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Juan Valera

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Pepita Jiménez

II - Paralipómenos - 11

28 Capítulos

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Al mes justo de esta conversación y de esta lectura, se celebraron las bodas de D. Luis de Vargas y de Pepita Jiménez.

 Temeroso el señor deán de que su hermano le embromase demasiado con que el misticismo de Luisito había salido huero, y conociendo además que su papel iba a ser poco airoso en el lugar, donde todos dirían que tenía mala mano para sacar santos, dio por pretexto sus ocupaciones y no quiso venir, aunque envió su bendición y unos magníficos zarcillos, como presente para Pepita.

 El padre vicario tuvo, pues, el gusto de casarla con D. Luis.

 La novia, muy bien engalanada, pareció hermosísima a todos, y digna de trocarse por el cilicio y las disciplinas.

 Aquella noche dio D. Pedro un baile estupendo en el patio de su casa y salones contiguos. Criados y señores, hidalgos y jornaleros, las señoras y señoritas y las mozas del lugar, asistieron y se mezclaron en él, como en la soñada primera edad del mundo, que no sé por qué llaman de oro. Cuatro diestros, o si no diestros, infatigables guitarristas, tocaron el fandango. Un gitano y una gitana, famosos cantadores, entonaron las coplas más amorosas y alusivas a las circunstancias. Y el maestro de escuela leyó un epitalamio, en verso heroico.

 Hubo hojuelas, pestiños, gajorros, rosquillas, mostachones, bizcotelas y mucho vino para la gente menuda. El señorío se regaló con almíbares, chocolate, miel de azahar y miel de prima, y varios rosolis y mistelas aromáticas y refinadísimas.

 D. Pedro estuvo hecho un cadete: bullicioso, bromista y galante. Parecía que era falso lo que declaraba en su carta al deán, del reúma y demás alifafes. Bailó el fandango con Pepita, con sus más graciosas criadas y con otras seis o siete mozuelas. A cada una, al volverla a su asiento, cansada ya, le dio con efusión el correspondiente y prescrito abrazo, y a las menos serias, algunos pellizcos, aunque esto no forma parte del ceremonial. D. Pedro llevó su galantería hasta el extremo de sacar a bailar a doña Casilda, que no pudo negarse, y que, con sus diez arrobas de humanidad y los calores de Julio, vertía un chorro de sudor por cada poro. Por último, don Pedro atracó de tal suerte a Currito, y le hizo brindar tantas veces por la felicidad de los nuevos esposos, que el mulero Dientes tuvo que llevarle a su casa a dormir la mona, terciado en una borrica como un pellejo de vino.

 El baile duró hasta las tres de la madrugada; pero los novios se eclipsaron discretamente antes de las once y se fueron a casa de Pepita. D. Luis volvió a entrar con luz, con pompa y majestad, y como dueño legítimo y señor adorado, en aquella limpia alcoba, donde poco más de un mes antes había entrado a oscuras, lleno de turbación y zozobra.

 Aunque en el lugar es uso y costumbre, jamás interrumpida, dar una terrible cencerrada a todo viudo o viuda que contrae segundas nupcias, no dejándolos tranquilos con el resonar de los cencerros en la primera noche del consorcio, Pepita era tan simpática y don Pedro tan venerado y D. Luis tan querido, que no hubo cencerros ni el menor conato de que resonasen aquella noche: caso raro que se registra como tal en los anales del pueblo.

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9 horas 20 minutos

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