Titulo - Autor
00:00 00:00

Tamaño de Fuente
Tipografía
Alineación

Velocidad de Reproducción
Reproducir siguiente automáticamente
Modo Noche
Volumen
Compartir
Favorito

20561

8658

4628

Sergio Galindo

Autor.aspx?id=199

Polvos de arroz

Capítulo 4

9 Capítulos

ObraVersion.aspx?id=4628

8657

8659

Camerina despertó sobresaltada y con una sensación de culpabilidad que aumentó al notar que el sol, a pesar de la persiana, inundaba la recámara de Lucio. Debía ser muy tarde y tenía una vergüenza horrible de que Julia creyera que siempre dormía tanto. Es que dormí muy mal... —se dijo al levantarse. Pasó al baño y con cautela abrió la llave de la regadera; sí, caía agua caliente. Reguló la temperatura y se metió. Es que no dormí... —el jabón le entró a los ojos. Un escozor agudo y doloroso que pronto se disipó. A través del agua contempló el azulejo verde mientras se frotaba el cuerpo. Sus movimientos eran torpes. Se sentía un poco sorprendida por ese baño que no tenía en nada el aspecto de improvisación y vejez de su baño de Jalapa. Éste era nuevo, relumbrante, el agua caliente corría y todo marchaba acorde. Las toallas eran de un hermoso tono café que hacía contraste con las paredes. Había también un espejo en el cual, si quería, podía verse. Pero... Es la costumbre. Me da pena. Le parecía una cosa vergonzosa dar unos cuantos pasos hacia la izquierda para contemplarse desnuda en ese espejo. Si hubiera sido uno pequeño, de esos en que nada más aparece la cara y que para ver lo demás hay que inclinarse en el mismo como si se tratara de un estanque, pero que ni así se logra ver mucho, entonces no se habría avergonzado. Pero la molesta seguridad de que aparecería de cuerpo entero en la luna la perturbaba porque esos mismos ojos (los del espejo) podían ser los de Juan Antonio. Entonces resultaba que dar esos pasos era algo tan grave como darlos hacia él. Porque así va a ser... Que él me mire.

El espejo se había empañado por el calor del agua. Cerró el grifo, se quemó con unas últimas gotas de agua hirviendo, y se acercó. Su mano regordeta talló la superficie.

No se sonrojó, pero dentro de ella todo latía con perturbación. Su cuerpo no era nuevo, se sabía así. Resultaba reciente una sensación de pecado nacida de un casi imaginar (no llegaba a atreverse por completo) qué es un contacto, qué las manos ajenas palpando esa carne. Su piel temblaba. El temblor terminó con la frotación enérgica de la toalla. Sus movimientos fueron más rápidos que de costumbre y en unos cuantos minutos estaba vestida, de pie ante el pequeño espejo de la recámara. Allí la acción volvió a su normal lentitud, que acabó con la aplicación —tres veces—, de sus polvos blancos. Vio su reloj. Era la hora en que de ordinario regresaba a su hogar, de misa, y hallaba a Facunda limpiando el corredor.

Perla estaba vestida con un traje de lana, a cuadros diminutos, entallado como un guante. Camerina se preguntó cómo era que Julia permitía que su hija vistiera así, siendo tan joven. Luego se preguntó (mientras les iba contando lo mal que había pasado la noche) de dónde salían esos cuerpos de los jóvenes. Un nuevo patrón de líneas al mismo tiempo delicadas y enérgicas que hacían el cuerpo más flexible y desenvuelto. Había en ellos un candor, ¿candor pernicioso?, dispuesto a desafiar. No era sólo el efecto de una moda, era algo mucho más profundo que no alcanzaba a determinar y que le hacía sentir temor.

Uno de los gestos de Perla la hizo sonreír, corresponder la sonrisa de Perla que la observaba, amistosa. La sonrisa de Camerina se hizo más amplia. Tal vez podía ayudarla. Tal vez se prestaría gustosa a acompañarla, en secreto, a la cita con Juan Antonio. Se sintió de pronto ligada a ella por una corriente confidencial y sólida. Perla le propuso salir de compras y ella aceptó inmediatamente. Trece, diecisiete, veintidós, ese es su teléfono. Cuando estuviera en la calle podría empezar a contarle y después, de acuerdo las dos, lo llamarían para darle la cita. Desde ese momento Perla había pasado a formar parte de su secreto. Eran amigas íntimas, cómplices. Lejos del silencio de Augusta, cualquier situación resultaba creíble.

—Perla ingresará a la Escuela de Derecho el año que entra —dijo Julia.

—¿Y a ti te gusta eso? —preguntó Camerina.

—¡Por supuesto! —contestó Perla—. Yo lo escogí.

Camerina Rabasa consideró que esa decisión no era desconocida para ella, la reconoció mientras comía el pan con mermelada; era la misma decisión, la misma firmeza de Julia cuando al volver del internado le manifestó que se casaría con el arquitecto Morente. Había enviado a una niña al colegio y regresaba una mujer a decirle que se casaba.

—¡No es posible! Eres una niña.

—El tiempo de discutir si soy o no una niña pasó hace mucho. Comprende, tiíta: no te vengo a pedir permiso... Te quiero mucho, eres muy buena... No llores, no hay razón. Nos irá bien.

Augusta escuchaba. Camerina se volvió hacia ella en espera de apoyo.

—¿Tú qué dices? —le preguntó.

—¡Nada! —gritó Julia—. Ella no dirá nada. No tiene derecho a decir una sola palabra.

Besó a Camerina en la mejilla y salió a la calle a comprar algo especial para la cena.

—Tú tienes la culpa... tú la hiciste así, Augusta... No sabemos nada de ese hombre... no sabemos nada de ella. La envié al colegio para que fuera más feliz. Si tú y yo tuviéramos amigas, si tratáramos gente, no habría tenido que irse, ni habría conocido a ese profesor de matemáticas... ¡Es tan chica! Tú tienes la culpa, Augusta.

Su hermana no respondió y ella salió a llorar al jardín. Por la noche, poco antes de que el arquitecto Morente llegara a cenar, le dijo a Julia:

—Puedo oponerme; eres menor de edad.

—¡No me importa! Pero no te opondrías si te digo que voy a tener un hijo de él... No es cierto. No. Pero puede serlo cuando yo lo quiera. ¿Ves, tía? No vas a oponerte... Pon buena cara, que le he hablado bien de ti. No llores.

Hoy al recordar, Camerina no se explicaba sus lágrimas.

Volvió a observar a Perla: “¿qué pensará si yo le cuento?”.

—Tenemos que llevarte al teatro —dijo Perla—. ¿No te espantarás?

Camerina soltó una carcajada. Debía demostrarle que eran iguales, que no se espantaba de nada, que podían contarse sus secretos.

—¡No!... —su negación y su risa sonaron juveniles, y agregó empleando una coquetería desusada en ella: soy una vieja.

***

Después las horas se volvieron interminables y agotadoras. Llegó el momento en que sintió náuseas; un mareo nacido del olor de gasolina, del exceso de gente en los almacenes, y la prisa y la asfixia de los elevadores, todo regido por el mando incansable de Perla que la guiaba como a una niña entre las sedas, los zapatos, los perfumes.

—¿Por qué no cambias de polvos? —le preguntó.

Camerina sintió que su sobrina y la chica del departamento de cosméticos la analizaban.

—Estoy contenta con los que uso... ¿O crees que me quedan mal?

Perla sacudió la cabeza.

—No, tienes razón —se volvió a la empleada—. De arroz, señorita.

Fueron a tomar un refresco y Camerina advirtió al sentarse lo cansada que estaba y lo hinchado de sus pies. Tenía ganas de quitarse las zapatillas, pero tenía la certeza de que no podría volver a ponérselas. Ahora —se dijo cuando les sirvieron los refrescos— puedo aprovechar para contarle. Transcurrieron en silencio varios minutos. Parecía que Perla había adivinado su intención y le daba la oportunidad de iniciar la confidencia y de pronto Camerina se puso a hablar de su gordura.

—... Y ninguna ropa hecha me viene. Es una verdadera desgracia, porque cada día es más difícil encontrar una buena costurera.

No podía parar, seguía y seguía hablando de lo mismo; de una posible dieta, de no comer más chocolates. Somos distintas —pensaba con desesperación—, no podrá entenderme, no puedo contarle... Quizá sea mejor acudir a Julia.

Cerca había un teléfono. Trece, diecisiete, veintidós. Juan Antonio. Podía con toda naturalidad ponerse de pie y decir simplemente: “Voy a hacer una llamada”. Perla era tan libre, tan despreocupada, que quizá ni siquiera preguntara: “¿A quién?”. Pero si lo hacía, si preguntaba, habría que narrarle toda la historia y en ese caso parecería que lo hacía por compromiso, porque la había descubierto. Debía primero de - cirle: “Estoy enamorada, Perla; tengo novio, he venido a verlo”.

—Espérame un momento —dijo Perla—. Voy al baño.

Camerina la vio alejarse. Contempló el teléfono. Un hombre lo tomó en ese instante. Cuando él termine hablaré yo, se prometió ella. Había llegado la hora. Estaba libre, sola por primera vez en su vida: mamá ha muerto, Rodolfo Gris ha muerto, papá ha muerto, Augusta, también, ha muerto. Debía apurarse, debía aprovechar el tiempo. La vida era una posibilidad a su alcance; aunque Augusta no hubiera muerto. Vivía Juan Antonio Ulloa, tenía un número de teléfono, se habían escrito muchas cartas y la esperaba esta semana. Hoy.

Audio.aspx?id=8658&c=F3FC0A0CE3E7A4B76DC66C5D1C473FDA46AB0801&f=091120

1036

2 horas 17 minutos

13

0