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19831

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Rafael Delgado

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Amparo

Capítulo 2

3 Capítulos

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II

 Triste vida la suya entre aquella gente soez y grosera que la castigaba y la maltrataba sin motivo. El marido llegaba ebrio todas las noches; la mujer le reprendía el vicio, y, de ordinario disputaban y reñían. La niña, temblando de miedo, se acurrucaba en la estera que le servía de lecho, se cubría la cara con la manta y procuraba dormir. Chiquilla como era, trabajaba todo el día. La infortunada no se quejaba de ello: era justo que de algún modo pagara el pan que comía; pero que no la azotaran, que no la golpearan!… ¡Si ella todo lo hacía bien y era obediente y buena!

 Ni juegos ni descanso. Era una criada que costaba poco, casi nada, y a la cual podían maltratar impunemente. No iba a la escuela. De buena gana hubiera ido, aunque la castigaran como a Lupita, la hija de la portera, que siempre volvía llorando de la escuela!

 La mujer que recogió a Amparo —y, a decir la verdad con la mejor intención— se vanagloriaba de severa y dura, y se creía obligada de castigar a la chica por cualquiera cosa.

 —¡Así se hace! —decía—. ¡No saldrás una perezosa! ¡Los arbolitos desde chiquitos se enderezan!

 Y por quítame allá esas pajas, por lo más insignificante, por lo más mínimo, había golpes, azotes, injurias y malas palabras. La huerfanita huía e iba a refugiarse en su jergón, creyendo librarse allí de su verdugo.

 Una vez, volviendo de la compra, en una mano un cesto de carbón y en la otra un jarro de leche, tropezó y dejó caer el cacharro. El castigo fue duro y cruel; verdadera venganza. La mujer tomó el mango de la escoba y lo hizo pedazos en la espalda de la chica.

 Otra vez estaba Amparo en la puerta de la calle, y pasó un caballero que al ver a la niña afligida y llorosa, metió mano al bolsillo y le dio un duro. La inocente niña entró en la casa contentísima, pensando en confites y caramelos, y haciendo sonar la moneda.

 Dijeron que había robado, le quitaron el duro y la azotaron.

 —¡Embustera! —gritaba la mujer al fustigarla—. ¿Quién te ha de dar a ti?

 La chiquilla corrió a su jergón y se arropó, mirando al cielo, en espera de que los angelitos de alas blancas vinieran a socorrerla. Ya se imaginaba cómo vendrían: en bandadas, en raudo vuelo, trayendo sendos canastillos de oro llenos de caramelos, de confites de mil colores, y de hermosas y brillantes monedas.

 Un día la pusieron a lavar una jaula, la jaula de un pajarillo cantador, el único ser que en aquella casa no era duro ni áspero con la niña, antes, por el contrario, la alegraba y la divertía. Acabada la obra, cuando la huerfanita contenta y satisfecha, daba por terminada su tarea, Dios sabe cómo se abrió la puertecilla y el clarín emprendió el vuelo por el espacio azulado en busca de arboledas y bosques florecientes.

 Amparo se estremecía espantada.

 —¡Cuando sepan lo que ha pasado —pensó— me matarán!

 Salió a la calle, sigilosamente, recatándose de su verdugo. Trémula, azorada, llenos de lágrimas los ojos, consideró el castigo que le estaba reservado, y presa de honda congoja, levantó al cielo su mirada, buscando a los angelitos de alas níveas.

 —Vendrán —se decía— vendrán… Pero, ¿por qué no vienen? ¿Estará muy lejos el cielo? Sí; vendrán trayendo al pajarillo fugitivo…

 Esperó en vano; los angelitos no vinieron… Entonces huyó, sin rumbo, por las calles más solitarias, lejos, muy lejos, asustada, recelosa, siempre mirando al cielo, siempre mirando las nubes, aquellas nubes inmóviles, como si fueran de mármol, que no se abrían, que no se abrían para dar paso a los alados protectores… Y como si sus verdugos la siguieran, siguió corriendo, corriendo sin cansancio ni fatiga.


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