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Felisberto Hernández

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Las hortensias

Capítulo 7

10 Capítulos

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María esperaba, en el hotel de los estudiantes, que Horacio fuera de nuevo. Apenas salía algunos momentos para que le acomodaran la habitación. Iba por las calles de los alrededores llevando la cabeza levantada; pero no miraba a nadie ni a ninguna cosa; y al caminar pensaba: “Soy una mujer que ha sido abandonada a causa de una muñeca; pero si ahora él me viera, vendría hacia mí”. Al volver a su habitación tomaba un libro de poesías, forrado de hule azul, y empezaba a leer distraídamente, en voz alta, y a esperar a Horacio; pero al ver que él no venía trataba de penetrar las poesías del libro; y si no lograba comprenderlas se entregaba a pensar que ella era una mártir y que el sufrimiento la llenaría de encanto. Una tarde pudo comprender una poesía; era como si alguien, sin querer, hubiera dejado una puerta abierta y en ese instante ella hubiera aprovechado para ver un interior. Al mismo tiempo le pareció que el empapelado de la habitación, el biombo y el lavatorio con sus canillas niqueladas, también hubieran comprendido la poesía; y que tenían algo noble, en su materia, que los obligaba a hacer un esfuerzo y a prestar una atención sublime. Muchas veces, en medio de la noche, María encendía la lámpara y escogía una poesía como si le fuera posible elegir un sueño. Al día siguiente volvía a caminar por las calles de aquel barrio y se imaginaba que sus pasos eran de poesía. Y una mañana pensó: “Me gustaría que Horacio supiera que camino sola, entre árboles, con un libro en la mano”.

Entonces mandó buscar a su chofer, arregló de nuevo sus valijas y fue a la casa de una prima de su madre: era en las afueras y había árboles. Su parienta era una solterona que vivía en una casa antigua; cuando su cuerpo inmenso cruzaba las habitaciones, siempre en penumbra, y hacía crujir los pisos, un loro gritaba: “Buenos días, sopas de leche”. María contó a Pradera su desgracia sin derramar ni una lágrima. Su parienta escuchó espantada; después se indignó y por último empezó a lagrimear. Pero María fue serenamente a despedir al chofer y le encargó que le pidiera dinero a Horacio y que si él le preguntaba por ella le dijera, como cosa de él, que ella se paseaba entre árboles con un libro en la mano; y que si él le preguntaba dónde estaba ella, se lo dijera; por último le encargó que viniera al otro día a la misma hora. Después ella fue a sentarse bajo un árbol con el libro de hule; de él se levantaban poemas que se esparcían por el paisaje como si ellos formaran de nuevo las copas de los árboles y movieran, lentamente, las nubes. Durante el almuerzo Pradera estuvo pensativa; pero después preguntó a María:

—¿Y qué piensas hacer con ese indecente?

—Esperar que venga y perdonarlo.

—Te desconozco, sobrina; ese hombre te ha dejado idiota y te maneja como a una de sus muñecas.

María bajó los párpados con silencio de bienaventurada. Pero a la tarde vino la mujer que hacía la limpieza, trajo el diario “La Noche”, del día anterior y los ojos de María rozaron un título que decía: “Las Hortensias de Facundo”. No pudo dejar de leer el suelto: “En el último piso de la tienda La Primavera, se hará una gran exposición y se dice que algunas de las muñecas que vestirán los últimos modelos serán Hortensias. Esta noticia coincide con el ingreso de Facundo, el fabricante de las famosas muñecas, a la firma comercial de dicha tienda. Vemos alarmados cómo esta nueva falsificación del pecado original–de la que ya hemos hablado en otras ediciones– se abre paso en nuestro mundo. He aquí uno de los volantes de propaganda, sorprendidos en uno de nuestros principales clubes: ¿Es usted feo? No se preocupe. ¿Es usted tímido? No se preocupe. En una Hortensia tendrá usted un amor silencioso, sin riñas, sin presupuestos agobiantes, sin comadronas”.

María despertaba a sacudones:

—¡Qué desvergüenza! El mismo nombre de nuestra...

Y no supo qué agregar. Había levantado los ojos y cargándolos de rabia, apuntaba a un lugar fijo.

—¡Pradera!, gritó furiosa, ¡mira!

Su tía metió las manos en la canasta de la costura y haciendo guiñadas para poder ver, buscaba los lentes. Entonces María le dijo:

—Escucha. –Y leyó el suelto–. No sólo pediré el divorcio –dijo después–, sino que armaré un escándalo como no se ha visto en este país.

—Por fin, hija, bajas de las nubes –gritó Pradera levantando las manos coloradas por el agua caliente de fregar las ollas.

Mientras María se paseaba agitada, tropezando con macetas y plantas inocentes, Pradera aprovechó a esconder el libro de hule. Al otro día, el chofer pensaba en cómo esquivaría las preguntas de María sobre Horacio; pero ella sólo le pidió el dinero y en seguida lo mandó a la casa negra para que trajera a María, una de las mellizas. María –la melliza– llegó en la tarde y contó lo de la espía, a quien debían llamar “la señora Eulalia”. En el primer instante María –la mujer de Horacio–quedó aterrada y con palabras tenues, le preguntó:

—¿Se parece a mí?

—No, señora, la espía es rubia y tiene otros vestidos.

María –la mujer de Horacio– se paró de un salto, pero en seguida se tiró de nuevo en el sillón y empezó a llorar a gritos. Después vino la tía. La melliza contó todo de nuevo. Pradera empezó a sacudir sus senos inmensos en gemidos lastimosos; y el loro, ante aquel escándalo gritaba: “Buenos días, sopas de leche”.

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