El ama de llaves y el viejo criado salieron de la casa tras del cadáver. No necesitaban tampoco de Julián. Estaban ricos. Pero al despedirse de Julián, le dijo doña Estefanía:
—¡Usted no puede concluir bien, señorito!
Julián se echó a reír y Rosita a temblar.
Después pasó un año y otro año; y pasaron cuatro, tiempo suficiente para olvidar ciertos augurios.
Julián empezó por dejar España y viajar con Rosa por Paris, Suiza o Italia. Después volvió a Madrid y se estableció en un hotel precioso.
Madrid se fijó en ellos con interés y con envidia. ¿Quién era él? Bien pronto lo supieron. ¿Quién era ella? Su genealogía fue más difícil de establecer: su madre parece que habla sido ama de huéspedes en la calle del Lobo; que murió dejando tres hijas como tres flores y que cada una echó por donde pudo. Rosa se fue con una pariente y esto aplazó su perdición. De las otras no se supo jamás. Por esto nadie extrañó que Julián no se hubiese casado con Rosa, ni que Rosa se contentase con ser su querida.
Los madrileños enloquecían por Rosa; habla ésta recibido con la riqueza y el trato de una sociedad de elegantes, nuevos esplendores y nuevas seducciones. En los teatros y en las fiestas públicas ninguna otra mujer podía competir con ella. Era un tipo eminentemente poético. Su cabello tenia el color de la miel; su tez era blanquísima; sus ojos negros y de larguísimas pestañas que moderaban el fuego de las pupilas con sombras tristes y lánguidas; su boca era correcta y sonriente con dulzura; sus ademanes sencillos y modestos. En su vestir no había ostentación, sino gusto; diríase que so vestía con riqueza por agradar a Julián.
Se sabía que estaba enamoradísima de su amante. «Aunque no le hubiera querido cuando era pobre, le debería querer hoy—decía,—todo se lo debo a él. Conmigo, en mi persona, en mi obsequio, en mis gustos, gasta la mitad de su fortuna.»
Pero esto no era verdad. Rosa le quería porque si. Y si acaso, más que por otra cosa, por piedad.
Julián era desgraciado... El tapete verde, la Bolsa y algunos negocios le habían llevado la herencia. Le abrumaban las deudas; y al quinto año de la muerte de D. Anselmo, toda su fortuna consistía en las joyas de Rosa.
Rosa lo sabía, y una mañana las vendió todas y entregó dos manojos de billetes de Banco a Julián.
Julián le dio un abrazo y un beso, y arrojó después los billetes a la chimenea.
Los dos manojos cayeron casi juntos, se inflamaron y al inflamarse cruzaron sus llamas en lo alto como atraídas por una electricidad amorosa, formando de este modo una sola llama grande.
La riqueza no había curado a Rosa de sus supersticiones.
¡Pensó que aquellas dos llamas eran imagen de la vida de Julián y de su vida!