Refieren las crónicas que vamos extractando que, terminado ya aquel opíparo y poco alegre festín, el príncipe de las esmeraldas, volviendo en sí como de algún sueño, alzó la voz y dijo:
-Secretario, tráeme la cajita de mis entretenimientos.
El secretario se levantó de la mesa y volvió de allí a poco con la cajita más preciosa que han visto ojos mortales. Aquella en que encerró Alejandro la Ilíada era, en comparación de ésta, más chapucera y pobre que una caja de turrón de Jijona.
El príncipe tomó la cajita en sus manos, la abrió y estuvo largo rato contemplando con ojos amorosos lo que había en el fondo de ella. Metió luego la mano en la cajita y sacó un cordón. Le besó apasionadamente, derramó sobre él lágrimas de ternura y prorrumpió en estas palabras: