Va a ser raro dormir en la cama de un muchacho, pensó Camerina Rabasa.
Julia ordenó cambiar las sábanas y poner una de las colchas de Perla, pero eso no alteró la atmósfera; la colcha rosada con sus flores lilas no era más que un parche fuera de lugar. Camerina la quitó de un tirón y apareció un sarape café con franjas blancas. Así debe ser el cuarto de Juan Antonio, se dijo. Observó las paredes y se quedó de pie, en el centro de la habitación, con los ojos clavados en una bandera de la Universidad de Georgetown... Esos nombres gringos, tan raros, tan largos... Suspiró y pensó que en ese mismo momento Juan Antonio suspiraba por ella. Iba a volver a suspirar, pero le salió un quejido porque los zapatos le apretaban. Tenía los pies hinchados, los bordes del ante se le enterraban como navajas. Reflexionó que de haber hecho caso a la recomendación de Facunda, de ponerse pantuflas para el viaje, no tendría los pies tan hinchados. Pero Facunda le había hecho la recomendación en forma terminante, como una orden. Y no tenía por qué hacerle caso yo; no es más que una criada... Se sobó el empeine. Es la mala circulación —se explicó ella—, después de seis horas en el coche no podía esperar otra cosa. ¡Pero estoy aquí!... Tembló. Qué emoción más singular. Algo semejante a una amenaza, pero no hacia uno; es uno quien amenaza. Era ella, Camerina, quien de pronto, en ese instante y a pesar de su triste condición de cansancio y dolor, podía amenazar. Un impulso. El retoño de una sensación... Como las plantas allá en la casa, en mayo, esos verdes que lastiman; algo como eso...
Y (se rió) qué sorpresa para Julia si pudiera saber; si llegara a adivinar por qué había hecho el viaje... Se hizo invitar del modo más cándido, sin que nadie pudiera cobijar ninguna sospecha. Fue en el comedor de su hogar, en Jalapa. Su sobrina Julia, con su esposo y sus dos hijos habían ido a pasar con ella el fin de semana. Acabada la cena hablaron de los cines y los teatros y Camerina aprovechó la oportunidad: “Aquí nunca salgo. ¿Por qué no me invitan a ir con ustedes?” Volvió a sobarse el empeine y la planta de los pies. Sonrió. Ellos se habían sorprendido; una agradable sorpresa. “¡Pero claro, claro tía! Si tú quieres...”, dijo Julia y escudriñó los rostros de sus hijos y de su marido. El arquitecto aprobó. “Sí, Camerina, si usted quiere”.Inmediatamente la voz clara y fresca de Perla: “¿Qué tiempo hace que no vas a México, tía? Deben de ser siglos, porque yo no me acuerdo”.Camerina respondió con una risa. La misma risa que ahora volvía a sentir por haberlos engañado. Lucio dijo: “Que venga con nosotros mañana mismo, ¿no, mamá?”. “No; no esta semana —dijo Camerina—, yo tengo que arreglar mi ropa y mis cosas... Mejor dentro de unos días... La semana próxima... “Esto último lo pronunció con énfasis, para que nadie dudara de que a la semana siguiente estaría con ellos, pues no quería exponerse a que la invitación resultara una simple cortesía. “Entonces —prosiguió—, ¿vendrán por mí dentro de ocho días?” “Yo vendré, tía —dijo Lucio—. ¿Verdad, papá? ¿Me prestarás el coche?”. La cosa había resultado tan natural y simple. “Bueno —dijo el arquitecto Morente—, si tu tía va a pasar unas vacaciones con nosotros, vendremos todos por ella”.“Eso está mejor —exclamó Perla y corrió a besarla—. ¿Verdad tía Camerina?” Ella asintió complacida y observó satisfecha el rostro inmutable de Augusta que la contemplaba fijamente.
El domingo en la tarde regresaron a la capital con la promesa de volver por ella. Camerina se encerró en su recámara para evitar una intromisión de Augusta y empezó a escribir: “Mi adorado Juan Antonio: Dentro de una semana podremos vernos”.
Mañana... Mañana puedo verlo, se dijo ella sin dejar de sobarse los pies. “Llámame tan pronto como llegues, mi teléfono es...” —decía la respuesta de Juan Antonio. Escrita por él la frase más insignificante adquiría música; una cadencia íntima que la hacía sonrojarse. Al principio la correspondencia había sostenido un tono de espiritualidad y distancia que, sin transición, se trocó en una emoción tan física y próxima que Camerina sintió miedo y decidió dar fin a las relaciones. Pero no tuvo valor para hacerlo. Examinaba con estupor la realidad, y esa realidad era la larga sala, los muebles de mimbre —vieneses—, los juguetes antiguos y ella bordando o tejiendo al lado de Augusta (diez años mayor) que daba tres o cuatro puntadas a su costura y cabeceaba media hora. Allí estaban las dos, con menos vida que un cadáver, haciendo “primores” como decían siempre las mujeres que les compraban chambras y carpetitas. Dos muertas —se repetía a sí misma cuando Augusta dormitaba—; las dos hermanas muertas. De puntillas salía de la sala y se encerraba en su recámara, a escribir. “Amor mío, lo que dijiste ayer... ¿es cierto? ¿De veras me harás vivir?”.
Caminó descalza y cerró la persiana. Trece, diecisiete, veintidós, ése es su teléfono. Si hubiera estado sola lo habría llamado en ese mismo momento... Pero no lo estaba: oía a Perla y a Lucio reír en la sala. ¡Son tan jóvenes!... Observó de nuevo las paredes. Es el cuarto de un hombre —se dijo—. Lucio ya es un hombre... Dijeron que le daban su habitación porque era la más cómoda y tenía baño propio. Se acercó al librero y miró los libros. Luego abrió la petaca. En un rincón, debajo de su ropa interior, palpó el fajo de cartas. Las colocó sobre su almohada y se desvistió.
Es como si me acostara en la cama de Juan Antonio, se dijo. Un temblor la recorrió al meterse entre las sábanas. Acarició las cartas largo rato y apagó la luz. Después de unos minutos la habitación adquirió una claridad ligera; no era como la recámara de Jalapa que permanecía en una densa oscuridad. Mañana temprano lo llamaré a su casa —se prometió.
Empezó a temblar otra vez. No sé qué vamos a decirnos, ni qué cara va a poner cuando me vea. Se mordió las uñas. Estoy tan gorda...
Lloró sin consuelo. Porque súbitamente, y con esa despiadada y confidencial fuerza de la noche, se le hizo agobiante su situación. Confidencias, Sección de “Intercambio social”... Algo más ridículo que creer en los sueños. Y lo más doloroso del descubrimiento era, precisamente, lo ridículo que en ella se hacía carne. Noventa y ocho kilos estremecidos por el llanto. Soy gorda, monstruosamente gorda. Es repugnante... es... Pero no acabó la frase por un hábito nacido de la costumbre de hablar sola; costumbre en la que no habitaba la necesidad de terminar ninguna línea.
No; no voy a llamarlo mañana. Nunca... Pero inmediatamente se rebeló. Sí; sí lo llamaré, para eso vine.
Con la orilla de la sábana se secó las lágrimas. En vano trató de sentirse segura; ninguna afirmación era capaz de equilibrarla. Estaba fuera de lugar y la ciudad enorme con sus calles desconocidas era un enorme enemigo. Hoy vivía ese miedo al mal y al peligro del que Facunda le había hablado muchas veces en Jalapa, cuando eran algo tan ajeno a ella como el interior de una cantina o de un burdel. Esas cosas que habían existido de continuo al borde de ella y que de pronto, y sin ninguna consideración para su pasividad e ignorancia, podían aposentarse en su interior con exigencia.
En un tiempo hubiera podido decir: “papá” o “mamá” y conjurar así el miedo más tenaz. Pero ahora “papá” y “mamá” no tenían ninguna fuerza; la habían ido perdiendo ante sus ojos; hasta agotarse, enfermar y morir.
Posteriormente, ella fue la fuerza. Ella sola, porque Augusta no era una persona, era una cosa que cada día comía menos y dormía más. Algo que, por inalterable, podía llegar a remedar la eternidad. Augusta era capaz de engañar a la muerte, a ese hecho súbito (a pesar de que a veces se esperaba durante años, día tras día, siempre resultaba súbito, un poco improvisado) que una mañana, al limpiar las jaulas de los canarios, había trocado a su madre en una muerta. Se miraron horrorizadas, pero seguras antes de ninguna comprobación. Los canarios cantaban y había mucha luz. El grito de Augusta la sacudió. Las dos cayeron de rodillas ante el cadáver, llamando, llorando, y eso mismo hicieron durante varios días.
Este recuerdo era del tiempo en que Augusta hablaba; varios años antes de lo que Camerina y su padre, don Teodoro Rabasa, llamaron “la terrible enfermedad de Augusta”... En los días de ese lejano recuerdo sólo había existido la enfermedad de mamá. Sus cólicos. “Algo del hígado”, como dijo el doctor hasta el día de su muerte. Y ese mismo deceso causó la enfermedad de su esposo. Pero don Teodoro Rabasa era duro. “De una resistencia de caballo”, decía el propio doctor. Y también llegó su muerte, lo acompañó por años —por tantos años que pareció que ya se había conformado con eso.
¡Duró tanto tiempo!... Todo el tiempo de Rodolfo Gris y todavía cuatro años más. De ese tiempo, el de Rodolfo fue el más bello. Aun Augusta había creído en eso. Ella la animó. Ella la obligó a corresponder su amor y aceptar que viniera a pedir permiso a don Teodoro. Y fue también Augusta la que suavizó la oposición de su padre y hasta obtuvo su permiso. En días de mal humor don Teodoro torturaba a Camerina ridiculizando a Rodolfo. En esos días ella se encerraba a llorar. “Creo que es mejor terminar con él” —le decía a Augusta. “No —respondía su hermana—. No es necesario llegar a ese extremo. No seas tonta. Yo arreglaré a papá”. Y lo arreglaba.
Ahora con mucha frecuencia en esa cadena interminable de tardes en que las dos tejían en la sala, Camerina reía de pronto asaltada por un recuerdo grato y decía: “Te acuerdas Augusta de cuando...” y repetía la anécdota o el incidente, sin que Augusta la escuchara. No parecía tener voz más que para hablar de estambres, hilos, colores y medidas. “¿Para niño de un año me dijo usted? —preguntaba a una clienta—. ¿Qué color?”. Pero si se le hablaba de otra cosa era inútil esperar respuesta. Por eso no había podido hablarle jamás de Juan Antonio. Por eso, y porque tenía miedo a perderlo, como a Rodolfo Gris.