Unos días antes que trajeran a Hortensia, María sacaba a pasear a Horacio; quería distraerlo; pero al mismo tiempo pensaba que él estaba triste porque ella no podía tener una hija de verdad. La tarde que trajeron a Hortensia, Horacio no estuvo muy cariñoso con ella y María volvió a pensar que la tristeza de Horacio no era por Hortensia; pero un momento antes de cenar ella vio que Horacio tenía, ante Hortensia, una emoción contenida y se quedó tranquila. Él, antes de ir a ver a sus muñecas, le fue a dar un beso a María; la miraba de cerca, con los ojos muy abiertos y como si quisiera estar seguro de que no había nada raro escondido en ningún lugar de su cara. Ya habían pasado unos cuantos días sin que Horacio se hubiera quedado solo con Hortensia. Y después María recordaría para siempre la tarde en que ella, un momento antes de salir y a pesar de no hacer mucho frío, puso el agua caliente a Hortensia y la acostó con Horacio para que él durmiera confortablemente la siesta. Esa misma noche él miraba los rincones de la cara de María seguro de que pronto serían enemigos; a cada instante él hacía movimientos y pasos más cortos que de costumbre y como si se preparara para recibir el indicio de que María había descubierto todo. Eso ocurrió una mañana. Hacía mucho tiempo, una vez que María se quejaba de la barba de Alex, Horacio le había dicho:
—¡Peor estuviste tú al elegir como criadas a dos mellizas tan parecidas!
Y María le había contestado:
—¿Tienes algo particular que decirle a alguna de ellas? ¿Has tenido alguna confusión lamentable?
—Sí, una vez te llamé a ti y vino la que tiene el honor de llamarse como tú.
Entonces María dio orden a las mellizas de no venir a la planta baja a las horas en que el señor estuviera en casa. Pero una vez que una de ellas huía para no dejarse ver por Horacio, él la corrió creyendo que era una extraña y tropezó con su mujer. Después de eso María las hacía venir nada más que algunas horas en la mañana y no dejaba de vigilarlas.El día en que se descubrió todo, María había sorprendido a las mellizas levantándole el camisón a Hortensia en momentos en que no debían ponerle el agua caliente ni vestirla. Cuando ellas abandonaron el dormitorio, entró María. Y al rato las mellizas vieron a la dueña de casa cruzando el patio, muy apurada, en dirección a la cocina. Después había pasado de vuelta con el cuchillo grande de picar la carne; y cuando ellas, asustadas, la siguieron para ver lo que ocurría, María les había dado con la puerta en la cara. Las mellizas se vieron obligadas a mirar por la cerradura; pero como María había quedado de espaldas, tuvieron que ir a ver por otra puerta. María puso a Hortensia encima de una mesa, como si la fuera a operar y le daba puñaladas cortas y seguidas; estaba desgreñada y le había saltado a la cara un chorro de agua; de un hombro de Hortensia brotaban otros dos, muy finos, y se cruzaban entre sí como en la fuente del jardín; y del vientre salían borbotones que movían un pedazo desgarrado del camisón. Una de las mellizas se había hincado en un almohadón, se tapaba un ojo con la mano y con el otro miraba sin pestañear junto a la cerradura; por allí venía un poco de aire y la hacía lagrimear; entonces cedía el lugar a su hermana. De los ojos de María también salían lágrimas; al fin dejó el cuchillo encima de Hortensia, se fue a sentar a un sillón y a llorar con las manos en la cara. Las mellizas no tuvieron más interés en mirar por la cerradura y se fueron a la cocina. Pero al rato la señora las llamó para que le ayudaran a arreglar las valijas. María se propuso soportar la situación con la dignidad de una reina desgraciada. Dispuesta a castigar a Horacio y pensando en las actitudes que tomaría ante sus ojos, dijo a las mellizas que si venía el señor le dijeran que ella no lo podía recibir. Empezó a arreglar todo para un largo viaje y regaló algunos vestidos a las mellizas; y al final, cuando María se iba en el auto de la casa, las mellizas, en el jardín, se entregaron con fruición a la pena de su señora; pero al entrar de nuevo a la casa y ver los vestidos regalados se pusieron muy contentas: corrieron las cortinas de los espejos–estaban tapados para evitarle a Horacio la mala impresión de mirarse en ellos– y se acercaron los vestidos al cuerpo para contemplar el efecto. Una de ellas vio por el espejo el cuerpo mutilado de Hortensia y dijo: “Qué tipo sinvergüenza”. Se refería a Horacio. Él había aparecido en una de las puertas y pensaba en la manera de preguntarles qué estaban haciendo con esos vestidos frente a los espejos desnudos. Pero de pronto vio el cuerpo de Hortensia sobre la mesa, con el camisón desgarrado y se dirigió hacia allí. Las mellizas iniciaron la huida. Él las detuvo:
—¿Dónde está la señora?
La que había dicho “qué tipo sinvergüenza” lo miró de frente y contestó:
—Nos dijo que haría un largo viaje y nos regaló estos vestidos.
Él les hizo señas para que se fueran y le vinieron a la cabeza estas palabras: “La cosa ya ha pasado”. Miró de nuevo el cuerpo de Hortensia: todavía tenía en el vientre el cuchillo de picar la carne. Él no sentía mucha pena y por un instante se le ocurrió que aquel cuerpo podía arreglarse; pero en seguida se imaginó el cuerpo cosido con puntadas y recordó un caballo agujereado que había tenido en la infancia: la madre le había dicho que le iba a poner un remiendo; pero él se sentía desilusionado y prefirió tirarlo.
Horacio desde el primer momento tuvo la seguridad de que María volvería y se dijo para sí: “Debo esperar los acontecimientos con la mayor calma posible”. Además él volvería a ser, como en sus mejores tiempos, un atrevido fuerte. Recordó lo que le había ocurrido esa mañana y pensó que también traicionaría a Hortensia. Hacía poco rato, Facundo le había mostrado otra muñeca; era una rubia divina y ya tenía su historia: Facundo había hecho correr la noticia de que existía, en un país del norte, un fabricante de esas muñecas; se habían conseguido los planos y los primeros ensayos habían tenido éxito. Entonces recibió, a los pocos días, la visita de un hombre tímido; traía unos ojos grandes embolsados en párpados que apenas podía levantar, y pedía datos concretos. Facundo, mientras buscaba fotografías de muñecas, le iba diciendo: “El nombre genérico de ellas es el de Hortensias; pero después el que ha de ser su dueño le pone el nombre que ella le inspire íntimamente. Éstos son los únicos modelos de Hortensias que vinieron con los planos”. Le mostró sólo tres y el hombre tímido se comprometió, casi irreflexivamente, con una de ellas y le hizo el encargo con dinero en la mano. Facundo pidió un precio subido y el comprador movió varias veces los párpados; pero después sacó una estilográfica en forma de submarino y firmó el compromiso. Horacio vio la rubia terminada y le pidió a Facundo que no la entregara todavía; y su amigo aceptó porque ya tenía otras empezadas. Horacio pensó, en el primer instante, ponerle un apartamento; pero ahora se le ocurría otra cosa; la traería a su casa y la pondría en la vitrina de las que esperaban colocación. Después que todos se acostaran él la llevaría al dormitorio; y antes que se levantaran la colocaría de nuevo en la vitrina. Por otra parte él esperaba que María no volvería a su casa en altas horas de la noche. Apenas Facundo había puesto la nueva muñeca a disposición de su amigo, Horacio se sintió poseído por una buena suerte que no había tenido desde la adolescencia. Alguien lo protegía, puesto que él había llegado a su casa después que todo había pasado. Además él podría dominar los acontecimientos con el impulso de un hombre joven. Si había abandonado una muñeca por otra, ahora él no se podía detener a sentir pena por el cuerpo mutilado de Hortensia. La vuelta de María era segura porque a él ya no le importaba nada de ella; y debía ser María quien se ocupara del cuerpo de Hortensia.
De pronto Horacio empezó a caminar como un ladrón, junto a la pared; llegó al costado de un ropero, corrió la cortina que debía cubrir el espejo y después hizo lo mismo con el otro ropero. Ya hacía mucho tiempo que había hecho poner esas cortinas. María siempre había tenido cuidado de que él no se encontrara con un espejo descubierto: antes de vestirse cerraba el dormitorio y antes de abrirlo cubría los espejos. Entonces sintió fastidio de pensar que las mellizas no sólo se ponían vestidos que él había regalado a su esposa, sino que habían dejado los espejos libres. No era que a él no le gustara ver las cosas en los espejos; pero el color oscuro de su cara le hacía pensar en unos muñecos de cera que había visto en un museo la tarde que asesinaron a un comerciante; en el museo también había muñecos que representaban cuerpos asesinados y el color de la sangre en la cera le fue tan desagradable como si a él le hubiera sido posible ver, después de muerto, las puñaladas que lo habían matado. El espejo del tocador quedaba siempre sin cortinas; era bajo y Horacio podía pasar, distraído, frente a él, e inclinarse, todos los días, hasta verse solamente el nudo de la corbata; se peinaba de memoria y se afeitaba tanteándose la cara. Aquel espejo podía decir que él había reflejado siempre un hombre sin cabeza. Ese día, después de haber corrido la cortina de los roperos, Horacio cruzó, confiado como de costumbre, frente al espejo del tocador; pero se vio la mano sobre el género oscuro del traje y tuvo un desagrado parecido al de mirarse la cara. Entonces se dio cuenta de que ahora la piel de sus manos tenía también color de cera. Al mismo tiempo recordó unos brazos que había visto ese día en el escritorio de Facundo: eran de un color agradable y muy parecido al de la rubia. Horacio, como un chiquilín que pide recortes a alguien que trabaja en madera, le dijo a Facundo:
—Cuando te sobren brazos o piernas que no necesites, mándamelos.
—¿Y para qué quieres eso, hermano?
—Me gustaría que compusieran escenas en mis vitrinas con brazos y piernas sueltas; por ejemplo: un brazo encima de un espejo, una pierna que sale de abajo de una cama, o algo así.
Facundo se pasó una mano por la cara y miró a Horacio con disimulo. Ese día Horacio almorzó y tomó vino tan tranquilamente como si María hubiera ido a casa de una parienta a pasar el día. La idea de su suerte le permitía recomendarse tranquilidad. Se levantó contento de la mesa, se le ocurrió llevar a pasear un rato las manos por el teclado y por fin fue al dormitorio para dormir la siesta. Al cruzar frente al tocador, se dijo: “Reaccionaré contra mis manías y miraré los espejos de frente”. Además le gustaba mucho encontrarse con sorpresas de personas y objetos en confusiones provocadas por espejos. Después miró una vez más a Hortensia, decidió que la dejaría allí hasta que María volviera y se acostó. Al estirar los pies entre las cobijas, tocó un cuerpo extraño, dio un salto y bajó de la cama; quedó unos instantes de pie y por último sacó las cobijas: era una carta de María: “Horacio: ahí te dejo a tu amante; yo también la he apuñalado; pero puedo confesarlo porque no es un pretexto hipócrita para mandarla al taller a que le hagan herejías. Me has asqueado la vida y te ruego que no trates de buscarme. María”. Se volvió a acostar pero no podía dormir y se levantó. Evitaba mirar los objetos de su mujer en el tocador como evitaba mirarla a ella cuando estaban enojados. Fue a un cine; y allí saludó, sin querer, a un enemigo y tuvo varias veces el recuerdo de María. Volvió a la casa negra cuando todavía entraba un poco de sol a su dormitorio. Al pasar frente a un espejo y a pesar de estar corrida la cortina, vio a través de ella su cara: algunos rayos de sol daban sobre el espejo y habían hecho brillar sus facciones como las de un espectro. Tuvo un escalofrío, cerró las ventanas y se acostó. Si la suerte que tuvo cuando era joven le volvía, ahora a él le quedaría poco tiempo para aprovecharla; no vendría sola y él tendría que luchar con acontecimientos tan extraños como los que se producían a causa de Hortensia. Ella descansaba, ahora, a pocos pasos de él; menos mal que su cuerpo no se descompondría; entonces pensó en el espíritu que había vivido en él como en un habitante que no hubiera tenido mucho que ver con su habitación. ¿No podría haber ocurrido que el habitante del cuerpo de Hortensia hubiera provocado la furia de María, para que ella deshiciera el cuerpo de Hortensia y evitara así la proximidad de él, de Horacio? No podía dormir; le parecía que los objetos del dormitorio eran pequeños fantasmas que se entendían con el ruido de las máquinas. Se levantó, fue a la mesa y empezó a tomar vino. A esa hora extrañaba mucho a María. Al fin de la cena se dio cuenta de que no le daría un beso y fue para la salita. Allí, tomando el café pensó que mientras María no volviera, él no debía ir al dormitorio ni a la mesa de su casa. Después salió a caminar y recordó que en un barrio próximo había un hotel de estudiantes. Llegó hasta allí. Había una palmera a la entrada y detrás de ella láminas de espejos que subían las escaleras al compás de los escalones; entonces siguió caminando. El hecho de habérsele presentado tantos espejos en un solo día, era un síntoma sospechoso. Después recordó que esa misma mañana, antes de encontrarse con los de su casa, él le había dicho a Facundo que le gustaría ver un brazo sobre un espejo. Pero también recordó la muñeca rubia y decidió, una vez más, luchar contra sus manías. Volvió sus pasos hacia el hotel, cruzó la palmera y trató de subir la escalera sin mirarse en los espejos. Hacía mucho tiempo que no había visto tantos juntos; las imágenes se confundían, él no sabía dónde dirigirse y hasta pensó que pudiera haber alguien escondido entre los reflejos. En el primer piso apareció la dueña; le mostraron las habitaciones disponibles –todas tenían grandes espejos–, él eligió la mejor y dijo que volvería dentro de una hora. Fue a la casa negra, arregló una pequeña valija y al volver recordó que antes, aquel hotel había sido una casa de citas. Entonces no se extrañó de que hubiera tantos espejos. En la pieza que él eligió había tres; el más grande quedaba a un lado de la cama; y como la habitación que aparecía en él era la más linda, Horacio miraba la del espejo. Estaría cansada de representar, durante muchos años, aquel ambiente chinesco. Ya no era agresivo el rojo del empapelado y según el espejo parecía el fondo de un lago, color ladrillo, donde hubieran sumergido puentes con cerezos. Horacio se acostó y apagó la luz; pero siguió mirando la habitación con el resplandor que venía de la calle. Le parecía estar escondido en la intimidad de una familia pobre. Allí todas las cosas habían envejecido juntas y eran amigas; pero las ventanas todavía eran jóvenes y miraban hacia afuera; eran mellizas, como las de María, se vestían igual, tenían pegado al vidrio cortinas de puntillas y recogidos a los lados, cortinados de terciopelo. Horacio tuvo un poco la impresión de estar viviendo en el cuerpo de un desconocido a quien robara bienestar. En medio de un gran silencio sintió zumbar sus oídos y se dio cuenta de que le faltaba el ruido de las máquinas; tal vez le hiciera bien salir de la casa negra y no oírlas más. Si ahora María estuviera recostada a su lado, él sería completamente feliz. Apenas volviera a su casa él le propondría pasar una noche en este hotel. Pero enseguida recordó la muñeca rubia que había visto en la mañana y después se durmió. En el sueño había un lugar oscuro donde andaba volando un brazo blanco. Un ruido de pasos en una habitación próxima lo despertó. Se bajó de la cama y empezó a caminar descalzo sobre la alfombra; pero vio que lo seguía una mancha blanca y comprendió que su cara se reflejaba en el espejo que estaba encima de la chimenea. Entonces se le ocurrió que podrían inventar espejos en los cuales se vieran los objetos pero no las personas. Inmediatamente se dio cuenta de que eso era absurdo; además, si él se pusiera frente a un espejo y el espejo no lo reflejara, su cuerpo no sería de este mundo. Se volvió a acostar. Alguien encendió la luz en una habitación de enfrente y esa misma luz cayó en el espejo que Horacio tenía a un lado. Después él pensó en su niñez, tuvo recuerdos de otros espejos y se durmió.