Una bala hizo añicos el cristal de la ventana.
—Tengo miedo, Augusta. Me da miedo.
—No te asomes. Debe de ser algún borracho... Una riña. Aquí no nos pasará nada.
—Pero puede pasar. Con tantas cosas que han sucedido allá afuera.
La criada entró corriendo. Cerró los postigos. Quedaron en penumbra.
—Vamos a rezar —les dijo.
—Sí, un rosario.
—¡No puedo, yo no puedo Augusta! ¿Cómo vamos a rezar? —¡Híncate! Pide por Rodolfo: que nos lo devuelva Dios con bien. Pide también por papá. Después te haré un té de tila. Dios te salve María...
La sirvienta encendió una veladora. Al anochecer fue a comprar más y desde ese día se encargó de estar pendiente de que nunca se terminara la luz del altar. Así pasaron dos meses; hasta que regresó Rodolfo.
A su llegada se evitaron las preguntas y los comentarios. El mundo exterior era ficticio. Sin embargo, los postigos permanecieron cerrados y las gruesas hojas del zaguán sólo se abrían para que alguien saliera o entrara; jamás volvieron, como antes, a abrirse a las siete de la mañana ni a cerrarse al anochecer. Los tiempos eran malos, escaseaban los alimentos principales, pero por suerte para ellas, en un momento de lucidez, don Teodoro repletó sus bodegas de comestibles, y de coñac.
Hoy esas mismas bodegas estaban llenas de cajas vacías y muebles rotos y no desempeñaban otra función que la de conservar lo innecesario. Desde varios años atrás Camerina no se atrevía a entrar a ellas: aquel frío estancado en las paredes y el suelo le helaba la espina dorsal, y no podía dar un paso más sin la certeza de que ese mismo paso la pondría al peligroso alcance de una araña —esas arañas pequeñas, negras, venenosas. En la entrada decidía que no había suficiente motivo para buscar nada allí. Es basura, ninguna cosa sirve, se decía, retrocediendo. Vagamente (dispuesta a no pensar más en ello) se prometía enviar un día a Facunda para que aseara.
La luz del jardín y los colores de las flores eran un inmediato alivio. Hacía un pequeño recorrido alrededor de los arriates para contemplar los nuevos botones de una rosa y charlaba con ellos en voz alta. Una mañana, a mitad de una conversación, con una mata de claveles, se encontró con los ojos de Augusta. Camerina enrojeció.
—¡Qué te importa! No estoy loca. Tú no quieres hablar conmigo.
Su hermana no dio la menor seña de escuchar y ella, con una sensación de derrota, prosiguió su diálogo, aunque en voz más baja.
Después, cuando empezó lo de Juan Antonio, Camerina decidió dormir sola y pasó sus cosas a la que había sido la recámara de su padre. Allí se sentía libre de Augusta y además había un escritorio del cual sólo ella tenía llave. En el cajón central guardó las cartas. A veces le pesaba su secreto y tenía que gritar su nombre: Juan Antonio, con los labios sobre la almohada. Un nombre que terminaba en una mordida, producida por una insatisfacción que no tenía más recompensa que una furiosa felicidad cifrada en el placer de ser un secreto, de engañar a los demás.
Una mañana escuchó el disco de una canción moderna, de un carro de propaganda de Palmolive. En su jardín aquella música venía a rasgarlo todo y a permitir en la ruptura que ella alcanzara una emoción extraña. Tuvo ganas de seguir el ritmo pero se inhibió: no el pudor, la certidumbre de la fealdad de su cuerpo. Tal vez no llegaba a confesarse tanto, pero sí admitía un principio de obesidad.
Ese mismo principio que al iniciarse, y la iniciación era ya lejana, la había espantado; pero con un espanto que esperaba aún la reparación de la naturaleza y no su progreso.
La tarde en que se lo contó a Augusta, ésta dijo:
—Sí, ya lo había notado. Estás engordando mucho.
No cabía disculpa ni duda: era la verdad. La faja se había estirado a su máximo y ahora le quedaba suelta, la engrosaba más en lugar de beneficiarla.
—¡Abre! —gritó Augusta—. ¡Me estoy asfixiando! No tiene objeto que sigamos con las puertas cerradas. Abre ya... Ay, Dios mío, ha durado demasiado este verano. Es necesario que termine. Es necesario... ¡Más, Camerina! Abre todas las ventanas... Por favor, me ahogo... —se rió y señaló a su padre—. Debía ahogarme como él, de borracho... Eso me haría bien.
—¡Dios del cielo! Ni lo digas.
—¡Mojigata! ¡Boba!... Así está bien, así no reventaremos de calor... este calor. Sírveme a mí un coñac, sírvete uno para ti... No sé. No sé —se cogía la cabeza y se la apretaba—, es este inmundo bochorno que no me deja en paz... ¿Y cuándo se va a casar Rodolfo contigo? Tienen muchos años de relaciones, ¡ya es hora!
—Pero tú has dicho que no, que papá no permitiría.
—¡Y qué importa lo que yo diga! ¿Por qué me haces caso? ¡Y él! —volvió a reír—. ¡No me digas que él también me hace caso! Que le hable a papá, que venga mañana, cuando el señor no esté borracho, y que le diga que ya es hora. ¡Pero pronto!
Se tomó la copa de un golpe y salió al jardín. Dio una rápida vuelta y regresó a la sala para servirse otra copa.
—¡Sí, Camerina, pero es una gordura honesta! No te apenes.
Está rara —pensó Camerina—; nunca es así conmigo... Debe ser por el calor.
Ese año la temperatura ascendió y afectó a todos; principalmente a don Teodoro. Camerina lo sentía por las criadas. Se imaginaba que ellas lo comentaban en la cocina, porque ya lo había visto muchas veces en su sillón de mimbre, durmiendo la mona.
Si no hubiera sido por la gordura ella se habría preocupado más por su padre, pero ahora solamente podía preocuparse por aquel fenómeno al que además no podía detener. No estaba dentro de sus fuerzas el dominar el hambre. Bajaba a la bodega cuando no la veía nadie y se tomaba una o dos latas de leche condensada, una leche rica, espesa y dulce.
Rodolfo le trajo un día de regalo un gatito de angora de largo pelo y un ojo verde y otro azul. El gatito se volvió el consentido de todos y la compañía principal de Camerina. Sin ninguna razón Augusta la había dejado con las responsabilidades de la casa. Salía a la calle en la mañana y en la tarde aprovechando el sueño de su padre. Regresaba cansada, roja, y ordenaba que le hicieran limonada. Camerina quedaba sola; con su padre no podía contar ya que si estaba sobrio se encerraba a escribir sus “Memorias” (de las cuales no quería hablarles hasta que no estuviesen terminadas), o bien se ponía a beber coñac y a hablar de su esposa. Pero en las últimas semanas se había vuelto desagradable. Les contaba cosas feas, verdaderas porquerías, y una noche Camerina le dijo a su hermana:
—Debía recordar que somos señoritas.
Ella procuraba no escucharlo y hasta había inventado un modo de defenderse de sus confesiones. Tan pronto como las iniciaba se ponía a pensar en otra cosa: en las cuentas del gasto, en Rodolfo, o en las latas de leche condensada. Y así, a veces, ni se daba cuenta de cuando había terminado de hablar.
—Hoy me dijo Rodolfo que pronto le hablará a papá —le contó en la noche a Augusta—. ¿Sabes por qué no se ha decidido...? Es que perdió muchas tierras. Le queda poco. No entiendo mucho de lo que él me cuenta, pero le da vergüenza decirle a papá que no es tan rico como antes... Con todas estas cosas horribles que han pasado. Yo le digo que no se preocupe, que a mí no me hace falta nada y que, en último caso, podemos vivir aquí.
—¡Aquí no!... No; no lo tomes así. Te quiero mucho... Pero es necesario otro hogar, que te ponga tu casa.
—¿Verdad?... Una casa pequeña, sin los lujos de ésta.
—Sí, sí; cualquier cosa.
Apagaron la luz. Ninguna de las dos dormía.
—Está más pobre de lo que ha dicho —exclamó Augusta—. ¿No te has fijado en sus zapatos? Los trae rotos desde hace más de un mes.