En tanto, el conde proseguía el cerco de Julia. Fingía estar acongojado por sus desventuras domésticas para así excitar la compasión de su amiga, y por la compasión llevarla al amor, y al amor culpable, a la vez que procuraba darle a entender que conocía también algo de las interioridades del hogar de ella.
— Sí, Julia, es verdad; mi casa es un infierno, un verdadero infierno, y hace usted bien en compadecerme como me compadece. ¡Ah, si nos hubiésemos conocido antes! ¡Antes de yo haberme uncido a mi desdicha! Y usted...
— Yo a la mía, ¿no es eso?
— ¡No, no; no quería decir eso..., no!
— ¿Pues qué es lo que usted quería decir, conde?
— Antes de haberse usted entregado a ese otro hombre, a su marido...
— ¿Y usted sabe que me habría entonces entregado a usted?
— ¡Oh, sin duda, sin duda...!
— ¡Qué petulantes son ustedes los hombres!
— ¿Petulantes?
— Sí, petulantes. Ya se supone usted irresistible.
— ¡Yo... no!
— ¿Pues quién?
—¿Me permite que se lo diga, Julia?
— ¡Diga lo que quiera!
— ¡Pues bien, se lo diré! Lo irresistible habría sido no yo, sino mi amor. ¡Sí, mi amor!
— ¿Pero es una declaración en regla, señor conde? Y no olvide que soy una mujer casada, honrada, enamorada de su marido...
— Eso...
— ¿Y se permite usted dudarlo? Enamorada, sí, como me lo oye, enamorada, sinceramente enamorada de mi marido.
— Pues lo que es él...
— ¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Quién le ha dicho a usted que él no me quiere?
— ¡Usted misma!
— ¿Yo? ¿Cuándo le he dicho yo a usted que Alejandro no me quiere? ¿Cuándo?
— Me lo ha dicho con los ojos, con el gesto, con el porte...
— ¡Ahora me va a salir con que he sido yo quien le he estado provocando a que me haga el amor...! ¡Mire usted, señor conde, ésta va a ser la última vez que venga a mi casa!
— ¡Por Dios, Julia!
— ¡La última vez, he dicho!
— Por Dios, déjeme venir a verla, en silencio, a contemplarla, a enjugarme, viéndola, las lágrimas que lloro, hacia adentro...
— ¡Qué bonito!
— Y lo que le dije que tanto pareció ofenderla...
— ¿Pareció? ¡Me ofendiól
— ¿Es que puedo yo ofenderla?
— ¡Señor conde...!
— Lo que la dije, y que tanto la ofendió, fue tan solo que, si nos hubiésemos conocido antes de haberme yo entregado a mi mujer y usted a su marido, yo la habría querido con la misma locura que hoy la quiero...
— ¡Señor conde...!
— ¡Déjeme desnudarme el corazón! Yo la habría querido con la misma locura con que hoy la quiero, y habría conquistado su amor con el mío. No con mi vaior, no; no con mi mérito, sino sólo a fuerza de cariño. Que no soy yo, Julia, de esos hombres que creen domeñar y conquistar a la mujer por su propio mérito, por ser quienes son; no soy de esos que exigen que se los quiera, sin dar, en cambio, su cariño. En mí, pobre noble venido a menos, no cabe tal orgullo.
Julia absorbía lentamente y gota a gota el veneno.
— Porque hay hombres — prosiguió ei conde — incapaces de querer, pero que exigen que se los quiera, y creen tener derecho al amor y a la fidelidad incondicionales de la pobre mujer que se les rinda. Hay quienes toman una mujer hermosa y famosa por su hermosura para envanecerse de ello, de llevarla al lado como podrían llevar una leona domesticada, y decir: «Mi leona; ¿véis cómo me está rendida?» ¿Y por eso querría a su leona?
— Señor conde..., señor conde, que está usted entrando en un terreno...
Entonces el de Bordaviella se le acercó aún más, y casi al oído, haciéndola sentir en la oreja, hermosísima rosada concha de carne entre zarcillos de peló castaño refulgente, el cosquilleo de su aliento entrecortado, le susurró:
— Donde estoy entrando es en tu conciencia, Julia.
El tú arreboló la oreja culpable. El pecho de Julia ondeaba como el mar al acercarse la galerna.
— Sí, Julia, estoy entrando en tu conciencia.
— ¡Déjeme, por Dios, señor conde, déjeme! ¡Si entrase él ahora...!
— No, él no entrará. A él no le importa nada de tí. Él nos deja así, solos, porque no te quiere... ¡No, no te quiere! ¡No te quiere, Julia, no te quiere!
— Es que tiene absoluta confianza en mí...
— ¡En ti, no! En sí mismo. ¡Tiene absoluta confianza, ciego, en sí mismo! Cree que a él, por ser él, él, Alejandro Gómez, el que ha fraguado una fortuna..., no quiero saber cómo..., cree que a él no es posible que le falte mujer alguna. A mí me desprecia, lo sé...
— Sí, le desprecia a usted...
— ¡Lo sabía! Pero tanto como a mí te desprecia a ti...
— ¡Por Dios, señor conde, por Dios, cállese, que me está matando!
— Quien te matará es él, él, tu marido. ¡Y no serás la primera!
— ¡Eso es una infamia, señor conde; eso es una infamia! ¡Mi marido no mató a su mujerl ¡Y váyase, váyase; váyase y no vuelva!
— Me voy; pero... volveré. Me llamarás tú.
Y se fue, dejándola malherida en el alma. «¿Tendrá razón este hombre? — se decía — . ¿Será así? Porque él me ha revelado lo que yo no quería decirme ni a mí misma. ¿Será verdad que me desprecia? ¿Será verdad que no me quiere?»