Augusta murmuró suspirando:
— ¡Qué tristeza tener que se pararnos!... ¡Oh! ¡qué bien dices tú en aquellos versos: No hay días felices, hay solamente horas felices!
El príncipe Attilio interrumpió vivamente:
— ¡Augusta!... ¡Augusta, por los manes de Homero!... ¡Ni esos son versos, ni eso es mío!...
Augusta repuso con ligereza encantadora.
— Lo mismo da, corazón... Yo lo he aprendido de tus labios, y para mí será siempre tuyo...
Se estrechó a él, cubriéndole de besos, y murmuró en voz muy baja:
— ¿Te he dicho que mi marido llega mañana? ¿No te contraría a ti eso?... Para mí es la muerte. ¡Si tú supieses cómo yo deseo tenerte siempre a mi lado!... ¡Y pensar que si tú quisieses!... Di, ¿por qué no quieres?
El poeta sonrió:
— ¡Si yo quiero, Augusta!
Y atrayéndola, murmuró quedo, muy quedo, rozando con el bigote la oreja nacarada y monísima de la dama:
— ¡Pero temo que tú, tan celosa, te arrepientas luego y sufras horriblemente!
Augusta quedose un momento contemplando a su amante con expresión de alegre asombro.
— ¡Estás loco, hijo de mi alma! ¿Por qué había yo de arrepentirme ni de sufrir? Al casarte con ella, me parece que te casas conmigo... Sobre todo, podré tenerte siempre a mi lado... ¡Ah! Pero esas son disculpas; tú temes que yo me convierta en una suegra de sainete y que te arañe.
Y riendo como una loca, hundía sus dedos blancos en la ola negra que formaba la barba del poeta, una barba asiría y perfumada como la del Sar Peladam.
El príncipe pronunció con ligera ironía:
— ¿Y si la moral llama a tu puerta, madona?
— No llamará. La moral es la palma de los eunucos.
El príncipe quiso celebrar la frase, besando a la madona en aquella boca que tales gentilezas decía. Ella continuó:
— ¡Pues si es la verdad, corazón!... Cuando se sabe querer, esa vieja tísica y asquerosa se está muy encerrada en su casa...
El príncipe reía alegremente. Augusta era una mujer encantadora con aquella travesura, a la vez ingenua y depravada, y aquella sensualidad alegre y pagana como guirnalda de yedra.
— Este verano se arregla todo... Os casáis en el oratorio de casa... Si es preciso, yo misma os echo las bendiciones, digo la misa y predico la plática... En cuanto llegue mi señor marido, haces la demanda oficial...
Habíase sentado en las rodillas de su amante, y hablaba con el ceño graciosamente fruncido.
— Si la novia no te gusta, mejor; te gusto yo, y basta; como que por eso te casas.
—No; si la novia me gusta.
— ¡Embustero! Quieres darme celos. ¡Quien te gusta soy yol
— Pues por lo mismo que me gustas tú. ¡Es una derivación!...
—No seas cínico, Attilio. ¡Me hace daño oírte esas cosas!
— ¡Eres encantadora, madona!... ¡Ya estás celosa!
— ¡No tal!... Comprende que eso sería un horror. Pero no debías jugar así con mis afectos más caros.
— No jugaré n¡ haré la conquista de ese inocente corazón.
— ¡Si ya lo tienes conquistado, ingrato!... ¡Es la herencia!...
Y reían, el uno en brazos del otro. Después Augusta musitaba con susurro ansioso, caliente y blando:
— ¿Verdad que eso de que te gusta lo dices por desesperarme?
Entraba Beatriz en aquel momento, y Augusta, sin dar tiempo a la respuesta del poeta, continuó en voz alta, con ese incomparable fingimiento, esa audacia del corazón, esa soberanía de lo imprevisto que hace de todas las adúlteras, actrices divinas y mujeres adorables:
— ¿No preguntaba usted por Beatriz, príncipe? Pues aquí la tiene usted. Digo, usted no la tiene; todavía es de su madre...
El poeta se inclinó burlonamente.
—Augusta, que por mil años sea, como dicen en esta tierra.
— ¡Príncipe, príncipe! ¡Está usted loco!...
Beatriz miraba al príncipe, y sonreía; el enigma de su boca de Gioconda era alegre y perfumado de pasión como el capullo entreabierto de una rosa. Augusta murmuró maliciosamente mientras acariciaba los cabellos de su hija:
— Oiga usted un secreto, príncipe... Tengo prometidos a la virgen los pendientes que llevo puestos, si me concede lo que le he pedido.
— ¡Oh, qué bien sabe usted llegar al corazón de las vírgenes!
Augusta interrumpió vivamente:
— ¡Calle usted, hereje!... Búrlese usted de mí, pero respetemos las cosas del cielo.
Y hablaba santiguándose, para arredrar al demonio. A fuer de mujer elegante, era muy piadosa, no con la piedad trágica y macerada que inspira la faz de un Nazareno bizantino, sino con aquella devoción frívola y mundana de las damas aristocráticas; era el suyo un cristianismo placentero y gracioso como la faz del niño Jesús. El príncipe, sin apartar la mirada de Beatriz, pero hablando con Augusta, pronunció lenta é intencionadamente.
—¿Se puede saber lo que le ha pedido usted a la Virgen?
— No se puede saber, pero se puede adivinar.
—Tengo para mí, que pronto cambiarán de dueño, los pendientes. Y callaron los dos, mirándose y sonriéndose.