romelia, la que la fustigó con un doloroso vocablo, la que la traicionó después de muchos años de recibir sus beneficios, también tiene fácil explicación. Romelia es una gatita. ¡Amistar con una leona un pequeño gato! ¡Qué tragedia! Usted puede decir la terrible frase: —Yo soy león: los otros son gatos. Romelia a cada momento se sentía indefensa ante usted. Por último, naturalmente, surgió la terrible acusación de masculinidad. Aquella gatita creyó masculinidad lo que era fuerza; falta de feminidad lo que era poder; crueldad lo que era potencia. Siempre había sentido celos de usted, y acabó por envidiarla; por odiarla. Entonces, a pesar de su pequeñez, felinamente, le infirió aquella terrible herida, tan comprensible, que casi llegó a tocar su corazón y que alcanzó muy hondo; la que después con sus uñecillas aceradas agrandaron otras bestezuelas menores e innobles, las mustélidas voraces; con sus uñecillas y con sus caninos; la herida en la que más tarde debía dejar una serpiente el veneno mortífero de sus colmillos; esa herida de la que yo la estoy curando: la acusación de masculinidad. Usted me contó que un día Romelia, celosa del amor de alguien que las requebraba a las dos, se atrevió a amenazarla con un látigo. Usted me refirió también la terrible reacción anímica que sintió al verse ofendida; y al hablar le vi tal majestad, tal realeza herida, que comprendí todo lo que siguió después: que la amiga —en otra rápida reacción de su cariño de siempre contra su violencia de un momento— cayera a sus plantas, pidiéndole perdón, arrepentida, pesarosa y temerosa; y que besara con desesperación las fimbrias de su vestido. Aquel día estuvo su amistad al borde del abismo. Suplicó ella tanto, sinceramente arrepentida de su breve ceguedad, que la leona joven, magnánima, generosa, la perdonó; pero en parte perdonó porque desconocía su verdadera naturaleza de leona; porque la sociedad la encadenaba con sus mil perjuicios. 

 “Y ahora (descontadas estas dos terribles tragedias de su vida, las tragedias de la primera amistad y del primer amor frustrados, pasemos a su continuidad, a la tragedia menor y diaria que la atormenta; pasemos a esa otra queja que me ha expresado tantas veces de que también posteriores amistades no duran mucho tiempo. Yo fascino, me dijo usted; fascino hasta un grado difícil de expresar; ofusco, conturbo, domino, veo a mis amigos a mis plantas, correr como siervos para satisfacer el menor de mis caprichos. Me adoran, se arrastran ante mí por complacerme; pero aquella fascinación dura muy poco; los pierdo luego. Ahora comprende, ¿no es cierto? Es la manotada de la leona que daña cuando quiere acariciar a seres distintos de su especie.” 

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