— ¿No le dije yo a usted, Julia, que Alejandro Gómez -sabe conseguir todo lo que se propone? ¿Venirme con aquellas cosas a mí? ¿A mí?
Tales fueron las primeras palabras con que el joven indiano potentado se presentó a la hija de don Victorino, en la casa de ésta. Y la muchacha tembló ante aquellas palabras, sintiéndose, por primera vez en su vida, ante un hombre. Y el hombre se le ofreció más rendido y menos grosero que ella esperaba.
A la tercera visita, los padres los dejaron solos. Julía temblaba. Alejandro callaba. Temblor y silencio se prolongaron un rato.
— Parece que está usted mala, Julia — dijo él.
— ¡No, no; estoy bienl
— Entonces, ¿por qué tiembla así?
— Algo de frío acaso...
— No, sino miedo.
—¿Miedo? ¿Miedo de qué?
— ¡Miedo... a mí!
— ¿Y por qué he de tenerle miedo?
—¡Sí, me tiene miedol
Y el miedo reventó deshaciéndose en llanto. Julia lloraba desde lo más hondo de las entrañas, lloraba con el corazón. Los sollozos le agarrotaban, faltábale el respiro.
— ¿Es que soy algún ogro? — susurró Alejandro.
— ¡Me han vendido! ¡Me han vendido! ¡Han traficado con mi hermosura! ¡Me han vendido!
— ¿Y quién dice eso?
— ¡Yo, lo digo yol ¡Pero no, no seré de usted... sino muertal
— Serás mía, Julia, serás mía... ¡Y me querrás! ¿Vas a no quererme a mí? ¿A mí? ¡Pues no faltaba más!
Y hubo en aquel "a mí" un acento tal, que se le cortó a Julia la fuente de las lágrimas, y como que se le paró el corazón. Miró entonces a aquel hombre, mientras una voz le decía: «¡Este es un hombre!»
— ¡Puede usted hacer de mí lo que quiera!
— ¿Qué quieres decir con eso? — preguntó él, insistiendo en seguir tuteándola.
— No sé... No sé lo que me digo...
— ¿Qué es eso de que puedo hacer de ti lo que quiera?
— Sí, que puede...
— Pero es que lo que yo — y este "yo" resonaba triunfador y pleno — quiero es hacerte mi mujer.
A Julia se le escapó un grito, y con los grandes ojos hermosísimos irradiando asombro, se quedó mirando al hombre, que sonreía y se decía: «Voy a tener la mujer más hermosa de España.»
— ¿Pues qué creías...?
— Yo creí..., yo creí...
Y volvió a romper el pecho en lágrimas ahogantes. Sintió luego unos labios sobre sus labios y una voz que le decía:
— Si, mi mujer, la mía..., mía.... mía... ¡Mi mujer legítima, claro está! ¡La ley sancionará mi voluntad! ¡O mi voluntad la ley!
— ¡Sí.... tuya!
Estaba rendida. Y se concertó la boda.