Walter había regresado de unas vacaciones y Horacio reanudó las sesiones de sus vitrinas. La primera noche había llevado a Eulalia al salón. La sentaba junto a él, en la tarima, y la abrazaba mientras miraba las otras muñecas. Los muchachos habían compuesto escenas con más personajes que de costumbre. En la segunda vitrina había cinco: pertenecían a la comisión directiva de una sociedad que protegía a jóvenes abandonadas. En ese instante había sido elegida presidenta una de ellas; y otra, la rival derrotada, tenía la cabeza baja; era la que gustaba más a Horacio. Él dejó por un instante a Eulalia y fue a besar la frente fresca de la derrotada. Cuando volvió junto a su compañera quiso oír, por entre los huecos de la música, el ruido de las máquinas y recordó lo que Alex le había dicho del parecido de Eulalia con una espía de la guerra. De cualquier manera aquella noche sus ojos se entregaron, con glotonería, a la diversidad de sus muñecas. Pero al día siguiente amaneció con un gran cansancio y a la noche tuvo miedo de la muerte. Se sentía angustiado de no saber cuándo moriría ni el lugar de su cuerpo que primero sería atacado. Cada vez le costaba más estar solo; las muñecas no le hacían compañía y parecían decirle: “Nosotras somos muñecas; y tú arréglate como puedas”. A veces silbaba, pero oía su propio silbido como si se fuera agarrando de una cuerda muy fina que se rompía apenas se quedaba distraído. Otras veces conversaba en voz alta y comentaba estúpidamente lo que iba haciendo: “Ahora iré al escritorio a buscar el tintero”. O pensaba en lo que hacía como si observara a otra persona: “Está abriendo el cajón. Ahora este imbécil le saca la tapa al tintero. Vamos a ver cuánto tiempo le dura la vida”. Al fin se asustaba y salía a la calle. Al día siguiente recibió un cajón; se lo mandaba Facundo; lo hizo abrir y se encontró con que estaba lleno de brazos y piernas sueltas; entonces recordó que una mañana él le había pedido que le mandara los restos de muñecas que no necesitara. Tuvo miedo de encontrar alguna cabeza suelta –eso no le hubiera gustado. Después hizo llevar el cajón al lugar donde las muñecas esperaban el momento de ser utilizadas; habló por teléfono a los muchachos y les explicó la manera de hacer participar las piernas y los brazos en las escenas. Pero la primera prueba resultó desastrosa y él se enojó mucho. Apenas había corrido la cortina vio una muñeca de luto sentada al pie de una escalinata que parecía del atrio de una iglesia; miraba hacia el frente; debajo de la pollera le salía una cantidad impresionante de piernas: eran como diez o doce; y sobre cada escalón había un brazo suelto con la mano hacia arriba. “Qué brutos –decía Horacio– no se trata de utilizar todas las piernas y los brazos que haya.” Sin pensar en ninguna interpretación abrió el cajoncito de las leyendas para leer el argumento: “Ésta es una viuda pobre que camina todo el día para conseguir qué comer y ha puesto manos que piden limosna como trampas para cazar monedas”. “Qué mamarracho–siguió diciendo Horacio–; esto es un jeroglífico estúpido.” Se fue a acostar, rabioso; y ya a punto de dormirse veía andar la viuda con todas las piernas como si fuera una araña.
Después de este desgraciado ensayo, Horacio sintió una gran desilusión de los muchachos, de las muñecas y hasta de Eulalia. Pero a los pocos días, Facundo lo llevaba en su auto por una carretera y de pronto le dijo:
—¿Ves aquella casita de dos pisos, al borde del río? Bueno, allí vive el “tímido” con su muñeca, hermana de la tuya; como quien dice, tu cuñada... (Facundo le dio una palmada en una pierna y los dos se rieron.) Viene sólo al anochecer; y tiene miedo que la madre se entere. Al día siguiente, cuando el sol estaba muy alto, Horacio fue, solo, por el camino de tierra que conducía al río, a la casita del Tímido. Antes de llegar el camino pasaba por debajo de un portón cerrado y al costado de otra casita, más pequeña, que sería del guardabosque. Horacio golpeó las manos y salió un hombre, sin afeitar, con un sombrero roto en la cabeza y masticando algo.
—¿Qué desea?
—Me han dicho que el dueño de aquella casa tiene una muñeca...
El hombre se había recostado a un árbol y lo interrumpió para decirle:
—El dueño no está.
Horacio sacó varios billetes de su cartera y el hombre, al ver el dinero, empezó a masticar más lentamente. Horacio acomodaba los billetes en su mano como si fueran barajas y fingía pensar. El otro tragó el bocado y se quedó esperando. Horacio calculó el tiempo en que el otro habría imaginado lo que haría con ese dinero; y al fin dijo:
—Yo tendría mucha necesidad de ver esa muñeca hoy...
—El patrón llega a las siete.
—¿La casa está abierta?
—No. Pero yo tengo la llave. En caso que se descubra algo –dijo el hombre alargando la mano y recogiendo “la baza”–, yo no sé nada.
Metió el dinero en el bolsillo del pantalón, sacó de otro una llave grande y le dijo:
—Tiene que darle dos vueltas... La muñeca está en el piso de arriba...Sería conveniente que dejara las cosas esatamente como las encontró.
Horacio tomó el camino a paso rápido y volvió a sentir la agitación de la adolescencia. La pequeña puerta de entrada era sucia como una vieja indolente y él revolvió con asco la llave en la cerradura. Entró a una pieza desagradable donde había cañas de pescar recostadas a una pared. Cruzó el piso, muy sucio, y subió una escalera recién barnizada. El dormitorio era confortable; pero allí no se veía ninguna muñeca. La buscó hasta debajo de la cama; y al fin la encontró entre un ropero. Al principio tuvo una sorpresa como las que le preparaba María. La muñeca tenía un vestido negro, de fiesta, rociado con piedras como gotas de vidrio. Si hubiera estado en una de sus vitrinas él habría pensado que era una viuda rodeada de lágrimas. De pronto Horacio oyó una detonación: parecía un balazo. Corrió hacia la escalera que daba a la planta baja y vio, tirada en el piso y rodeada de una pequeña nube de polvo, una caña de pescar. Entonces resolvió tomar una manta y llevar la Hortensia al borde del río. La muñeca era liviana y fría. Mientras buscaba un lugar escondido, bajo los árboles, sintió un perfume que no era del bosque y en seguida descubrió que se desprendía de la Hortensia. Encontró un sitio acolchado, en el pasto, tendió la manta abrazando a la muñeca por las piernas y después la recostó con el cuidado que pondría en manejar una mujer desmayada. A pesar de la soledad del lugar, Horacio no estaba tranquilo. A pocos metros de ellos apareció un sapo, quedó inmóvil y Horacio no sabía qué dirección tomarían sus próximos saltos. Al poco rato vio, al alcance de su mano, una piedra pequeña y se la arrojó. Horacio no pudo poner la atención que hubiera querido en esta Hortensia; quedó muy desilusionado; y no se atrevía a mirarle la cara porque pensaba que encontraría en ella la burla inconmovible de un objeto. Pero oyó un murmullo raro mezclado con ruido de agua. Se volvió hacia el río y vio, en un bote, un muchachón de cabeza grande haciendo muecas horribles; tenía manos pequeñas prendidas de los remos y sólo movía la boca, horrorosa como un pedazo suelto de intestino y dejaba escapar ese murmullo que se oía al principio. Horacio tomó la Hortensia y salió corriendo hacia la casa del Tímido.
Después de la aventura con la Hortensia ajena y mientras se dirigía a la casa negra, Horacio pensó en irse a otro país y no mirar nunca más a una muñeca. Al entrar a su casa fue hacia su dormitorio con la idea de sacar de allí a Eulalia; pero encontró a María tirada en la cama boca abajo llorando. Él se acercó a su mujer y le acarició el pelo; pero comprendió que estaban los tres en la misma cama y llamó a una de las mellizas ordenándole que sacara la muñeca de allí y llamara a Facundo para que viniera a buscarla. Horacio se quedó recostado junto a María y los dos estuvieron silenciosos esperando que entrara del todo la noche. Después él tomó la mano de ella, y buscando trabajosamente las palabras, como si tuviera que expresarse en un idioma que conociera poco, le confesó su desilusión por las muñecas y lo mal que lo había pasado sin ella.