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Sergio Galindo

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Polvos de arroz

Capítulo 9

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Volvía de un sueño pesado, arrancada de él por algo importante y temido. Parpadeó en la oscuridad del cuarto de Lucio y antes de despertar por completo oyó un susurro. Voces, muchas voces que al principio no poseían dueños ni sentido. Unos segundos antes de despertar temió hacerlo, prevenida por el instinto; por el hábito de vivir sin zozobras, en la gran tranquilidad de su hogar. Abrió los ojos. Se había imaginado que alguien estaba junto a ella, pero no había nadie. La habitación estaba cerrada y sólo una línea de luz se filtraba por el lado derecho de la persiana. Inmediatamente recordó que alguien había abierto la puerta hacía unos segundos para ver si dormía, habían vuelto a cerrar con cautela y dicho: “Está dormida”. Pero no podía asegurar que eso era verdad; real o no, de cualquier modo había sucedido en el sueño.

Se ahogaba, hubiera querido ponerse de pie para respirar el aire de la noche, pero algo le aconsejaba no moverse, fingirse dormida. Sonó una carcajada, de Perla. Camerina deseó dormir, no escuchar, apretó los ojos con ese mismo afán con que un chico de dos años se cubre la cara o cierra los ojos con la intención de desaparecer de la vista de los demás.

—No se burlen —ordenó Julia.

Sus palabras llegaron al oído de Camerina con una claridad ponzoñosa. Inmediatamente, y aun sin motivo, se sintió agredida, segura de que algo le iba a suceder y de que ella misma era la causa. La risa de Perla repercutía insistente, bloqueando todo refugio, impidiéndole huir o protegerse... Si fuera un sueño... Esto no es verdad y estoy en Jalapa... Si escuchara ahora mismo la tos de Augusta sería realmente un sueño y nada me pasaría. Augusta, ¡tose! Augusta, sálvame, no quiero estar aquí, no quiero... Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Nadie podía salvarla. Y salvarla de no sabía qué. Pensó en Juan Antonio sin hallar en él ningún consuelo, como si fuera ajeno a ella y en el peligro pudiera confiar más en el odio de Augusta.

—¿Te imaginas el susto de ese pobre muchacho?

—¡Su cara!

Las risas se fundieron con la misma alegre vitalidad: Lucio y Perla. Los imaginó rojos de risa con los ojos brillantes.

—No sean bobos, no es una cosa para reír. No debiste contar nada, Perla.

—¡Tú también te reíste!

—Lloré.

—Te reías, mamá, juro que te reías, ¡y mira la risa de papá!

—¡No griten! —suplicó Julia—. ¡Puede despertar!

—No importa, la pobre es capaz de oírnos y no entender que se trata de ella. Debería preocuparse por sus años, no por sus kilos.

—¡Es un vejestorio!

—¡Pobre, querida vieja chocha!

—¡Cállense!

—Es algo tan risiblemente tierno.

—Es algo que no comprendes, Perla.

—¡Pero alborotarse a su edad!

—Tú comprendes menos, eres hombre, no te das cuenta... Ella es... ¡Oh!... La pobre es muy buena.

—… y muy vieja.

—… y muy gorda.

—¡Cállalos, Andrés! Es una falta de respeto. ¡Es una injusticia!

—Pero es que tienen razón, Julia. Tu tía podía ser abuela de ellos.

—Pero no lo puede comprender ahora. ¡Entiendan!

—Me hubiera gustado de abuela, ¿y a ti?

Camerina mordió la almohada y dio un grito. Quería estar en su hogar, sola, y correr y gritar hasta quedar agotada, luego encerrarse en su cuarto y no hablar nunca más a nadie, como Augusta. Sus dientes rechinaron al rasgar la funda. Quería morirse, acercarse a un abismo y dar el paso, caer; pero caer en algo absoluto, negro, hondo, donde ya nada sucede, donde no existen las voces, ni las risas, ni los números. No pensar jamás en números, no saber que tenía setenta, setenta abominables, ridículos, años... ¡No! ¡No!...

La rodeaba una alegría monstruosa, humillante, algo mil veces peor que la traición de Augusta, porque la dejaba con las manos vacías, con el vientre, con los ojos, inútilmente estériles. También Juan Antonio estaba allí, riendo; no veía su rostro, no lo conocía, pero estaba segura de que también tenía una risa, más fuerte y mordaz... Caer, más hondo aún, más, ¡en el silencio!

(1958)

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