Apenas concluí mis abluciones matinales, escribí a Elena la carta que llevó un propio. Me estremecía de comprensión y de deseo de comunicarme con la extraña y bella mujer, al escribirla. La carta decía:
Guatemala, 22 de enero de 19... Mi temerosa amiga: Ya sé cuál es su signatura, definitivamente. Ya conozco la clave de su trágica vida, que lo explica todo. Su hieroglífico es el de leona. Corro a visitarla en cuanto pueda.
J. M. CENDAL.
Breves instantes después estaba con Elena. Encontré a mi amiga en su lecho, con su hermoso cuerpo de leona cubierto por una bata; y su leonina cabeza, de refulgente cabellera enmarañada, abatida contra las sábanas. Sus magníficos ojos fosforecían en la penumbra de la alcoba. Aparecía llorosa y enferma. Le expliqué mi carta.
—Dulce amiga —dije—, me preparaba a buscar en el agua fría alivio para mi cansancio cuando tuve la clara visión de su signatura, que explica su vida. Me turbé tanto que no podría decirle lo que hice inmediatamente después.
—Ante todo: ¿qué es una signatura?
—Se llama signatura a la primera división en cuatro grandes grupos de la raza humana. El tipo de la primera signatura es el buey: las gentes instintivas y en las que predomina el aspecto pasivo de la naturaleza; el tipo de la segunda signatura es el león: las gentes violentas, de presa, en las que predomina la pasión; el tipo de la tercera es el águila: las gentes intelectuales, artistas, en las que predomina la mente; el cuarto y último es el hombre: las gentes superiores, en las que predomina la voluntad. Usted es un puro y hermoso tipo de leona. No le doy más detalles porque sería largo de expresarse.
—Acepto.
Y vi los hermosos ojos de mi amiga brillar de comprensión y de majestad.
—Y ahora, ¿quiere que estudiemos cómo llegué a esta maravillosa visión? Se puede dividir en cinco partes el camino del conocimiento. Primera parte: la que empieza con la intuición inicial de cuando me di clara cuenta, en el Teatro Palace, y viendo ambos correr una cinta, de su fuerte naturaleza magnética, que al aproximarme a usted me llenaba de vitalidad y de energía. Segunda: cuando, jugando ajedrez, usted me tomó una pieza con movimiento tan rápido, tan felino, que parecía el acto de una fiera al caer sobre su presa. Tercera: cuando la concebí como una esfinge. Cuarta: cuando me enseñó su cuadro de El león. Quinta y definitiva —la luz deslumbradora—: cuando llorosa y desencajada por el dolor, echada sobre la alfombra de su cuarto, tuve la clara visión de su trágica naturaleza de leona. Hay más invisibles jalones en este encantado sendero de sombras, en busca de lo desconocido, algunos que ya señalé, y otros que irán apareciendo poco a poco; pero no tienen la misma importancia que los enumerados.
“Y para manifestárselos ahora a usted, prescindiré del orden cronológico, y pasaré, por de pronto, al de su importancia, en el que sólo quedan dos: cuando usted se me apareció como una esfinge; y cuando, toda llorosa y desencajada por el dolor, apareció clara su verdadera naturaleza de leona.
“Si usted hubiera seguido subordinada a su esposo; si no hubiera obtenido, con el divorcio, la libertad de acción, probablemente yo nunca habría podido llegar al conocimiento de su naturaleza leonina; pero, emancipada, usted pudo reconstruir su cueva florestal. Pudo arrendar una hermosa casa, y alhajarla. Usted misma me afirmó que prefería comer poco y restar algo a necesidades apremiantes con tal de tener una cómoda vivienda, que diera el apropiado marco a su espíritu. Naturalmente, de la casa elegida formaba parte una amplia sala. Adosada a una de las paredes, y en su medio, usted construyó una extensa especie de canapé, tan bajo que apenas se alzaba diez centímetros del suelo, y lo cubrió de lujosas telas y de almohadas y cojines singularmente bellos y suaves. Almohadones que eran una verdadera obra de arte, de extraños y turbadores matices. Sobre esta alfombra, usted tomó luego el hábito de echarse, para leer y para descansar. Este amplio lecho, que supone obtener, fue obra instintiva de su subconsciente. Usted buscaba poder adoptar su posición habitual de descanso, la única en que puede descansar: el lecho de la gruta en que reposa la leona.
“Usted se acordará, sin embargo, de que no fue en este bajo lecho donde yo tuve la primera y vaga noción de su signatura, sino en un suntuoso sofá, mucho más alto. Me encontraba descansando en él, y cuando usted se preparaba a leer una obra célebre, a la que no puedo dar nombre, con su magnífica y cálida voz, que amo tanto, yo le supliqué que tomara asiento a mi lado, para entrar en el radio que abarcaba su aura y poder recibir su tibia onda de vida animal; pero usted se negó y se echó a mis pies en la alfombra. Así leyó. Y entonces yo tuve la conturbadora visión de que usted era una esfinge, visión que me llenó de inquietud y me desorientó, porque no existe propiamente signatura de esfinge. Es un símbolo demasiado alto para el hombre.”
—¿Y entonces?
—Es que lo que yo vi entonces claramente fue su cuerpo, definitivamente animal, echado en el suelo; su cuerpo de gran digitígrado; su hermoso y robusto cuerpo de fiera; y era tan clara para mí aquella forma bestial, que la acepté sin vacilar; y dije: “poderoso y bello cuerpo animal”; pero sobre él —usted estaba echada— emergía —hacía usted emerger— una hermosa cabeza femenina, clásica, que parecía una bella medalla griega o romana —usted es muy bella y tiene un bellísimo rostro femenil—. La gran nariz griega, tan recta y noble; la ancha frente; el mentón puro; todo aquel bello rostro de mujer se alzaba sobre la poderosa forma de bruto tendida a mis pies. La conturbadora percepción no pudo ser evadida; y la dije: “Usted me desconcierta y me inquieta, porque se parece demasiado a la esfinge.” ¿Comprende usted el proceso? Un rostro de mujer, amplio y definido, sobre un poderoso cuerpo de león, echado. ¿Qué otra cosa es la esfinge? Recuerde: la esfinge tiene rostro y pechos de mujer, y cuerpo y patas de león. Y aquí tengo que contarle, por vía de digresión, algo extraño también: No sé por qué, pero tengo en la mente fijo, con gran frecuencia, el rostro femenino de la esfinge. ¿Entiende usted? Y esta visión frecuente me hizo posible identificarla a usted con rapidez. Yo veía el cuerpo del león y la cabeza de la mujer y balbuceé: “esfinge”. Sólo que mi percepción del rostro de la mujer fue clara, la del cuerpo del león no se precisó lo bastante como para permitirme afirmar: cuerpo de león. No obstante, la sensación indefinida bastó a mi pobre espíritu de dios encadenado para murmurar: esfinge. “Después pasaron días. Yo seguía en aquella misteriosa, aquella aterradora esclavitud de usted. Yo la buscaba como la aguja imantada busca el Norte —no se ría: esto no es, aquí, un lugar común—; yo me volvía hacia usted como el heliotropo se vuelve hacia la luz. Yo la hubiera buscado aunque ir hacia usted fuera ir al encuentro de una inenarrable tortura. Usted era para mí algo más precioso que la misma vida; mi amor más grande; sangre de mi sangre; médula de mis huesos. Yo la buscaba, digo, todas las noches hasta que un día me encontré tan cansado de usted, tan fatigado de usted, que decidí no ir a buscarla. Sabía que verla era exponerme a morir de cansancio. El espíritu cansa, el deus fatiga. ‘Siento la fatiga del deus que me hostiga’ — dijo el poeta. Entonces compuse aquellos versos que más tarde le leeré de nuevo y que empiezan: ‘La padecí como una calentura / como se padece una obsesión. / Si prosigo sufriendo su presencia / hubiera muerto yo.’ ¿Se acuerda? Estaba muy cansado, repito, aquella noche, y decidí descansar de usted y no venir a verla; pero en el lecho me seguía fatigando mi pensamiento; y necesité huir también de mí mismo. ¿Cómo? ¿Dormir? No podía. ‘Cuando está uno tan cansado, que ya no puede descansar’... ¿Buscar los paraísos artificiales? Arrojé al mar la llave que abre su puerta. ¿Qué hacer? Pensé que un buen libro es también un estupefaciente: un nepente, como diría Rubén; y recordé que usted me había repetidas veces ofrecido y entregado Ella, de Rider Haggard; y que yo siempre lo dejé olvidado en su sala, porque usted me llenaba de tal modo que no tenía tiempo para leer. Entonces decidí pasar sólo por un momento a su casa con dos objetos: el referido de pedirle Ella, de Rider Haggard; y el de avisarle que aquella noche faltaría a la cita.
“Pero no contaba con el huésped desconocido y misterioso, con el demonio interior que a veces me posee. Apenas entré a su vivienda y la hablé, fui de nuevo víctima de mi embrujo, de su sortílega presencia, y ya no pude salir. Usted me fascina. Como de costumbre, sus sencillas palabras: —’No se vaya’, me encadenaron a usted.
“Estaba tan cansado, que me eché en el lecho, a su lado; en el lecho donde usted lloraba, presa de un gran dolor, convulsionando su magnífico cuerpo de leona, mientras un trágico signo maculaba su rostro. ¿Se acuerda? Y entonces, al fin —porque el débil espíritu del hombre da traspiés—, la vi como una hermosa leona echada. Si a pesar de mi cansancio de muerte no llego aquella noche a su casa —conducido por el espíritu que me llevaba de la mano—, tal vez nunca habría sabido su terrible hieroglífico. Pero el caso es que llegué. Y la vi. El dolor desencajaba su rostro. La fuerte mano del dolor había borrado el frágil sello de la mujer, y sólo quedaba la cabeza de la leona en el rostro antes humano. Le repito que era obra del dolor. Vi claramente el belfo leonino. Había sangre de innumerables víctimas en sus fauces entreabiertas. Y comprendí que usted no era —nunca pudo ser— la esfinge, sino la leona.”
—¿Hay sangre, pues, en mi boca?
—Sí: hay sangre. Usted acaso no sabe las correspondencias: lo que en el plano de la tierra son víctimas sangrientas, en el plano del espíritu son víctimas espirituales.
“Yo le dije siempre: usted tiene un trágico signo.”