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Felisberto Hernández

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Las hortensias

Capítulo 6

10 Capítulos

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Hacía poco tiempo que Horacio dormía en el hotel y las cosas ocurrían como en la primera noche: en la casa de enfrente se encendían ventanas que caían en los espejos; o él se despertaba y encontraba las ventanas dormidas. Una noche oyó gritos y vio llamas en su espejo. Al principio las miró como en la pantalla de cine; pero en seguida pensó que si había llamas en el espejo también tenía que haberlas en la realidad. Entonces, con velocidad de resorte, dio media vuelta en la cama y se encontró con llamas que bailaban en el hueco de las ventanas de enfrente, como diablillos en un teatro de títeres. Se tiró al suelo, se puso la salida de baño y se asomó a una de sus propias ventanas. En el vidrio se reflejaban las llamas y esta ventana parecía asustada de ver lo que ocurría a la de enfrente. Abajo –la pieza de Horacio quedaba en un primer piso– había mucha gente y en ese momento venían los bomberos. Fue entonces que Horacio vio a María asomada a otra de las ventanas del hotel. Ella ya lo estaba mirando y no terminaba de reconocerlo. Horacio le hizo señas con la mano, cerró la ventana, fue por el pasillo hasta la puerta que creyó la de María y llamó con los nudillos. En seguida apareció ella y le dijo:

—No conseguirás nada con seguirme.

Y le dio con la puerta en la cara. Horacio se quedó quieto y a los pocos instantes la oyó llorar detrás de la puerta. Entonces le contestó:

—No vine a buscarte; pero ya que nos encontramos deberíamos ir a casa.

—Ándate, ándate tú solo –había dicho ella.

A pesar de todo, a él le pareció que tenía ganas de volver. Al otro día, Horacio fue a la casa negra y se sintió feliz. Gozaba de la suntuosidad de aquellos interiores y caminaba entre sus riquezas como un sonámbulo; todos los objetos vivían allí, recuerdos tranquilos y las altas habitaciones le daban la impresión de que tendrían alejada una muerte que llegaría del cielo.

Pero en la noche, después de cenar, fue al salón y le pareció que el piano era un gran ataúd y que el silencio velaba a una música que había muerto hacía poco tiempo. Levantó la tapa del piano y aterrorizado la dejó caer con gran estruendo; quedó un instante con los brazos levantados, como ante alguien que lo amenazara con un revólver, pero después fue al patio y empezó a gritar:

—¿Quién puso a Hortensia dentro del piano?

Mientras repetía la pregunta seguía con la visión del pelo de ella enredado en las cuerdas del instrumento y la cara achatada por el peso de la tapa. Vino una de las mellizas pero no podía hablar. Después llegó Alex:

—La señora estuvo esta tarde; vino a buscar ropa.

—Esa mujer me va a matar a sorpresas –gritó Horacio sin poder dominarse. Pero súbitamente se calmó:

—Llévate a Hortensia a tu alcoba y mañana temprano dile a Facundo que la venga a buscar. Espera –le gritó casi en seguida–. Acércate. –Y mirando el lugar por donde se habían ido las mellizas, bajó la voz para encargarle de nuevo:

—Dile a Facundo que cuando venga a buscar a Hortensia ya puede traer la otra.

Esa noche fue a dormir a otro hotel; le tocó una habitación con un solo espejo; el papel era amarillo con flores rojas y hojas verdes enredadas en varillas que simulaban una glorieta. La colcha también era amarilla y Horacio se sentía irritado: tenía la impresión de que se acostaría a la intemperie. Al otro día de mañana fue a su casa, hizo traer grandes espejos y los colocó en el salón de manera que multiplicaran las escenas de sus muñecas. Ese día no vinieron a buscar a Hortensia ni trajeron la otra. Esa noche Alex le fue a llevar vino al salón y dejó caer la botella...

—No es para tanto –dijo Horacio.

Tenía la cara tapada con un antifaz y las manos con guantes amarillos.

—Pensé que se trataría de un bandido –dijo Alex mientras Horacio se reía y el aire de su boca inflaba la seda negra del antifaz.

—Estos trapos en la cara me dan mucho calor y no me dejarán tomar vino; antes de quitármelos tú debes descolgar los espejos, ponerlos en el suelo y recostarlos a una silla. Así –dijo Horacio, descolgando uno y poniéndolo como él quería.

—Podrían recostarse con el vidrio contra la pared; de esa manera estarán más seguros –objetó Alex.

—No, porque aun estando en el suelo, quiero que reflejen algo.

—Entonces podrían recostarse a la pared mirando para afuera.

—No, porque la inclinación necesaria para recostarlos en la pared hará que reflejen lo que hay arriba y yo no tengo interés en mirarme la cara.

Después que Alex los acomodó como deseaba su señor, Horacio se sacó el antifaz y empezó a tomar vino; paseaba por un caminero que había en el centro del salón; hacia allí miraban los espejos y tenían por delante la silla a la cual estaban recostados. Esa pequeña inclinación hacia el piso le daba la idea de que los espejos fueran sirvientes que saludaran con el cuerpo inclinado, conservando los párpados levantados y sin dejar de observarlo. Además, por entre las patas de las sillas, reflejaban el piso y daban la sensación de que estuviera torcido.

Después de haber tomado vino, eso le hizo mala impresión y decidió irse a la cama. Al otro día –esa noche durmió en su casa– vino el chofer a pedirle dinero de parte de María. Él se lo dio sin preguntarle dónde estaba ella; pero pensó que María no volvería pronto; entonces, cuando le trajeron la rubia, él la hizo llevar directamente a su dormitorio. A la noche ordenó a las mellizas que le pusieran un traje de fiesta y la llevaran a la mesa. Comió con ella enfrente; y al final de la cena y en presencia de una de las mellizas, preguntó a Alex:

—¿Qué opinas de ésta?

—Muy hermosa, señor. Se parece mucho a una espía que conocí en la guerra.

—Eso me encanta, Alex.

Al día siguiente, señalando a la rubia, Horacio dijo a las mellizas:

—De hoy en adelante deben llamarla señora Eulalia.

A la noche Horacio preguntó a las mellizas (ahora ellas no se escondían de él):

—¿Quién está en el comedor?

—La señora Eulalia, dijeron las mellizas al mismo tiempo.

Pero no estando Horacio, y por burlarse de Alex, decían: “Ya es hora de ponerle el agua caliente a la espía”.

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3 horas 21 minutos

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