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Sergio Galindo

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Polvos de arroz

Capítulo 8

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Los pasos de Camerina no produjeron ningún ruido sobre la alfombra de la sala de Julia. Estaba sola. Ellas dormían la siesta. Lucio y su padre se habían marchado a la calle. Su libertad era una circunstancia intacta, a la que de pronto se asoció una inoportuna necesidad física. La mano izquierda levantó la bocina, la otra ejecutó en el aire un torpe movimiento, pero los dedos no llegaron a tocar el disco. ¿Cuál es su número?...

—Juan Antonio Ulloa —dijo ella en voz baja, y repitió—: Juan Antonio... su teléfono es diecisiete... diecisiete...

No; ese no era el principio. “Llámame tan pronto como llegues, mi teléfono es...”. Recordó casi todas las líneas de sus cartas, menos esa. Soltó la bocina, se mordió las uñas y espió la puerta de entrada desconfiando del silencio que parecía ficticio, culpable. Tengo que acordarme. Tengo que acordarme. El presente parecía vivido hacía mucho tiempo y la realidad una repetición monstruosa e inacabable. Caminó de un lado a otro de la sala, se apretó las manos y repasó con la mirada las paredes, como si en ellas fuera a encontrar el número, pero los juguetes modernos y los retratos a colores de Julia y Perla no la remitían al olvido buscado. Sólo existía una salvación: ir a la recámara de Lucio y sacar las cartas. Pero esa salvación era arriesgada, tenía la certeza de que si salía del cuadro de la alfombra las despertaría y entonces no hallaría ni el valor para decirles qué iba a hacer, ni otra oportunidad... Trece, veintidós ¿qué?... Dios mío, ¿qué?... Yo me lo sabía, me lo aprendí de memoria... Era un número fácil que empezaba en trece, de eso estoy segura, ¿o era diecisiete?... era un número de buena suerte. Tengo ganas de ir al baño; no debí tomar cerveza, pero Andrés insistió tanto... Si me quito los zapatos no me oirán caminar, pero después no podré ponérmelos...

Caminó de puntillas preguntándose qué iba a decirle, dónde iban a encontrarse y por qué tenían que ser tan complicadas las cosas. Abrió la puerta del cuarto de Lucio. Julia y Perla se volvieron sorprendidas. Camerina avanzó desconcertada, torpe, sin saber qué decir, con los ojos fijos en las cartas de Juan Antonio. Le pareció que Perla se avergonzaba.

—Sal y cierra la puerta —le ordenó Julia a su hija.

Se quedaron las dos solas, mudas, por fin Camerina dijo:

—Venía de puntillas para no despertarlas... Abriste mi petaca.

—No la abrí —dijo Julia—. Las dejaste fuera. Al verlas creí que eran de Perla, no pensé que...

Entonces Camerina explotó, era como si Augusta estuviera allí dispuesta a privarla del futuro.

—¡Tú no tienes nada que prohibirme! —gritó arrebatándole las cartas—. Nadie puede decirme nada, ni regañarme, yo soy libre y puedo hacer lo que me dé la gana.

Julia la dejó desahogarse y gritar. Después, cuando la vio agotarse, dijo:

—Óyeme, no voy a regañarte ni a prohibirte nada, ¿qué derecho tengo?... ¿Entiendes? Quiero ayudarte.

—Eso me decía Augusta, y no era cierto, me traicionó, me engañó, y la perdoné de todo. Pero ahora no... Tú quieres hacer lo mismo.

—Mírame, cálmate. Tú sabes perfectamente que yo no soy como ella, y sabes que te quiero... Vamos a hablar, cuéntamelo tú, dime cómo...

Los ojos de Julia eran limpios y la mirada con gran cariño, podía descansar en esos ojos como en algo muy blando. Vino a ella una calma inmensa que le hizo recordar los brazos de su madre y por unos segundos le pareció que era pequeña, muy pequeña, y acababa de recibir el perdón... Ya no deseaba ir al baño. La abrazó agradecida. Luego se dejó caer en la cama, se quitó los zapatos y empezó a contarle todo. Tomó las manos de Julia como si el contacto físico pudiera establecer una comprensión más honda, y al aferrarse a su piel se aferrara a la realidad dominándola.

Cuando terminó sus ojos se dilataron en espera del comentario de Julia. Pero Julia no sabía qué decir. La lastimaba el candor y la simplicidad de Camerina como la habría lastimado un rayo de luz demasiado luminoso, inaguantable. Era insoportable ser la esperanza, la salvación de alguien.

—¿Sabe él qué edad tienes? —preguntó por fin.

—Sabe que soy una mujer madura.

—Pero no le dijiste tu edad exacta.

—No... No creí que fuera necesario.

—¿Cuántos años tiene?

—Veintiocho... veintiséis, más o menos.

—Es muy joven.

—¡No, Julia! Tú sabes bien que es otra época, una generación que no se puede medir en años... Por ejemplo, Lucio, tu hijo, él está en edad de casarse y a ti no te debe parecer mal. Es tu obligación consentir, comprender... Las madres se olvidan de ciertas cosas y creen que los años no pasan. Tú no te opondrás, ¿verdad?

—¿Dices de Lucio?

—¡Sí, claro!

—No... no me opondré... Pero hablamos de ti y estoy desconcertada, un poco sorprendida —sacudió las manos—, no sé qué decirte tía. Es sencillamente que... Quizá tengas razón, no podemos medir por años.

—¿Entonces me comprendes?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Aceptas? —inquirió Camerina.

—Te comprendo —respondió.

—Hay algo más que te quiero decir... Lo que te he contado es hermoso, es amor, pero, tengo miedo de que se venga abajo, de que él me rechace. Yo puedo vestirme mejor, más a la moda. Hoy Perla me hizo varias indicaciones y creo que tú me ayudarías mucho; te ves tan bien, tan esbelta... Yo debí cuidarme, seguir esas dietas que anuncia el periódico. He visto fotos de mujeres que rebajan hasta cincuenta kilos, y luego dan las gracias públicamente; enviando sus fotografías; creo que eso fue lo que me dio pena, no me habría atrevido a mandar mi retrato... Pero debí haber pensado que un día... No es que hubiera perdido las esperanzas, es que estaba allá tan contenta, tan a gusto en mi casa, y me parecía que no había más, nada más... Fue una tontería, porque yo juzgaba por Augusta que nunca quiere salir a la calle, y a mí sí me gusta salir y cantar y reírme de cualquier cosa aunque parezca boba; en cierto modo estaba contenta y cuando estás contenta crees que eres feliz. Pero luego vi que estaba sola, a pesar de Augusta y de Facunda. Facunda tiene sus hijos, se va a verlos los domingos y el lunes me cuenta cómo están y que ya nació otro nieto —tiene muchos—, y que les da tos ferina y todas esas cosas que luego la preocupan... Y Augusta, ella te tuvo a ti, es algo muy distinto, ella es rara, pero te tuvo... Y yo, pues, cuando leí el anuncio de Juan Antonio vi que me hacía falta —se rió—. Su teléfono es el trece, diecisiete, veintidós, hace un rato iba a llamarlo y se me olvidó, por eso vine por sus cartas... Puedo llamarlo ahora que ya lo sabes, oír su voz. Me he imaginado muchas veces cómo será y pienso que es como la de papá, o como la de Rodolfo Gris, o tal vez se parezca a la de un muchacho que trabajaba en la carnicería. Su voz era tan agradable que compraba allí todos los días nada más por oírlo, hasta que se fue de la ciudad, creo que se vino a vivir aquí, y cambié de carnicero... Julia, no sabes lo que es vivir como he vivido, estaba como muerta, peor que Augusta, por eso cuando ustedes fueron pensé que debía salir de eso y vivir, y ahora que ya di el paso me pongo a temblar; si él ya supiera cómo soy no tendría miedo. ¿Crees que debo decírselo por teléfono?... Para prevenirlo, que él no se sorprenda tanto... ¿Crees? Pero ni te he pedido tu teléfono. ¿Me lo permites? Llamarlo desde aquí no es nada malo.

—Puedes llamarlo cuando quieras. Y ahora dispénsame, voy a mi cuarto.

—¡Julia! —gritó Camerina antes de que ella saliera—. Pienso que... Creo que es mejor no llamarlo hasta mañana. Podría decir que viene inmediatamente y tengo los ojos tan irritados... Además quisiera comprar una faja... ¡Ay, Julia! No le he confesado lo peor, él no sabe, no me he atrevido a decirle que soy gorda.

Julia salió rápidamente. 

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2 horas 17 minutos

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