—¿Quieres oír un vals? —preguntó Lucio.
—Lo que quieras —dijo Camerina.
—Déjala —interrumpió Julia—, tu tía quiere descansar. ¿No prefieres dormir la siesta?
—Descansaré aquí —contestó. Se sentó en una mecedora de peluche rojo—. Pon el vals... Pon lo que a ti te guste.
—Yo sí dormiré un rato —dijo Julia, y los dejó en la sala.
—Música negra —murmuró Lucio guiñándole un ojo.
Era una melodía lenta, cantada en... Debe de ser inglés —pensó Camerina—; también a Juan Antonio le ha de gustar.
—¿Sabes qué te voy a contar? —preguntó Lucio sentándose junto a ella—. Que pronto me caso.
Camerina dio un grito y le golpeó cariñosamente la mejilla.
—¡Casarte tú! No digas tonterías, eres un niño.
—¡No lo soy!
Ella inmediatamente pensó que había dicho una necedad: no, Lucio ya no era un niño, estaba en edad de casarse, era sólo un poco menor que Juan Antonio. Sí —pensó—, Julia no debe oponerse.
—Yo te ayudaré con tu mamá, la convenceré.
—¡Pero no tía! —exclamó él riendo—. No así de rápido, ella no sabe, y no tiene por qué saberlo hasta que llegue la hora.
—Es que pensé... ¡Ay, no me hagas caso!... Pero, ¿lo has pensado bien?
—Sí; suponte que me muero dentro de un par de años... Cuando menos tuve experiencias: viví.
—Sí... —dijo ella en voz muy baja—, es cierto... Sí.
No pensaba en Lucio. Se había puesto triste porque Juan Antonio podía estar muerto; podía morirse: iba a morir. Sacudió la cabeza. No hoy, ni mañana, “un par de años”... Camerina no deseaba pensar en la muerte. No quería temerla, como antes.
La muerte no tiene sentido. A partir de eso debía empezar a juzgar, a saber todo lo demás. Debía aceptarse tal cual y esperarla al minuto próximo, como: que den las cinco, que den las seis. Iban a dar las cinco y la última muerte fue, ¿cuántos años hace?... Suspiró. Un “ah” muy largo salió de sus labios. No importa el número de días, de años. La última muerte, como las anteriores, resultó una sorpresa seguida de esa irracional desesperación que pretende, por encima de la lógica de los hechos, alcanzar un milagro. Esperó algo sobrenatural, una equivocación colectiva que viniera a producirle ese descanso que en la pesadilla empezaba con una irrupción dolorosa y lenitiva en la vigilia. Pero cuando la muerte de Rodolfo Gris, no vino, y fue cuando más se exigió el milagro.
Camerina se frotó la frente. Rectificó el recuerdo. No fue la última muerte; la última fue la de papá. Rodolfo murió cuatro años antes. Y sin embargo, parecía la última. Tal vez porque algunas personas no mueren cuando llega su muerte, sino desde mucho antes; y su muerte física no es sino una consecuencia natural, que produce sólo una pequeña congoja que viene a cerrar un círculo. Pero la muerte intempestiva, rapaz, la verdadera, era la de Rodolfo.
Habían ido a pie hasta Los Carriles. Era una mañana hermosa, cálida. Camerina aún recordaba que los guantes de seda se pegaban a su piel por el calor de la mano de Rodolfo. La ciudad terminaba a espaldas de ellos y ante sus ojos se extendía una larga llanura verde; limitada allá lejos por pequeños cerros que más adelante encontraban otra limitación de cerros más altos, y luego otra que al final se unía con el extremo más distante del horizonte.
Allí estaban los dos, dueños de una felicidad sin presagios. Un hombre apareció tirando de un caballo. Rodolfo había tenido muchos caballos, en el tiempo en que había sido rico.
—Tenía uno igual antes —le dijo.
Entonces el hombre se detuvo y se lo prestó.
—Móntelo si quiere —dijo—, se llama Carmín.
Camerina dio unos pasos hacia atrás hasta quedar bajo la sombra de un árbol. Vio con miedo la piel lustrosa y restirada del alazán. Rodolfo Gris lo montó con dificultad; el caballo se resistía a aceptar un amo extraño y súbitamente emprendió la carrera hacia los cerros.
—¿No le pasará nada? —preguntó ella.
—Es buen jinete —dijo el hombre.
Fue cosa de segundos: Rodolfo lo dominó y lo hizo regresar; un regreso cada vez más veloz. A cinco metros de ellos se alzó de manos y lo arrojó al suelo. De la garganta de Camerina salió un grito ahogado.
Empezó a llegar gente. Alguien trajo un coche y llevaron el cadáver a la casa. Augusta estaba en el portón, muy pálida, como si ya lo hubiera sabido. Camerina no pudo recordar nunca cómo fueron esas horas; luego, para saber, le hizo preguntas a Facunda y fue ella quien le describió el velorio y el entierro. Ella sólo recordaba a su padre dando vueltas de un extremo a otro de la sala diciendo incoherencias.
Don Teodoro Rabasa siguió así durante cuatro años, hasta el día de su muerte. Ese día Camerina y Julia entraron a su recámara a regalarle un ramo de flores, la mañana en que murió cumplía ochenta y ocho años.
Un mes después Camerina envió a Julia a un colegio, de interna.