BEDICATORIA
A la señorita M. L. A.
CANTO PRIMERO
I
¿Conocéis ese país donde crecen el mirto y el ciprés, emblemas de amor y de tristeza, y donde la furia del buitre y la ternura de la tórtola se deshacen en dolor o se exaltan hasta el crimen? ¿Conocéis el país del cedro y de la viña, ese país donde las flores están siempre abiertas, el cielo siempre brillante; donde el ala del céfiro, en medio de los jardines de rosas, se rinde bajo el peso de los perfumes; donde el limonero y el olivo ostentan frutas tan bellas y la voz del ruiseñor no cesa nunca de cantar; donde los colores de la tierra y los matices del firmamento, aunque diversos, rivalizan en hermosura; donde una púrpura más oscura colora el Océano; donde las vírgenes son tiernas como las rosas con que forman lindas guirnaldas, y donde, en fin, todo es divino, si se exceptúa la condición del hombre?
Ese es el clima del Oriente, la tierra del Sol ...; pero los corazones de sus habitantes, lo mismo que las acciones, son tan sombríos como el último adiós de dos amantes.
II
Rodeado de numerosos esclavos; todos fieles, y decididos, completamente armados como conviene a los valientes, y atentos a la menor señal de su dueño, ya para guiar sus pasos, ya para vigilar por su seguridad y reposo, el anciano Giaffir se halla recostado en su cómodo diván. Parece sumamente preocupado: como todo buen musulmán, acostumbrado a disimular lo que no sea su indomable orgullo, no permite leer jamás en su semblante sus pensamientos secretos. Sin embargo, en este instante, por una rara excepción, las facciones del rostro pensativo de Giafíir son menos discretas que de costumbre.
III
Que se retiren todos de esta sala! ¡Que se prensente aquí al momento el jefe de la guardia del harén!
Así habló Giaffir. Nadie permaneció en la sala más que su hijo y un nubio ejecutor de sus órdenes. El viejo continuó dirigiéndose a éste:
— Harun, tan pronto como esa multitud de esclavos haya atravesado el dintel de la puerta exterior, irás a buscar a mi hija a su torre; he decidido ya de su destino; pero nada le comuniques que pueda hacerle entrever mis proyectos. Yo únicamente debo manifestarle cuál es su deber.
— ¡Pachá, oír es obedecer!
Un esclavo no puede responder otra cosa al déspota.
Harun iba a salir para dirigirse a la torre; pero se detuvo porque el joven Salim rompió el silencio. Antes de pronunciar la primera palabra, se inclinó profundamente; luego, con voz dulce y manteniéndose en pie, pues el hijo de un musulmán moriría antes de atreverse a tomar asiento delante del autor de sus días, se expresó de esta manera:
— Padre, antes de castigar a mi hermana o a su negro guardián, es preciso que sepas que si hay algún culpable, lo soy yo solamente. Que tu cólera no caiga, pues, más que sobre mí. ¡Estaba la mañana tan hermosa! La vejez y el cansancio pueden amar el sueño; pero, yo, padre, yo ... no podía dormir... He ido a buscar a Zuleika, porque para contemplar los más bellos aspectos de la tierra y del mar necesitaba otra persona a quien comunicar los pensamientos que hiciesen latir mi corazón. ¡Ah! ¡Es tan triste la soledad! Sabes que las puertas del harén se abren fácilmente para mí; antes de que los esclavos que las guardan hubiesen despertado, Zuleika y yo estábamos ya bajo los bosques de cipreses y devorábamos con nuestros ojos la tierra, el Océano y el cielo. Nos hemos paseado quizá demasiado tiempo entretenidos con la historia de Mejnum y Leila y con los versos del persa Sadi, que nos han hecho olvidar las horas; hasta el momento en que oyendo el sonoro eco del tambor que anuncia tu diván, fiel a mi deber he acudido a saludarte. En cuanto a Zuleika... Zuleika se halla todavía en el jardín; pero ningún mortal ha visto sus facciones... ¡Oh padre!, no te irrites; ¡recuerda que nadie puede penetrar bajo esas misteriosas sombras!
IV
Hijo de una esclava, nacido de una madre infiel!—dijo el Pachá — ¡En vano anhelarla tu padre encontrar reunidas en ti las cualidades que anuncian un hombre!! Cuando tu brazo debía ser diestro en tender ei arco, lanzar una flecha y da mar un corcel, griego en el alma ya que no en la creencia, ¡vas a meditar oyendo el murmurio de las aguas, o a contemplar cómo se abren las flores! ¡Pluguiese a Dios, el poderoso Alá, que ese astro, cuyo esplendor tu frivolidad admira tanto, se dignase comunicarte una sola centella de su llama! ¡Oh! ¡Tú serías muy capaz de ver con sangre fría desmoronarse piedra por piedra estas almenas, bajo el cañón de los cristianos, y caer los viejos muros de Stambul ante los moscovitas, sin herir con un solo golpe a esos perros de Nazaret! Ve, ve, y que tu mano, más débil que la de una mujer, empuñe la rueca y no la espada. Tú, Harun, corre al lado de mi hija y ... escucha bien: ¡va en ello tu propia cabeza! Si Zuleika emprende el vuelo con demasiada frecuencia... ¿Ves este arco? ¡Tiene una cuerda!
V
Ni una sola palabra salió de los labios de Selim, ni un solo acento que llegase, al menos, a los oídos del anciano Giaffir; pero cada una de las miradas de éste, cada una de sus palabras, había atravesado el corazón del joven como no lo hubiera hecho la espada de un cristiano.
—¡Hijo de una esclava! ¡Acusarme de cobardía! ¡Semejantes insultos le habrían costado bien caros a otro que no fuese él! ¡Hijo de una esclava! ¿Qué es entonces mi padre?
Así daba curso Selim a sus tristes pensamientos. En su semblante se notaba algo más que la cólera. Giaffir miró a su hijo y se estremeció, porque llegó a leer en sus ojos la impresión producida por los duros apostrofes que le había dirigido, y creyó ver asomar la rebelión.
—Ven aquí, niño... ¡Cómo! ¿No respondes? Te observo y te conozco; pero hay ciertas cosas que jamás te atreverías a emprender. Si tu barba fuese más poblada, si tu mano estuviese dotada de la destreza y la fuerza necesarias, vería con gusto cómo rompías una lanza, ¡aunque hubiese de ser contra la mía!
Al pronunciar estas frases irónicas, los ojos sombríos del pachá se volvieron a fijar en los de Selim, que le devolvió mirada por mirada; pero de un modo tan altanero y tenaz, que Gaffir fue el primero a ceder dirigiendo la vista hacia el otro lado. ¿Por qué? No pudo explicarse la causa.
— ¡Temo — pensó — que algún día este mozo t emerario me cause graves pesares! Le odio y él... pero su brazo no es temible... a duras penas consigue vencer en la caza al gamo salvaje o a la tímida gacela... está muy lejos de ocupar un puesto en la arena donde los hombres se disputan la gloria y la vida. A pesar de todo, no me agrada ese modo de mirar, ni ese acento ; y luego ¡esa sangre... esa sangre que toca tan cerca a la mía! Basta, puede oírme... Le observaré con más cuidado en lo sucesivo. No veo en ese muchacho más que un vil árabe o un cristiano pidiendo cuartel. ¡Ah! ¿Qué escucho? ¡La voz de Zuleika! ¡Esa voz suena a mis oídos como el himno de las huríes! Zuleika es mi predilecta; la quiero más aún de lo que he querido a su madre; porque de ella tengo que esperarlo todo y nada que temer. ¡Oh, mi Peri! ¡Eres bien venida a mi lado! ¡Tú eres dulce a mis ojos como la fuente del desierto a unos labios sedientos! ¡El peregrino devuelto a la vida no puede ofrecer en el altar de la Meca acciones de gracias más fervientes que las de un padre que bendice tu nacimiento y tu vida toda entera!
VI
Bella como la primera mujer que, seducida una vez para seducir luego ella siempre, sucumbió ante esa terrible pero amable serpiente, cuya imagen se había grabado en su alma; deslumbradora como esas visiones tan inefables que el sueño concede al dolor cuando, en delicioso desvarío, un corazón se une a otro corazón que amó, viendo resucitar en el cielo lo que había perdido en la tierra; dulce corno el recuerdo de una pasión que encierra la tumba; pero como la plegaria que el niño dirige a Dios... tal era la hija del viejo jefe. Giaffir la recibió derramando lágrimas... pero no de pena.
¿Qué hombre no experimenta cuan impotentes son las palabras para pintar un solo átomo de los resplandecientes destellos de la hermosura? ¿Qué hombre no ha sentido en el colmo de su arrobamiento turbarse su vista, temblar sus mejillas y desfallecer su corazón viéndose obligado a confesar el poder, la majestad de los encantos de la mujer? ¡Muy bella era Zuleika! Reinaba en torno suyo cierto atractivo indecible, que ella únicamente podía desconocer: era la luz del amor, la pureza de la gracia, la inteligencia y la armonía, todo esto irradiando en sus facciones. Poseía un corazón cuya ternura parecía formar de todas aquellas admirables cualidades una sola... y su mirada ... ¡ah!, la mirada de Zuleika era su misma alma. Con los graciosos brazos tranquilamente cruzados sobre su seno naciente y dispuestos a abrirse a la primera palabra de cariño, apareció delante de Giaffir. El anciano, al contemplarla, casi titubeó respecto de la resolución que tenía adoptada. El corazón del pachá, aunque feroz, no había abrigado ni un pensamiento siquiera contrario a la felicidad de su hija; pero si el afecto ligaba este corazón al de la hermosa niña, la ambición, por otra parte, trabajaba para romper los eslabones de tan dulce cadena.
VII
¡Zuleika, mi hija querida! Este día te hará conocer el extremo de mi cariño hacia ti; pues, a pesar de mi dolor, voy a resignarme a perderte, concediendo tu mano de esposa a un infeliz mortal; pero ese mortal es el más valiente de los guerreros que se haya visto combatir en primera fila. Nosotros, los musulmanes, no nos preocupamos hoy de lo ilustre del nacimiento; sin embargo, la raza de los Kara Osman, inalterable siempre, descuella siempre al frente de los Timariotas, intrépidos defensores de los ricos feudos que su valor ha conquistado. Te basta saber que el que te pretende como esposo es un pariente del célebre Oglú; no nos ocupemos de su edad: nunca he pensado casarte con un niño. Cuantiosas rentas te serán señaladas para formar mañana tu noble viudedad. Mi poder, unido al suyo, podrá desafiar el firmán de muerte que otros acogen temblando ... ¡Oh!, nosotros haremos comprender al mensajero imperial cuál es la suerte reservada al portador de un regalo semejante. Conoces la voluntad de tu padre; es todo lo que una buena hija debe saber. A mí me corresponde indicarte el camino de la obediencia; a tu nuevo señor, enseñarte el del amor.
VIII
La joven inclinó silenciosa la cabeza, y si sus ojos se llenaron de lágrimas, que sus comprimidos sentimientos lograron contener difícilmente; si sus mejillas se cubrieron alternativamente de palidez o de ardiente rubor, según las palabras de su padre llegaban como saetas a sus oídos, ¿qué podía revelar todo esto sino temores virginales? Es tan dulce una lágrima en los ojos de la hermosura, que el amor casi siente secarla con un beso; es tan dulce el rubor de la modestia, que la piedad misma parece que recela verlo desaparecer. Cualquiera que fuese la causa de esta emoción, Giaffir no la comprendió o aparentó no comprenderla. Dio tres palmadas; pidió su corcel convenientemente aparejado para un simple paseo, dejó el "tchibuk " adornado de pedrería, y rodeado de numeroso séquito, en el cual se distinguían los mamelucos y los intrépidos delhis, se puso en camino con el objeto de asistir a los ejercicios de la cortante cimitarra y del inofensivo "djerrid". El kistar-agá y sus eunucos negros quedaron para guardar las macizas puertas del harén.
IX
Entretanto, Selim, con su cabeza apoyada en una mano, dejaba vagar su mirada errante sobre las olas de un azul sombrío que se deslizaban con rapidez y se hinchaban blandamente entre los sinuosos Dardanelos. Sin embargo, no veía el mar ni sus orillas, ni aun la comitiva del pachá, ocupada en dividir a la carrera, con el filo de la cimitarra, un fieltro doblado; no reparaba en las evoluciones de la multitud que disparaba la jabalina; no oía los gritos salvajes ni los alegres Alá...
No pensaba más que en la hija de Giaffir.
X
Ninguna palabra dejaban escapar los labios de Selim: un solo suspiro expresaba cada uno de sus pensamientos, que volaban hacia Zuleika, y continuaba mirando por una celosía, pálido, mudo y en una triste inmovilidad. Los ojos de Zuleika estaban fijos en el joven; pero en vano intentaba adivinar lo que podía preocuparle. El dolor de ambos era uno mismo, aunque la causa fuese diferente. Una llama más suave ardía en el corazón de la tierna doncella. Por temor o debilidad, sin saber por qué, se abstenía de hablar y, sin embargo, su pecho agobiado necesitaba desahogarse de algún modo.
— ¡Es bien extraña—decía Zuleika—la conducta que observa conmigo! Ni un solo momento de atención le merezco. No sucedía esto cuando estábamos juntos otras veces. ¡Ah! ¡No era así como nos encontrábamos, ni es así como debemos separarnos!
Por tres veces consecutivas recorrió la habitación sin perder ni un movimiento siquiera de Selim; cogió luego una urna donde se hallaba encerrado el perfume que los persas llaman "afar-gue", y roció con él los ricos artesanados y el Iustreso pavimento. Las gotas de la esencia embalsamada cayeren también sobre el traje bordado de Selim, y corrieron desapercibidas por su pecho, como si hubiesen sido de mármol.
—¡Ay!, siempre pensativo. ¡Yo no puedo sufrir más tiempo semejante indiferencia! ¡Oh, Selim! Tan amante, tan cariñoso hasta hoy. ¿Podía esperar esto de ti?
Reparó entonces en una cestilla de las más bellas flores de Oriente.
— ¡Son mis favoritas! ¡Quizá las acoja todavía con placer, ofrecidas por la mano de Zuleika!
Apenas había concebido este proyecto infantil, lo puso por obra, formando una preciosa guirnalda de rosas. En seguida la niña encantadora se sentó a los pies de Selim, diciéndole:
— Este ramo de rosas es un regalo que me ha traído Bulbul para calmar las penas de mi hermano; me anuncia que esta noche prolongará su dulce canción, a fin de recrear los oídos de Selim, y aunque su melodía sea algo triste, hará todo s los esfuerzos posibles para disipar tus melancólicos pensamientos.
XI
¡Cómo! ¿Desdeñas mis pobres flores? ¡Oh, qué desgraciada soy! ¡Permaneces indiferente a mi lado! ¿Es decir, que ya no conoces a la que te ama sobre todo en el mundo? ¡Ah!, querido, más que querido Selim, habla... ¿Qué significa lo que está pasando? ¿Debo creer que me odias, o que me temes? Ven, reclina tu cabeza en mi seno, y alejaré tus tristes ideas a fuerza de besos, una vez que las palabras y las canciones nada pueden conseguir, ni aun las de mi complaciente ruiseñor. No ignoro que nuestro padre es a veces temible..., intratable..., ¡pero tú! Nunca te he visto de esta manera. El no te quiere, lo conozco demasiado; pero ¿olvidas por ventura hasta qué extremo te ama Zuleika? ¡Mas... ahora creo comprender...; sí..., no hay duda..., el proyecto del pachá..., ese bey de Kara-Osman. Dime, Selim, ¿es acaso enemigo tuyo? Si así es, te juro por el templo de la Meca, con tal de que mis votos puedan ser bien acogidos en ese templo al cual no es permitido acercarse el pie de una mujer, te juro que sin tu libre consentimiento, sin tu orden expresa, ni al mismo sultán concederé mi mano. ¿Piensas que me es posible separarme de ti y dividir en dos mi corazón? ¿Dónde estaría entonces tu amiga, y quién me serviría de guía? ¡Si ese caso llegase, el dardo mortal de Az-rael, que todo lo separa aquí abajo, sepultaría nuestros dos corazones en una misma tumba!
XII
Al oír estas palabras, Sesím renace, respira, se mueve, levanta a Zuleika, que estaba arrodillada a sus pies, y sus angustias parecen disipadas. Sus ojos brillantes de esperanza expresan de nuevo mil ideas que dormían en las tinieblas de su corazón. Como un arroyo largo tiempo oculto por las ramas de los sauces de la orilla, se muestra de repente y hace resplandecer a la luz el cristal de sus aguas; como el rayo se lanza rápido de la negra nube que lo contiene; así el alma de Selím resplandece también en sus ojos y se deja ver al través de sus largas pestañas. El caballo de batalla, al oír el bélico sonido de la trompeta, el león interrumpido en su sueño por un sabueso imprudente, un tirano provocado a una repentina lucha por la punta del puñal que ha errado el golpe, parece que recobran nuevamente la vida con una energía convulsiva; del mismo modo, Selim se inflama, al escuchar tan dulces promesas, y deja traslucir todos los sentimientos de su dulce corazón.
—¡Ahora eres mía, para siempre mía! ¡Mía por toda la vida y más allá tal vez! ¡Ahora eres mía! Ese juramento solemne, prenunciado por tu boca, nos encadena a ambos. ¡Oh! ¡Has estado tan bien inspirada como tierna...; ese juramento ha salvado más de una cabeza! ¡Fuera ya el temor! El más pequeño bucle de tu cabellera reclama de mí los mayores esfuerzos; por todos los tesoros encerrados bajo las bóvedas de Ystakar, no sacrificaría un solo cabello de los que adornan tu frente. Esta mañana las negras nubes se han amontonado sobre mí. He recibido una lluvia de quejas..., de insultos... ¡Giaffir me ha llamado cobarde! Ahora me sobran motivos para ser valiente, y probaré que lo soy. ¡Yo, el hijo de una esclava desdeñada! No tiembles: ésas son sus palabras...; pero yo, que nada valgo, le haré conocer un corazón, una voluntad que ni su cólera ni su mismo brazo podrán avasallar. ¿Soy hijo suyo? ¡Ah!, sí, gracias a ti lo soy o lo seré al menos. Zuleika, el juramento que nos hemos hecho debe permanecer secreto y solo entre nosotros dos. Conozco al miserable que se atreve a pedir tu mano a Giaffir, sin consultar tu corazón. Entre todos los jefes de esta comarca no se encentrarían riquezas peor adquiridas ni un alma más vil. ¿No pertenece a esa raza de Egipto, más despreciable todavía q u e los hijos de Israel? Pero el tiempo te hará saber algunas cosas. Yo y los míos nos encargaremos de Osman-bey; porque en un día de peligro no me faltarán auxiliares. No creas, Zuleika, que soy lo que hasta aquí he parecido; ¡tengo armas, amigos, y la venganza no está lejos!
XIII
¡No eres lo que has parecido! Efectivamente, Selim, un triste cambio ha tenido lugar; esta mañana aún te he visto tierno, amable, pero ahora me pareces otro. Y, sin embargo, tú no podías ignorar mi cariño; no ha sido nunca menos profundo; no puede serlo más. Verte, oírte, estar a tu lado, maldecir la noche sin saber la causa, al no ser ésta el no poder verte sino de día, vivir contigo y contigo morir... ¡ésas son todas mis esperanzas! Besar tus mejillas..., tus ojos..., tus labios..., así..., así...; pero, ¡basta!, ¡basta!, ¡tus labios son de fuego! ¡Alá! ¿Qué fiebre, qué ardor circula por tus venas que también se me comunica? ¡Oh!, cálmate, Selim, y escucha: mitigar tus sufrimientos en las enfermedades y velar por tu salud; participar de tus riquezas, procurando conservarlas, o sonreírte en la pobreza, sin temerla a tu lado; sostener el peso de la desgracia sin murmurar, por grande que sea; hacer todo en el mundo por ti, menos cerrar tus ojos moríbundos, porque no viviría el tiempo necesario para intentarlo siquiera...; ¡he ahí a cuánto mi alma aspira!
¿Puede yo hacer ni tú pedir más? Pera es preciso que me digas por qué razón debemos rodearnos de tanto misterio. Yo no puede adivinarla; no obstante, tú lo quieres; está bien hecho. Hablaste también de armas, de amigos; eso sí que es superior a mi inteligencia. Se me figura que sería bueno que mi padre tuviese conocimiento del juramento que te hice, pues al fin su eólera toda no hubiera conseguido hacérmelo revocar, y de ese modo me dejaría libre ciertamente. ¿Puede parecerle extraño a nadie que yo quiera permanecer lo que siempre he sido? ¿Ha visto acaso Zuleika, desde los primeros días de su infancia, a otro sino a ti, mi compañero de su soledad y de sus juegos? Estos queridos pensamientos, que han nacido con mi vida, que he acariciado siempre, ¿por qué no podré manifestarlos ahora? ¿Qué cambio ha sobrevenido que me obligue a renegar hoy de una cosa en la cual tú y yo hemos cifrado hasta aquí nuestro orgullo? ¡Mostrarme a las miradas de un extranjero! Nuestra ley, nuestra creencia, nuestro Dios, lo prohíben, y nunca abrigaré la idea de oponerme a la voluntad del Profeta... ¡Oh, no!; debo bendecirle siempre, pues todo me lo ha dejado, dejándome tu presencia. Sería espantoso para mí tener que entregarme a un hombre a quien jamás he conocido. ¿Por qué he de formar misterio de esta repugnancia tan natural? ¿Y por qué tú mismo me exhortas a que oculte ese sentimiento? Conozco que el severo carácter del pachá no se ha dulcificado para ti en ninguna ocasión... ; además..., le sucede con tanta frecuencia irritarse por cualquier motivo insignificante. ¡Oh, Alá! ¡No permitas que los encuentre nunca en nuestra conducta! Selim, no sé por qué este misterio pesa sobre mi corazón como una grave falta. Si semejante secreto puede ser culpable, dímelo, Selim; dímelo mientras sea tiempo, y no me dejes presa de crueles temores. ¡Ah!, ya vuelve la comitiva. Mi padre ha terminado sus distracciones guerrerass... ¡Cómo tiemblo al pensar que sus miradas van a encontrarse con las mías! Selim, ¿podrás decirme por qué?
XIV
Zuleika, retírate a la torre...; voy a reunirme a Giaffir. Es preciso que me ocupe con él de firmanes, de impuestos, de levas de soldados, de política. Terribles noticias se han recibido del Danubio. Nuestro visir deja disminuir las filas de sus guerreros con una longanimidad que el Giaur debe agradecerle en extremo; pero el sultán tiene un medio expeditivo de recompensar triunfos tan costosos. Óyeme bien, Zuleika. Esta tarde, cuando el tambor haya señalado a los servidores del pachá la hora del refrigerio y del reposo, Selim irá a buscarte; nos deslizaremos con mucha cautela fuera del harén e iremos a pasearnos a la orilla del mar. Los muros de los jardines son elevados; ningún importuno se atreverá a escalarlos para escuchanos o turbar nuestra entrevista, y si alguno lo intentase, tengo un sable cuyo filo han probado ya varios y probarán muchos más todavía. Así que llegue ese momento, sabrás sobre la vida de Selim lo que no has sabido ni pensado hasta hoy. Ten confianza en rni, Zuleika; no me temas ...
— ¡Temerte, Selim! ¡No vuelvas a pronunciar semejantes palabras!
—Bien. No me detengas. Tengo la llave, y entre los guardias de harun, unos han recibido ya la recompensa, y otros la esperan. Esta tarde, Zuleika, sabrás lo que soy, lo que proyecto y todo lo quepuedo temer aún. Recuerda lo que te he dicho: ¡no soy lo que parezco!