Polvos de arroz
Sergio Galindo
(1958)
VI
Cuando empezó noviembre la niebla vino a pegarse a la ventana de su habitación, anunciando el invierno y la humedad. Al atardecer el frío le entumeció las piernas. Hacía más de seis meses que se escribía con Juan Antonio y un día iban a encontrarse. Pero la neblina, con su aplastante suavidad, parecía negar ese encuentro.
—¡Tú no sientes nada! —gritó llena de rabia—. Ya no te quiero, Augusta. ¡Muérete, muérete antes que yo!
Augusta la contempló con sus ojos opacos y Camerina soltó a llorar arrepentida. Quiso pedir perdón, pero Augusta había dejado de verla y tejía. Camerina fue a la cocina a prepararse un té con coñac y envió a Facunda a comprarle cigarros. Reflexionó: no estaba arrepentida, no quería a Augusta y deseaba su muerte para librarse de su presencia fantasma. Su reflexión la azoró. Pensar ella eso, cuando tanto había querido a su hermana. Un cariño viejo que ya acompañaba sus primeros recuerdos y que creció con ella en cada situación, especialmente a la muerte de su madre. Desde ese día se dedicó a mimarla y trataba de adivinarle el pensamiento y de quitarle el trabajo.
Así empezó un gusto, un deseo de halagar, que con el tiempo se convirtió en una obligación ineludible, pues Augusta no volvió a preocuparse por la casa.
Empezó de un modo súbito, como todo lo definitivo. Era más de medianoche y unos segundos antes de que Augusta entrara a la recámara Camerina despertó sobresaltada, con el presentimiento de algo nefasto. Se puso a temblar sin saber cuál era la causa de su desasosiego y vio entrar a Augusta bañada por la lluvia.
—¿Qué? ¿Qué tienes?
Se levantó a la carrera, encendió la luz, y se acercó a su hermana.
—Augusta, ¿qué te pasó?
Sacó una toalla del ropero y empezó a secar sus cabellos y su ropa.
—¡Hipócrita! —gritó Augusta empujándola.
—¿Yo? ¿Qué te hice yo?... ¿Qué tienes? —y empezó a llorar confundida y espantada.
—Tú crees que no haces nada... Parece que no haces nada, que eres muy buena... ¡Pero no!... ¡Hipócrita...! ¡Ya ganaste!
Camerina lloraba sin comprender: algo horrible había pasado. A la mejor Augusta se había vuelto loca.
—Voy a llamar a papá...
—¡No! —ordenó Augusta—. ¡Déjalo!
No tuvo más remedio que sentarse a los pies de la cama y llorar y secarse las lágrimas con la toalla, hasta que el sueño regresó a ella y sin hacer ruido para que Augusta no se diera cuenta, volvió a meterse en la cama. Antes de quedarse dormida alcanzó a verla sentada en el centro de la recámara, pálida, inmóvil.
Así estaba cuando despertó al día siguiente.
—Augusta... —dijo en voz muy baja—. ¿Por qué no duermes un poco?
Augusta no respondió y ella empezó a vestirse sin dejar de espiarla. Le tenía miedo.
—Voy a llamar a papá —dijo a un paso de la puerta—. Augusta, ¿me oyes?... Dije que voy a llamar a papá...
La absoluta indiferencia de su hermana la impresionó. De nuevo se acercó a ella, paso a paso.
—Hermanita... ¿Por qué no me hablas?... ¿Estás enferma?... Augusta, yo no quiero ganar nada, yo te quiero mucho... Augusta —suplicó atreviéndose a acariciar su pelo lacio y seco—, Augusta, soy yo: Came, ¿no quieres desayunar?... ¡Augusta, háblame! ¡Augusta!
Se puso a dar de gritos y salió a la carrera por su padre.
Don Teodoro Rabasa olía a coñac.
—Es una enfermedad... Una terrible enfermedad, tenemos que llamar al médico.
El médico recetó medicina para el corazón, dijo que había sufrido una impresión tremenda, que necesitaba muchos cuidados, y salió sin hacerla hablar.
La mañana y la tarde Camerina las pasó desesperada dando vueltas por la casa en espera de que Rodolfo Gris llegara y le sirviera de ayuda. Pero Rodolfo no fue ese día. Pasaron muchos antes de que se presentara y no lo hizo por su gusto; Camerina tuvo que enviarle un recado con la criada —Facunda, una chiquilla que tenía un mes de trabajar con ellas—, suplicándole que fuera a verlas y preguntándole si había estado fuera de la ciudad o tal vez enfermo.
Rodolfo se presentó muy serio y antes de ofrecerle asiento Camerina le contó con lágrimas lo que había sucedido a Augusta.
—Una terrible enfermedad —dijo don Teodoro, y le ofreció coñac.
—¡Y no habla!
—¿Muda? —preguntó Rodolfo.
—¡No! Es a nosotros... —se interrumpió por el llanto—. A nosotros no nos habla... ¡pero a las criadas sí!
Rodolfo se puso a calmarla; los compadeció, hizo algunas conjeturas sobre la enfermedad y aceptó todas las copas que le ofreció don Teodoro. La botella se acabó pronto y don Teodoro, cantando, bajó a la bodega por otra.
—Es una lástima —dijo—, porque hoy, precisamente hoy venía a pedirte. Estuve fuera de la ciudad... Fui a México a arreglar un asunto de dinero, una cantidad que me entregarán pronto; van a indemnizarme… Regresé esta mañana y pensé que era oportuno de una vez… Pero así, supongo que tú no querrás dejarla sola ahora, no sabes si esa enfermedad se vuelva algo peor... Uno no sabe, confía en que estas cosas pasan con facilidad, y luego, de pronto... Medítalo bien, no te apresures a hacer algo de lo que más adelante podrías arrepentirte... Es claro que no toda tu vida, ¡pobrecita de ti! Debemos pensar en nosotros, pero se puede esperar... ¿podrás... gatita?
—Sí... Sí... Eres tan bueno... Y hay otra des - gracia: mataron al gatito, murió envenenado o de un golpe, quién sabe, lo encontramos cuando ya apestaba... Las desgracias nunca vienen solas, ¡tanto como lo quería Augusta! Le decía Rodolfito, de cariño.
Rodolfo la acarició.
—Pobre Augusta, otro día la veré... No me parece conveniente que hoy... ¿Verdad?
—No. Esperaremos.
Y esperaron. La “terrible enfermedad” siguió su curso. Augusta dio a luz, una noche de diciembre, a Julia. El parto, a pesar de su edad, no fue difícil. Don Teodoro Rabasa pareció no comprender las circunstancias del nacimiento. La chochez y el alcohol aplacaron los prejuicios, y a nadie se le ocurrió pensar en “humillación”, “orgullo pisoteado”, o “deshonra”. Él estaba feliz con su nieta y Camerina y Rodolfo felices con la sobrina. Sólo a la madre no le importó nada. Tuvieron que alquilar una nodriza que viniera a amamantar a la pequeña y la cuidara, pues Camerina nunca había atendido a un recién nacido y Augusta no volvió a ocuparse de ella.
Con este último sucedido en la familia Rabasa terminaron las pocas amistades que conservaban. Muy pocas: unas cuantas mujeres a quienes saludaban en misa y en el mercado. Quien lo notó fue Camerina, porque Augusta no volvió a pisar la calle.
***
Con la estufa de gas (regalo de Julia), la cocina había perdido aquella tibieza que en invierno, por los leños, la convertía en el centro de las reuniones. Camerina, temblando, terminó su té y se sirvió una copa de coñac. Oyó que Augusta tosía. Tiene bronquitis —se dijo—, pero no me importa. Bastante me he preocupado años y años por ella —contempló a través de los cristales de la puerta el jardín envuelto por la neblina—. Estamos aquí esperando que venga la muerte y nos entierren, ninguna otra cosa puede sucedernos... Pero yo no quiero, Juan Antonio, no quiero ni morirme, ni...
Regresó Facunda.
—Hace un frío espantoso —dijo—, no hay un alma en la calle; tenga usted sus cigarros. Voy a pescar un catarro... Con el dinero que ustedes tienen no deberíamos estar aquí, los ricos se van a las playas a gozar del calor.
—No somos ricas —dijo Camerina, sirviéndole coñac.
—¡Que no son ricas! Con las rentas que tienen se pueden ir al puerto. Que yo sepa ustedes nunca han tenido que trabajar.
—Tejemos.
—Por no hacer algo peor; si no fuera por el tejido ustedes dos se pasarían el día mordiéndose... Oiga su tos, nomás para decir que está allí, como si no lo supiéramos.
—Cállate, Facunda.
Regresó el silencio. Camerina se mordió las uñas. No: no odiaba a Augusta, simplemente había dejado de quererla, y esto por cansancio, por aburrimiento, no porque Julia fuera hija de Rodolfo Gris. Pero eso era tan lejano que su gravedad no tenía importancia; sólo le importaba Juan Antonio, que en la última carta le había preguntado: “¿Has sido feliz antes?” Tomó su coñac y encendió un cigarro que la hizo toser.
Se encerró en su habitación y le escribió:
No puedo decirte que he sido feliz, porque he descubierto que la felicidad, si existe, debe ser algo por lo que se lucha mucho y se hacen cosas malas. Yo no he luchado, ni he hecho mal. Al contrario, siempre he sido buena.
Y unos días más adelante:
Nos hemos encontrado en un momento en que lo único que considero seguro es la muerte y el desatino de esta vida que no sé por qué he vivido. A veces, cuando te escribo, tampoco sé por qué lo hago.
***
Sí, te quiero. Me lo repito y lo creo, lo siento, pero dímelo tú a mí, repítemelo en cada una de las líneas de tus cartas, tus palabras siempre suenan en mi oído como si fuera la primera vez que las dijeras. Dime que me amas. Muchas veces, dímelo millones de veces.
***
¿Que si estoy arrepentida? No. El arrepentimiento debe ser la consecuencia de una falta. ¿De qué puedo yo arrepentirme? Como no sea de la vida entera, de la existencia toda, y eso no me importa. Sí te quiero y no me molesta, “por rectitud”, como tú dices, engañar a mi hermana; no me importa hacerlo y me place a veces. Me encanta que no sepa que existes. Luego me hago la ilusión de que sufre con el engaño y yo gozo, eres más mío, te quiero más.
***
Apunté tu teléfono. Me lo he aprendido de memoria. Dentro de una semana vendrá mi sobrina Julia a visitarme y haré que me invite a ir con ella. Es mejor que nos encontremos allá. No quiero que tú vengas a conocer esta casa, te pondría triste.
Sí tengo miedo, Juan Antonio: mucho miedo.