Es complicado iniciar la reconstrucción de uno mismo y regresar con otros ojos a una vida vivida hace mucho tiempo, con objeto de apresar su significado, y saber: ¿por qué existe uno? ¿Por qué? En ocasiones, en una de esas hermosas tardes (especialmente las de otoño), sin más ruido que el del agua que cae en la fuente y el de sus propias pisadas, lentas, apagadas por las pantuflas, había podido saber o cuando menos imaginado qué era ella, qué eran todas las cosas y la vida. Había sentido la existencia de una armonía inapresable pero cierta, en el simple acto de extender la mano para tomar el último tulipán del arbusto y mover la rama hacia arriba para contemplarlo mejor. Había algo de eso... Algo que se esperaba, que le era afín y natural. Ella, a fuerza de vivir entre esas paredes que rodeaban la casa y el jardín, había aprendido a amar cada hoja, cada flor, cada ruido (no las orugas, que siempre le producían repulsión y a las que con el palo de una escoba tiraba al suelo y luego pisaba), como parte y prolongación de sí misma. Experimentar eso era agradable. Si venía el frío a molestarla corría a su recámara, se ponía encima un chal y salía de nuevo a ver sus flores, sus árboles, y hasta sus nubes. Unas nubes que a pesar de los cambios del tiempo, parecían ser siempre las mismas, pertenecerle. Eso es la vida, eso es que uno está viviendo.
Eso había sido y dejado de ser; porque aquí vivir era de pronto el principio del peligro y la inseguridad. Entraba la luz al cuarto de Lucio y se oían los ruidos de la ciudad. Era una noche extraña a ella; no podía identificar los sonidos ni reconocer la normalidad o anormalidad de ninguno de ellos, como en Jalapa. Escuchaba: era Augusta (reconocía sus pasos) que se había levantado a traer un vaso de agua. En los últimos años había adquirido la costumbre de levantarse a media noche por agua.
Se empeñó en entender lo que Perla y Lucio decían en la sala. Llegó a ella una palabra completa, pero se confundió con otras, se unió como un rosario; una enorme frase imposible de descifrar. Luego —más próxima—, oyó la voz de Julia dándoles una orden.
—Miren si está puesto el candado.
Una voz suave y decidida a la vez, que en nada recordaba a la voz de aquella “Julita” que ella había querido cuidar. Julita... Julia... De una mano la llevaba ella, de la otra Rodolfo Gris. Llegaron a una casa abandonada, en las afueras de la ciudad, donde las matas de higuerilla crecían con inútil afán.
—Nunca serán árboles, ¡pero son tercas! Si mi tío las viera volvería a morir; siempre estábamos pendientes de que no creciera el zacate —dijo Rodolfo—. Le gustaban solamente las flores, las gloxíneas y los claveles.
—¡Pero...! Entonces, tú viviste aquí —exclamó Camerina—; ¿de chico? No me lo habías dicho.
—Sí te lo conté —afirmó él, seguro—, hace tiempo.
—¡No!
Él se desconcertó.
—Es cierto, fue a Augusta...
Hicieron el regreso en silencio, sólo Julia hablaba y reía de quien sabe qué.
Qué raro recordar aquí eso de las gloxíneas y los claveles —se dijo Camerina—, sin duda que fue por Julia. Dio media vuelta. Sus mejillas estaban húmedas. Se secó con las manos. Luego esas mismas manos palparon por debajo de la almohada en busca de las cartas de Juan Antonio.
Otra noche, lejana, muy lejana. Se abrió la puerta.
—¿Por qué lloras? —preguntó don Teodoro Rabasa. Camerina no respondió—. ¿Es cierto que tienes novio?
Camerina lo observó recelosa, sorprendida. Don Teodoro había envejecido rápidamente. Tomaba mucho vino y coñac desde la muerte de su esposa; tenía canas y su piel empezaba a hacerse floja, a colgar, cansada.
—… ¿Tienes? —gritó.
Ella asintió. Nunca había aprendido a mentirle.
—Tráelo. Les daré permiso.
—Sí, papá.
Don Teodoro salió tambaleando. Entonces entró Augusta.
—Le conté —dijo alegre—. Tienes suerte. Tráelo mañana mismo. Tenemos que aprovechar.
El tiempo, entonces, no tenía la prisa de ahora; la historia se hacía en pausas, largas pausas en las que parecía no ocurrir nada. Rodolfo venía todas las tardes, cuando no estaba de viaje en la capital. Charlaban en la sala los cuatro. La misma larga sala de ahora que en esos días parecía poseer el secreto de la paz. Interminables horas siempre iguales, ninguna discordancia, ninguna prisa. Era en una época en que se podía esperar muchos años, muchos, sin apremio. De tal lentitud que a veces se antojaba que podía seguir así interminablemente y hasta se temía el más ligero cambio. Por eso, sin duda, nunca hablaban de política y trataban de evitar cualquier comentario que les hiciera comprender que la vida llevaba otro curso, lleno de cambios decisivos. En las tardes en que toda la ciudad corrió de un lado para otro y sonaron los disparos de los rifles, ellos cuatro siguieron inalterables, tercos. Don Teodoro no quería vivir hacia adelante y las tertulias le servían para unirse con el pasado. Camerina y Augusta tampoco deseaban otra cosa que la alegría de estar allí con Rodolfo: ofrecerle galletas, chocolate; hablar de música, de versos. Amar en suma, no vivir en el tiempo. Y Rodolfo las seguía, halagado y sumiso. Era el último y único descendiente de una vieja familia de Puebla y entre los Rabasa encontraba un remedo de hogar y una gustada protección amorosa.
Sí; desde la llegada de Rodolfo Gris el tiempo dejó de tener medida. Todavía un mes antes de su compromiso los días se medían por el luto que guardaban por su madre. Cinco años apagados en que la muerta había permanecido al lado de su marido e hijas. Mineros incansables, cavando de continuo en cada recuerdo, trocaban la frase más insignificante de la muerta en un vaticinio, en algo preñado de significado. Hasta que esa vida se convirtió exactamente en una mina agotada de largos corredores vacíos por los que nada pasaba y era inútil detenerse a esperar algo nuevo. Don Teodoro, en su borrachera, era el único que poseía aún el don de hallar recuerdos, el único capaz de revivir un pasaje trillado, árido, y trocarlo con el sopor del alcohol en reciente y vivo. Pero en ellas dos se rebelaba la paciencia, la sangre. No eran jóvenes. Se exigían inconfesables cosas, luces, encuentros. Ninguna era capaz de hacer eco a su padre en ese continuo saqueo del pasado que él por más viejo aún no agotaba, y que además poseía el poder de tergiversar a su antojo, de inventarlo, alargarlo y exigir todavía crédito: “Ustedes no saben cuando...”. “Nunca les he contado que...”. Se le trababa la lengua y a veces, a mitad de un recuerdo inventado, empezaba a sollozar o dejaba de narrarlo para cantar algo, también inventado. Para ellas la misa y las idas al mercado eran el único desahogo. Un día, Augusta propuso:
—Padre, en vez de pagar a un hombre para que cobre las rentas podíamos hacerlo Camerina y yo, nos serviría de ejercicio.
Pero don Teodoro se enfureció y acabó su disgusto con un terminante: “las mujeres en la casa”.
Por eso la llegada de Rodolfo Gris fue sorprendente, casi irreal, pues vino a romper una rutina carcelaria. Aun para don Teodoro resultó agradable, pues tenía muchísimo que contarle. Y Rodolfo Gris sabía escuchar. En esas tardes Rodolfo nunca aceptaba más de dos copas de coñac y esto parecía hacerlo por cortesía y no por placer. Camerina a veces se ahogaba de risa; una risa inmotivada. Pensaba en el miedo que había sentido de confesarle a su padre que la enamoraba Rodolfo Gris (forastero, poseedor de muchas fincas heredadas) y en que ese miedo había dado paso a esta vida risueña en la que el prometido había venido a encajar perfectamente. Había que reír, porque era feliz: Rodolfo es un hombre serio, maduro, enamorado.
Luego, contagiada, también Augusta reía. Se miraban las dos y la risa se hacía más franca e irrazonable.
—¡Ah! Estas niñas —decía don Teodoro Rabasa—. Véalas Rodolfo, ríase usted de ellas: un par de niñas tontas.
—Confiesen —pedía Rodolfo—: ¿Por qué es la alegría?
Camerina no pudo responderle, se llevó el pañuelo a la boca para ahogar una carcajada, y fue Augusta la que dijo:
—La alegría no tiene explicación, Rodolfo. No debe tenerla.