A veces, en la noche, se oyen pasos abajo. Fuera, corren rumores, se aventuran consejas; como dicen que espanta, ninguno osa entrar. El polvo forma capa. Hay quien, incluso a hora temprana, cambia acera para no pasar cerca. Y los moradores de las casas cercanas se han ido retirando una, dos casas, tres, más lejos, según se proporciona la ocasión.
Desde el caer del sol, nadie la nombra. Ahí, y en derredor, las lámparas han ido quemándose de viejas, y como nadie se ha tomado el trabajo de reponerlas, el barrio está hoy a oscuras, y entre el resto de la ciudad iluminada, imita, zurda, una isla ciega.
Ahora bien, de esta morada, yo no he afirmado que esté completamente muerta. Vamos a suponer que hasta su último arbusto se secó. Las hojas lo dejaron, la madera se hizo polvo; en suma, de él, a la vista, ya no hay traza ninguna. Sólo, en su raíz, la punta de una fibra ha estado indecisa entre vivir y morir. Pues así yo; vecino de un barrio abandonado y a oscuras, yaciendo casi totalmente exánime en el aposento más hondo, menos que medio, mucho menos, animaba esta casa. Y aunque en lapsos no oía, en momentos me parecía oír, muy leves y harto hondos, pasos abajo.
No podía abrir los ojos, no bastaba a producir resuello. Me dicen que llegué a estar helado, que por más de una luna llegaron a pensar que mi corazón había cesado de latir.
Desde allá, paso a paso, volví a ser, más o menos, una centésima parte del que soy, y no sabiendo si las causas de mi accidente habían permanecido ocultas o no, recuperé una centésima parte de mi vida —más o menos— y de mi vivir de siempre.
Y lo primero que hice fue expedir un anuncio:
“Véndese un canguro. Nada de Leonardo, Esquilo, Shakespeare o Beethoven. ¡Creatura de Dios mismo! Tanta es su maravilla, que mi mujer, cuya conquista me llevó a mí varios años, ha cedido a los encantos de este mago en menos de mes y medio”.
El anuncio fue puesto en la ventana, publicado en los periódicos y emitido por radio. Me quedé sin dinero; y no volví a dirigir la palabra a mi mujer, ni ella a decir nada.
De quienes venían a vernos, en cuanto llegaban a hacerlo, unos se ponían a llorar también, y otros mejor se iban al cine, al cabaret, a los títeres, al templo, a cualquier sitio, en fin, en que pudieran recuperar el perdido consuelo.
La primera ocasión que salí a la calle, materialmente me daba pena ir con aquellos ininterrumpidos chorros que salían de mis ojos.
Y sólo se me limpiaron, y no de lágrimas, de sombra, hasta el punto de un día en que al volver de una de mis salidas, encontré a mi martirio tendida en el lecho, en posición tan blanda, que creí que dormía.
Nada menos extraño; sino que un sobre con ribete de oro, visible sobre su pecho, por la región precisa bajo la cual el corazón se aloja, despertó mi interés, y dije: acaso encierra algún otro misterio; quizá la delación de otro engaño.
Y con grande malicia, presa de muy vil recelo, aprovechando su dormir tomé el sobre, lo deshice y comencé a leer:
“He visto, insensato, amado y loco esposo mío, que sufres. Herida y silenciosa, he sufrido contigo. Desde que me di cuenta de tus sufrimientos, la pena me inundó; y no supe hacer otra cosa que cavilar, cavilar y cavilar, anhelosa de encontrar la forma de aliviarte. A última hora, muy tarde para mis deseos, he pensado en escribir para ti esta misiva, rogándote no creas ser ciertas todas esas abominaciones que me achacas, y te doy testimonio de mi inocencia, con mi muerte.
Oh, qué alivio es, para mí, pensar que al fin he hallado un medio cierto de sacarte de la infernal amargura de los celos. Ya estaba clavándome el puñal, y todavía imaginé y puse luego en práctica, otro arbitrio; quizá aún más convincente que la ofrenda, que a tus pies pongo, de mi existencia.
Me entenderás, si quieres entenderme, en el martirio a que, aun sin odiarlo y violentándome a mí misma, sometí al que tú crees tu rival. Aun lo encontrarás con vida. Mátalo para que no siga sufriendo.
Ahora quedarás desengañado de que tu dicha me es más cara que la vida, y de que, la del canguro, me importa, como tantas veces te lo hubiera declarado, si me hubiera atrevido, una triste.
No dudo que ahora sí me crees.
De mí no te preocupes. Y no tomes para mi cuerpo una tumba de importancia, ni de gastos. Mi idea es que entre nuestro cuerpo, y lo que en nosotros es realmente algo, hay la misma relación que entre un ensueño vivo que nadie toca, sino el que lo sueña, y los excrementos de la cabeza que lo sueña; tales como los cabellos que nos cortan los peluqueros —y de los cuales nadie vuelve a ocuparse— y las nimiedades que expelemos por la nariz. Considéralo bien. Ya sin sensibilidad ni ensueños, de un muerto, toda la cabeza y todo el cuerpo no es sino el excremento, lo sobrante, las cenizas quedadas en un horno donde hubo luz bella y calor útil. Preciosidades que una vez ardidas, nadie, aquí volverá a identificar o percibir, aunque se sepa que en el universo, nada, absolutamente nada, se pierde”.
En esto va mi historia. Lo demás no lo sé; todavía no me lo cuentan. Aquí me traen a este parque de hospital; me pongo a ver el agua, y de ella saco, a duras penas, sustento para que la inteligencia luzca en mí, muy débil y durante muy breves instantes; luego me conducen a un cuarto en donde hay otros dos pacientes. No sé qué hora va siendo. Despierto y duermo; me llevan y me traen. Ya he dicho algo de cuando estoy despierto. Ahora sólo quiero insistir, en que, pues pasé lo que pasé, y aun tengo noticias mías; debo ser inmortal. Y por lo que ve a cuando estoy dormido, últimamente he dado en soñar una escena que se repite incesantemente. En ella, me veo disponiendo la mesa que soporta mi ataúd, con esa entre adormecida esperanza y adelantado paladear el reposo, de que goza, quien, con infinita fatiga, prepara su propio lecho.
Tras encender, yo mismo, los cirios, colgar los lutos y distribuir las flores funerarias, entro en la caja; y con polvorienta voluptuosidad, muy semejante a aquella con que levantamos hasta nuestros hombros las sábanas tibias, que nos aliviarán del afán constante del día, y de las impiedades de las impías noches de invierno, alzo y cierro la tapa.
Ésta es ahora toda mi vida; y éste es ahora mi único sueño.