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Fernanflor

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Las cartas de Rosa

Capítulo 2

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Una tarde Martin se personó en casa de las dos amigas. Joaquina estaba arreglando un precioso corsé; Rosita concluía un lindo traje que le hatea enviado, para reformarle, su maestra. Las dos criaturas no vivían de esto únicamente. Martín llevaba el dinero de las visitas; Julián el dinero que podía sacar a su pariente, hombre agarradísimo.

—¡Albricias!—exclamó.—¡D. Anselmo ha muerto! ¡Julián es millonario! ¡Dejad todo eso! Venid en seguida a casa del difunto a secar las lágrimas del heredero; su casa nos pertenece ya; no pueden arrojarnos de ella; ¡desde mañana vida nueva!

—¡Yo ir!—exclamó Joaquina.—¿Pues no dices que está de cuerpo presente? A mi me dan miedo los difuntos.

—Quita, chica; los solterones muertos dicen que traen felicidad—dijo Rosita.—Además, yo me muero por ver difuntos. Digo, ¡y D. Anselmo! ¡Qué cara tendrá! Pobrecito, era muy ruin; pero si no fuese porque a Julián le hace mucha falta el dinero, no me alegraría. ¡Qué ricos vamos a ser todos! Andando, a casa de Julián!

Aquella noche, en la habitación contigua al cuarto donde estaba, entre cuatro blandones, el cadáver de D. Anselmo, se oía ruido de monedas como SI vaciasen talegas llenas de oro sobre las baldosas, conversaciones agitadas, y algunas veces alegres risas. El viejo criado de D. Anselmo se hizo la señal de la cruz cuando, asomándose al gabinete en el cual se daba el escándalo, vio a Joaquina cubierta con un magnifico chal de Persia y una capota de paja de Italia con plumas; vejeces que habían aparecido en un armario y habían sido novedades cuando vivía la esposa de D. Anselmo.

Rosa no estaba siempre en aquella habitación; se alegraba de que Julián fuese millonario, según decían; pero el aspecto de la muerte había impuesto su ánimo y conmovido su alma; horas enteras se pasó aquella noche de rodillas, rezando las pocas oraciones que sabía, y contemplando el cadáver con más tristeza y piedad que terror.

El ama de llaves de D. Anselmo, escandalizada en un principio con la presencia de aquella preciosa joven, concluyó por rezar junto a ella y mezclar a sus lágrimas lágrimas de simpatía.

De pronto Rosa escuchó ruido como de gran disputa en el cuarto donde estaban Julián, Martín y Joaquina. ¿Qué era ello?

El viejo criado no había podido tolerar más tiempo aquella profanación. Había reprendido acerbamente a su señorito su conducta, y de palabra en palabra había llamado miserables a los hombres y a Joaquina mujerzuela.

Rosa apaciguó el tumulto y dijo a Julián:

—Mira, este hombre, seamos justos, tiene razón. Lo que hacemos no está bien. Tu tío, al fin, era tu tío, y además es un muerto. ¡Vámonos todos! ¡Vamos a casa! Estos viejos cuidarán de su amo; mañana vendrás para recibir a los amigos.

—¡Yo marcharme! — exclamó Julián. — ¡Tengo que estar aquí! ¿Qué se diría si yo desatendiese al cadáver? Además, ¿y el dinero?

—¡El dinero!—dijo Rosa dejando caer sus brazos con desaliento.—¡El dinero! Julián, este dinero nos traerá desgracia. ¡Maldito sea! ¡Hasta hoy, jamás se me pasó por la imaginación que tú fueses malo!

Un gruñido terrible y un ruido sordo como el que hace un objeto pesado al caer sobre una alfombra, helaron la sangre en las venas a los cuatro amigos.

Martin, sin embargo, asomó la cabeza, y después exclamó con una mueca más que con una risa.

—¡Nada, ha sido el perro, León, que se ha soltado, y al ponerse de manos para alcanzar la caja, ha derribado un candelero!

Pero Joaquina y Rosa no le oyeron, porque habían huido espantadas.

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