Camerina ocupó el asiento trasero del coche, junto a Perla, con una sensación de fracaso.
—¿Quieres ir a otra parte, tía? —preguntó Lucio.
—No —respondió ella—, a la casa; es muy tarde.
—Mañana veremos unos vestidos —dijo Perla y le palmeó la mano.
Fue una cobardía —pensó Camerina, y empezó a morderse las uñas—. El coche atravesaba las estrechas calles del centro, llenas de vehículos y gente, con lentitud. Pude llamarlo; tuve tiempo de tomar el teléfono antes de que ella regresara... Pero no lo hizo, se quedó clavada en su asiento, deseando que volviera Perla a liberarla de esa situación cuanto antes.
—¿Estás llorando? —preguntó Perla.
—No; es la gasolina, o el humo, ¡no sé! No estoy acostumbrada.
Se limpió con un pañuelo diminuto, bordado por ella misma, y observó a los transeúntes hasta que supuso que Perla había dejado de fijarse en ella. Lucio aumentó la velocidad y se volvió a preguntarle:
—¿Te diviertes?
—Sí... Es muy bonito —le echó una mirada a la estatua de Cuauhtémoc y después vio a un hombre joven. Pensó en Juan Antonio con desesperación.
Hay algo infranqueable entre esto y lo que había pensado —se dijo—. Yo no pude... y quiero... Sí quiero llamarlo; desde hace meses, desde ese día en la azotea.
Era mayo, primavera exigente; el calor, el perfume, el color, todo sitiaba a la ciudad cuya parte baja ella podía alcanzar con la mirada desde la azotea. La ciudad había crecido: el nuevo edificio de Correos, las recientes construcciones de departamentos, cada vez más altas. Pero el progreso aún no era tan grande que lograra borrar el horizonte tan conocido de los cerros; solamente un edificio, el más cercano, alcanzaba a truncar ese remoto último extremo de cerros a un lado del cual moría diariamente el sol. Allí estaba ella en observación; a ratos alguna mosca se acercaba a zumbar cerca de su rostro y la espantaba (un zumbido desagradable, irritante: odiaba los insectos, las moscas de día, los mosquitos de noche). Siempre había estado satisfecha de que la caprichosa configuración del terreno en que se extendía la ciudad colocaba la casa de los Rabasa a una altura superior a las vecinas, y gracias a ese sitio privilegiado podía ver con cierta conmiseración el estéril esfuerzo de los arquitectos por privarla del paisaje. Pensaba que, de seguir haciendo construcciones monstruosas y altas a su alrededor, Dios no los dejaría impunes y mandaría un temblor que derribaría todos aquellos adefesios y ahuyentaría a las nuevas familias que en ellos vivían. Personas desconocidas que no sabían quién era ella, quién había sido su padre, cómo era Jalapa antes. Pero hoy no pensaba en esos advenedizos. Había subido a la azotea por otra razón. Solía ir una o dos veces por semana para espiar las casas cercanas: contemplaba por una media hora la vecindad y bajaba a comentar con Facunda los cambios, las vulgaridades, la pobreza, y a repetir alguna frase que había llegado hasta ella. Algunas veces la esposa del carpintero la había insultado por curiosa. Una mujer ordinaria, robusta, cuarentona, que decía picardías y guaseaba con los operarios de su marido. La espalda de la casa de los Rabasa y la del carpintero se unían, lo que daba a Camerina un buen punto de observación y crítica.
Pero hoy ella no notaba qué sucedía allá abajo. Contemplaba la distancia. Por fin se decidió y sacó del bolsillo del delantal la revista.
Esa mañana, como todos los días, después de escuchar misa en la Catedral, había subido al mercado a comprar verdura y carne. La cuesta que unía la Catedral con el mercado era más pesada por el sol. Los estudiantes del colegio preparatorio bajaban, ruidosos y ligeros, a gozar de la hora libre en el parque mientras ella ascendía fatigada. Olía a primavera. Los puestos de piña estaban atestados; en los frentes ponían pequeñas vitrinas llenas de rebanadas amarillas, jugosas, en las que se posaban las abejas a chupar. Camerina sentía esa primavera, ese reventar de colores y aromas, con azoro y envidia.
En la esquina, sofocada, se detuvo ante el puesto de periódicos. Ya antes había pensado en comprar esa revista; la criada le había contado que... Debía de ser sin duda efecto de la primavera, pues se atrevió a pedirla sin la menor vergüenza, como si cada semana la hubiera comprado: Confidencias. La echó en su bolsa de yute (recuerdo de un viaje de Perla a Cuernavaca) y prosiguió el ascenso hacia el mercado en el cual la primavera se volvía desagradable al trocarse el aroma en peste; se descomponía la verdura, la fruta, el pescado.
Por la tarde, mientras Augusta dormitaba en el corredor, Camerina subió a la azotea para leer tranquila la revista. Con letra blanca en fondo azul decía: “Confidencialmente”. Leyó un párrafo en que una “viuda joven con dos hijas” pedía consejo porque un ex seminarista quería casarse con ella “por lo civil nada más” y no sabía qué hacer. Más abajo su atención cayó en una línea que le gustó mucho: “Indeciso del D. F.”.
Soy joven, ojos café claro, piel casi blanca, muy tímido. Quisiera encontrar dama capaz de comprenderme y a quien escribir. Mi familia quiere que me case con una prima, pero yo no la quiero. Creo que puedo encontrar a la que amo si la busco, pero no sé cómo empezar a hablarle a una mujer. No sabría qué decirle ni qué hacer. Mi indecisión me agobia y a ratos quiero matarme. Necesito a alguien que me aconseje y me dé cariño.
Camerina se sintió muy conmovida por el joven “Indeciso” y aprobó con varios movimientos de cabeza y suspiros la recomendación de la Editorial que aconsejaba al joven que se diera a conocer con menos reservas y que hiciera uso de la sección “Intercambio Social” de la misma publicación. Luego pasó las hojas, una tras otra, impaciente por llegar a esa sección. Había en ella una larga explicación de cómo redactar el anuncio, cuánto costaba por palabra para el país, cuánto en dólares para el extranjero, un pago especial si se quería obtener la dirección de algún anunciante, y muchas otras aclaraciones que consideró de menor importancia. Los “anunciantes” tenían su número y Camerina se asombró de que el número con que se iniciaba ese ejemplar fuese el 77 238. El primero era de una “divorciada con esperanzas de rehacer su vida”; le seguía un “Caballero mexicano residente en los Estados Unidos”; después, otra mujer: “Soy culta sin creerme sabia...”; luego un “Joven noruego que trabajaba en una casa de refacciones...”. Se leyó entero el anuncio 77 245, que decía:
Este llamado es sólo para muchacho que reúna estas cualidades: 20 a 25 años, alto, hermoso, no importa nacionalidad, ojos verdes (sin ser requisito indispensable). Soy señorita, simpática, con inmensos deseos de amar. Ruego que al escribirme envíe foto. A vuelta de correo recibirás la mía. Confidencias tiene mi dirección. Tuya, Lolita.
Lolita le pareció una desvergonzada y consideró que era horrible que junto a algo tan sincero y hermoso como lo del joven “Indeciso”, apareciera la inmundicia de esa puerca que de antemano se entregaba.
Abajo, en la casa del carpintero, se oía una canción. Voces cálidas, sensuales. Todo era fuerte y decisivo; la luz, en esa última hora de existencia, parecía estallar en millones de puntos centelleantes. El verde de las plantas relumbraba, zumbaban las moscas y las avispas, sonaban los martillos, las sierras, las voces de los hombres, y en sus manos la revista temblaba.
—Le escribiré a ese muchacho —exclamó en voz alta.
Inmediatamente pensó que había dicho un desatino y que jamás cometería semejante tontería. En buena edad estaba para hacer tal ridiculez. Se juzgó y recriminó con las frases que Augusta (si hubiera hablado) le habría dicho. Acabó perdonándose a sí misma: no había sido más que un arranque, una broma. Sonrió. Vio a la ciudad vacilar por el calor en un mareo de aromas y vibraciones. De un instante a otro la noche caería y con ella se mitigarían las exigencias.
Abajo, como nacidos del infierno, surgieron dos carpinteros desnudos de la cintura para arriba: unos cuerpos hermosos, morenos. Algo que una señorita no debía ver. Pero ellos no sabían que los observaba. Avanzaron cargando una viga. Las gotas de sudor les brillaban en la piel como luceros. Camerina sintió rabia... Es obsceno, es asqueroso, es... Desaparecieron dentro de una galera. Siguió oyendo sus voces, pero no los veía y eso resultaba peor que cualquier exceso o impudicia.
Se quedó mucho rato con la mirada clavada en la entrada de la galera, pero anocheció y los hombres no volvieron a salir. Bajó. El calor seguía encerrado en la casa. Augusta tejía en el corredor. Camerina fue a su recámara y escribió la primera carta.