María creyó en la desilusión definitiva de Horacio por sus muñecas y los dos se entregaron a las costumbres felices de antes. Los primeros días pudieron soportar los recuerdos de Hortensia; pero después hacían silencios inesperados y cada uno sabía en quién pensaba el otro. Una mañana, paseando por el jardín, María se detuvo frente al árbol en que había puesto a Hortensia para sorprender a Horacio; después recordó la leyenda de los vecinos; y al pensar que realmente ella había matado a Hortensia, se puso a llorar. Cuando vino Horacio y le preguntó qué tenía, ella no le quiso decir y guardó un silencio hostil. Entonces él pensó que María, sola, con los brazos cruzados y sin Hortensia, desmerecía mucho. Una tarde, al oscurecer, él estaba sentado en la salita; tenía mucha angustia de pensar que por culpa de él no tenían a Hortensia y poco a poco se había sentido invadido por el remordimiento. Y de pronto se dio cuenta de que en la sala había un gato negro. Se puso de pie, irritado, y ya iba a preguntar a Alex cómo lo habían dejado entrar, cuando apareció María y le dijo que ella lo había traído. Estaba contenta y mientras abrazaba a su marido le contó cómo lo había conseguido. Él, al verla tan feliz, no la quiso contrariar; pero sintió antipatía por aquel animal que se había acercado a él tan sigilosamente en instantes en que a él lo invadía el remordimiento. Y a los pocos días aquel animalito fue también el gato de la discordia. María lo acostumbró a ir a la cama y echarse encima de las cobijas. Horacio esperaba que María se durmiera; entonces producía, debajo de las cobijas, un terremoto que obligaba al gato a salir de allí. Una noche María se despertó en uno de esos instantes:
—¿Fuiste tú que espantaste al gato?
—No sé.
María rezongaba y defendía al gato. Una noche, después de cenar, Horacio fue al salón a tocar el piano. Había suspendido, desde hacía unos días, las escenas de las vitrinas y contra su costumbre había dejado las muñecas en la oscuridad –sólo las acompañaba el ruido de las máquinas. Horacio encendió una portátil de pie colocada a un lado del piano y vio encima de la tapa los ojos del gato –su cuerpo se confundía con el color del piano. Entonces, sorprendido desagradablemente, lo echó de mala manera. El gato saltó y fue hacia la salita; Horacio lo siguió corriendo, pero el animalito, encontrando cerrada la puerta que daba al patio, empezó a saltar y desgarró las cortinas de la puerta; una de ellas cayó al suelo; María lo vio desde el comedor y vino corriendo. Dijo palabras fuertes; y las últimas fueron:
—Me obligaste a deshacer a Hortensia y ahora querrás que mate al gato.
Horacio tomó el sombrero y salió a caminar. Pensaba que María, si lo había perdonado –en el momento de la reconciliación le había dicho: “Te quiero porque eres loco”– ahora no tenía derecho a decirle todo aquello y echarle en cara la muerte de Hortensia; ya tenía bastante castigo en lo que María desmerecía sin la muñeca; el gato, en vez de darle encanto la hacía vulgar. Al salir, él vio que ella se había puesto a llorar; entonces pensó: “Bueno, ahora que se quede ella con el gato del remordimiento”. Pero al mismo tiempo sentía el malestar de saber que los remordimientos de ella no eran nada comparados con los de él; y que si ella no le sabía dar ilusión, él, por su parte, se abandonaba a la costumbre de que ella le lavara las culpas. Y todavía, un poco antes que él muriera, ella sería la única que lo acompañaría en la desesperación desconocida –y casi con seguridad cobarde– que tendría en los últimos días, o instantes. Tal vez muriera sin darse cuenta: todavía no había pensado bien en qué sería peor.
Al llegar a una esquina se detuvo a esperar el momento en que pudiera poner atención en la calle para evitar que lo pisara un vehículo. Caminó mucho rato por calles oscuras; y de pronto despertó de sus pensamientos en el Parque de las Acacias y fue a sentarse a un banco. Mientras pensaba en su vida, dejó la mirada debajo de unos árboles y después siguió la sombra, que se arrastraba hasta llegar a las aguas de un lago. Allí se detuvo y vagamente pensó en su alma: era como un silencio oscuro sobre aguas negras; ese silencio tenía memoria y recordaba el ruido de las máquinas como si también fuera silencio: tal vez ese ruido hubiera sido de un vapor que cruzaba aguas que se confundían con la noche, y donde aparecían recuerdos de muñecas como restos de un naufragio. De pronto Horacio volvió a la realidad y vio levantarse de la sombra a una pareja; mientras ellos venían caminando en dirección a él, Horacio recordó que había besado a María, por primera vez, en la copa de una higuera; fue después de comerse los primeros higos y estuvieron a punto de caerse. La pareja pasó cerca de él, cruzó una calle estrecha y entró en una casita; había varias iguales y algunas tenían cartel de alquiler. Al volver a su casa se reconcilió con María; pero en un instante en que se quedó solo, en el salón de las vitrinas, pensó que podía alquilar una de las casitas del parque y llevar una Hortensia. Al otra día, a la hora del desayuno, le llamó la atención que el gato de María tuviera dos moñas verdes en la punta de las orejas. Su mujer le explicó que el boticario perforaba las orejas a todos los gatitos, a los pocos días de nacidos, con una de esas máquinas de agujerear papeles para poner en las carpetas. Esto hizo gracia a Horacio y lo encontró de buen augurio. Salió a la calle y le habló por teléfono a Facundo preguntándole cómo haría para distinguir, entre las muñecas de la tienda La Primavera, las que eran Hortensias. Facundo le dijo que en ese momento había una sola, cerca de la caja, y que tenía una sola caravana en una oreja. La casualidad de que hubiera una sola Hortensia en la tienda, le dio a Horacio la idea de que estaba predestinada y se entregó a pensar en la recaída de su vicio como en una fatalidad voluptuosa. Hubiera podido tomar un tranvía; pero se le ocurrió que eso lo sacaría de sus ideas: prefirió ir caminando y pensar en cómo se distinguiría aquella muñeca entre las demás. Ahora él también se confundía entre la gente y también le daba placer esconderse entre la muchedumbre. Había animación porque era víspera de carnaval. La tienda quedaba más lejos de lo que él había calculado. Empezó a cansarse y a tener deseos de conocer, cuanto antes, la muñeca. Un niño apuntó con una corneta y le descargó en la cara un ruido atroz. Horacio, contrariado, empezó a sentir un presentimiento angustioso y pensó en dejar la visita para la tarde; pero al llegar a la tienda y ver otras muñecas, disfrazadas, en las vidrieras, se decidió a entrar. La Hortensia tenía un traje del Renacimiento color vino. Su pequeño antifaz parecía hacer más orgullosa su cabeza y Horacio sintió deseos de dominarla; pero apareció una vendedora que lo conocía, haciéndole una sonrisa con la mitad de la boca y Horacio se fue en seguida. A los pocos días ya había instalado la muñeca en una casita de Las Acacias. Una empleada de Facundo iba a las nueve de la noche, con una limpiadora, dos veces por semana; a las diez de la noche le ponía el agua caliente y se retiraba. Horacio no había querido que le sacaran el antifaz, estaba encantado con ella y la llamaba Herminia. Una noche en que los dos estaban sentados frente a un cuadro, Horacio vio reflejados en el vidrio los ojos de ella; brillaban en medio del color negro del antifaz y parecía que tuvieran pensamiento. Desde entonces se sentaba allí, ponía su mejilla junto a la de ella y cuando creía ver en el vidrio –el cuadro presentaba una caída de agua– que los ojos de ella tenían expresión de grandeza humillada, la besaba apasionadamente. Algunas noches cruzaba con ella el parque –parecía que anduviera con un espectro– y los dos se sentaban en un banco cerca de una fuente; pero de pronto él se daba cuenta que a Herminia se le enfriaba el agua y se apresuraba a llevarla de nuevo a la casita.
Al poco tiempo se hizo una gran exposición en la tienda La Primavera. Una vidriera inmensa ocupaba todo el último piso; estaba colocada en el centro del salón y el público desfilaba por los cuatro corredores que habían dejado entre la vitrina y las paredes. El éxito de público fue extraordinario. (Además de ver los trajes, la gente quería saber cuáles de entre las muñecas eran Hortensias.) La gran vitrina estaba dividida en dos secciones por un espejo que llegaba hasta el techo. En la sección que daba a la entrada, las muñecas representaban una vieja leyenda del país, La Mujer del Lago, y había sido interpretada por los mismos muchachos que trabajaban para Horacio. En medio de un bosque, donde había un lago, vivía una mujer joven. Todas las mañanas ella salía de su carpa y se iba a peinar a la orilla del lago; pero llevaba un espejo. (Algunos decían que lo ponía frente al lago para verse la nuca.) Una mañana, algunas damas de la alta sociedad después de una noche de fiesta, decidieron ir a visitar a la mujer solitaria; llegarían al amanecer, le preguntarían por qué vivía sola y le ofrecerían ayuda. En el instante de llegar, la mujer del lago se peinaba; vio por entre sus cabellos los trajes de las damas y cuando ellas estuvieron cerca les hizo una humilde cortesía. Pero apenas una de las damas inició las preguntas, ella se puso de pie y empezó a caminar siguiendo el borde del lago. Las damas, a su vez, pensando que la mujer les iba a contestar o a mostrar algún secreto, la siguieron. Pero la mujer solitaria sólo daba vueltas al lago seguida por las damas, sin decirles ni mostrarles nada. Entonces las damas se fueron enojadas; y en adelante la llamaron “la loca del lago”. Por eso, en aquel país, si ven a alguien silencioso le dicen: “Se quedó dando la vuelta al lago”.
Aquí, en la tienda La Primavera, la mujer del lago aparecía ante una mesa de tocador colocada a la orilla del agua. Vestía un peinador blanco bordado de hojas amarillas y el tocador estaba lleno de perfumes y otros objetos. Era el instante de la leyenda en que llegaban las damas en traje de fiesta de la noche anterior. Por la parte de afuera de la vitrina, pasaban toda clase de caras; y no sólo miraban las muñecas de arriba a abajo para ver los vestidos; había ojos que saltaban, llenos de sospechas, de un vestido a un escote y de una muñeca a la otra; y hasta desconfiaban de muñecas honestas como la mujer del lago. Otros ojos, muy prevenidos, miraban como si caminaran cautelosamente por encima de los vestidos y temieran caer en la piel de las muñecas. Una jovencita inclinaba la cabeza con humildad de cenicienta y pensaba que el esplendor de algunos vestidos tenía que ver con el destino de las Hortensias. Un hombre arrugaba las cejas y bajaba los párpados para despistar a su esposa y esconder la idea de verse, él mismo en posesión de una Hortensia. En general, las muñecas tenían el aire de locas sublimes que sólo pensaban en la “pose” que mantenían y no les importaba si las vestían o las desnudaban.
La segunda sección se dividía, a su vez, en otras dos: una parte de playa y otra de bosque. En la primera, las muñecas estaban en traje de baño. Horacio se había detenido frente a dos que simulaban una conversación: una de ellas tenía dibujadas, en el abdomen, circunferencias concéntricas como un tiro al blanco (las circunferencias eran rojas) y la otra tenía pintados peces en los omóplatos. La cabeza pequeña de Horacio sobresalía, también, con fijeza de muñeco. Aquella cabeza siguió andando por entre la gente hasta detenerse, de nuevo, frente a las muñecas del bosque: eran indígenas y estaban semidesnudas. De la cabeza de algunas, en vez de cabello, salían plantas de hojas pequeñas que les caían como enredaderas; en la piel, oscura, tenían dibujadas flores o rayas, como los caníbales; y a otras les habían pintado, por todo el cuerpo, ojos humanos muy brillantes. Desde el primer instante, Horacio sintió predilección por una negra de aspecto normal; sólo tenía pintados los senos: eran dos cabecitas de negros con boquitas embetunadas de rojo. Después Horacio siguió dando vueltas por toda la exposición hasta que llegó Facundo. Entonces le preguntó:
—De las muñecas del bosque, ¿cuáles son Hortensias?
—Mira hermano, en aquella sección, todas son Hortensias.
—Mándame la negra a Las Acacias...
—Antes de ocho días no puedo sacar ninguna.
Pero pasaron veinte antes que Horacio pudiera reunirse con la negra en la casita de Las Acacias. Ella estaba acostada y tapada hasta el cuello.
A Horacio no le pareció tan interesante; y cuando fue a separar las cobijas, la negra le soltó una carcajada infernal. María empezó a descargar su venganza de palabras agrias y a explicarle cómo había sabido la nueva traición. La mujer que hacía la limpieza era la misma que iba a lo de Pradera. Pero vio que Horacio tenía una tranquilidad extraña, como de persona extraviada y se detuvo.
—Y ahora ¿qué me dices? –le preguntó a los pocos instantes tratando de esconder su asombro.
Él la seguía mirando como a una persona desconocida y tenía la actitud de alguien que desde hace mucho tiempo sufre un cansancio que lo ha idiotizado. Después empezó a hacer girar su cuerpo con pequeños movimientos de sus pies. Entonces María le dijo: “Espérame”. Y salió de la cama para ir al cuarto de baño a lavarse la pintura negra. Estaba asustada, había empezado a llorar y al mismo tiempo estornudaba. Cuando volvió al dormitorio Horacio ya se había ido; pero fue a su casa y lo encontró: se había encerrado en una pieza para huéspedes y no quería hablar con nadie.